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20 de julio de 2002
Por qué escribo (para periódicos)
Robert Jensen
Título original: Why I write (for newspapers)
Autor: Robert Jensen
Origen: Z Net Commentaries, 18-12-2001
Traducido por Marcela Serra y revisado por Alfred Sola
Mi más nítido recuerdo de la Guerra del Golfo es el de unos pocos
instantes en un autobús en los que el mundo se desintegró frente
a mí.
En ese entonces estaba en la universidad terminando un doctorado y trabajaba
en la mesa de redacción de un periódico durante las tardes. De
día, iba a manifestaciones en contra de la guerra y discutía ese
tema con la gente; de noche procesaba las noticias con tinte propagandístico
que llenaban los periódicos.
Me sentía desgarrado entre una ira increíble y una profunda tristeza
a causa de lo que mi gobierno estaba haciendo y lo poco que yo podía
influir en la cobertura del tema desde mi escritorio en el periódico.
Una tarde que volvía a casa en autobús desde la escuela, todas
esas emociones estallaron. Iba sentado mirando por la ventanilla y no podía
dejar de pensar en lo que le estaba pasando a la gente en Iraq, las bombas y
la sangre; no podía sacarme la muerte de la cabeza.
Comencé a llorar. No sé si la gente a mi alrededor lo encontró
extraño, no tenía noción de estar rodeado de gente. Me
sentía solo y sentía una pena tan inmensa como el horror que la
había provocado. Fue un momento de un dolor lacerante contra el que no
tenía defensas.
Casi diez años después, mientras escribo esto, recuerdo haber
mirado por la ventanilla del autobús y haber sentido esa desesperación
y me doy cuenta de que nunca me he recuperado por completo de ese momento. En
el mundo no han faltado sufrimiento y maldad para conmover a la gente y la Guerra
del Golfo fue de alguna manera nada fuera de lo común para un país
con una historia tan brutal como la de los Estados Unidos.
Sin embargo, para mí marcó un punto de inflexión, un momento
después del cual no hubo posibilidad alguna de volver a creer que mi
país sea una querida tierra de libertad [N. Del T. El autor evoca la
primera estrofa de uno de los himnos más patrióticos de los Estados
Unidos: My country ´tis of thee/sweet land of liberty/of thee I sing]. No fue
un momento de evaluación puramente racional; fue un momento en el que
me di cuenta de las cosas que sabía pero que hasta entonces no había
asimilado por completo, un momento en el que me permití sentir lo que
hasta entonces había mantenido bajo control.
Tarde esa noche, intenté explicarle lo que estaba sintiendo a un compañero
de trabajo del periódico, un hombre diez años mayor que yo, quien
pensé podría comprender. "Entiendo lo que quieres decir," dijo
encogiéndose de hombros. "Es lo mismo que nos pasó a muchos de
nosotros durante Vietnam. No hay vuelta atrás. Ya nunca más es
lo mismo."
Ese sentimiento vuelve a mí con frecuencia. Regresó un día
de mayo de 2000, el semestre de primavera estaba llegando a su fin y yo me acomodé
en mi oficina una mañana pensando terminar con las tareas de fin de semestre.
Me demoré un poco con el periódico matutino, disfrutando el ritmo
más pausado que sobreviene cuando los estudiantes comienzan a partir
por el receso.
A medida que leía un artículo sobre la controversia desatada por
la nota del reportero Seymour Hersh sobre acusaciones por crímenes de
guerra contra un general de la guerra del Golfo que violó las normas
de combate y, de hecho, asesinó iraquíes después del alto
al fuego, comencé a sentir bronca por la guerra - bronca por la muerte
innecesaria, indignación por los abusos de poder que funcionarios de
mi gobierno consideran como derecho de nacimiento y fastidio por la tranquilidad
con que mis compatriotas aceptan todo esto como si fuera el orden natural de
las cosas.
Sin embargo, la indignación pronto se convirtió en tristeza y
me sentí resbalar hacia 1991. Dejé el periódico y comencé
a sollozar. Me sentía abrumado por todas las emociones que había
sentido durante la guerra, magnificadas luego de 10 años por el conocimiento
acerca de cómo los demoledores efectos del embargo económico contra
Iraq han transformado la creciente muerte y miseria en algo habitual.
Entonces escribí.
Escribí por muchas y distintas razones esa mañana- personales
y políticas, de largo y de corto plazo, estratégicas y de principios.
Escribí por que sabía que las revelaciones de Hersh serían
un buen anzuelo para una columna de opinión y por que sabía que
si agarraba el tema a tiempo podría lograr hacer entrar un artículo
abiertamente crítico en uno de los periódicos de mayor circulación.
Escribí porque se supone que debo escribir dado mi trabajo como profesor
de periodismo. Escribí porque me gusta ver mis pensamientos impresos.
Escribí porque en aquel momento en algún rincón de Iraq
un padre como yo miraba a un niño como el mío morir a causa de
la política de los Estados Unidos.
Escribí porque creo que los ciudadanos deben conocer la verdad acerca
de los crímenes que su gobierno comete. Escribí porque obligar
a la gente a reconsiderar la Guerra del Golfo puede ayudar a terminar con las
sanciones contra Iraq. Escribí porque la escritura es un arte en el que
siempre he encontrado placer.
Pero ese día, escribí principalmente porque no sabía qué
más hacer con mi bronca y dolor. Escribí porque cuando terminé
de hacerlo sentí que tanta bronca y dolor tenían un propósito.
Escribí porque, de no haberlo hecho, me hubiera sentido peor de lo que
me sentí. Escribí para resistir y desahogarme. Y escribí
para ser parte de un movimiento más amplio en pos de un cambio progresista.
Escribí para mí mismo y escribí para los demás.
Pensé en mí mismo y pensé en la última súplica
del arzobispo salvadoreño Oscar Romero: que los privilegiados usen su
privilegio para "ser una voz para los que no tienen voz".
Sin embargo, uno puede preguntarse con sobrada razón: żes que acaso una
columna de opinión en un periódico significa verdaderamente algo?
A pesar de que resulta tonto pensar que el acto de escribir en sí y por
sí mismo pueda producir un cambio, no es tonto creer en el poder de la
palabra escrita. La mayoría de las personas pueden recordar un texto
- ya sea una columna de opinión de un periódico, una novela excelente
o un libro político brillante - que las haya cambiado de alguna manera.
A veces recibo cartas de personas que me cuentan que una columna de opinión
o un artículo escrito por mí ha marcado una diferencia en sus
vidas. Sólo basta una de esas cartas ocasionales para que siga escribiendo.
Prácticamente todos los días leo palabras que alguien ha escrito
y que marcan una diferencia en mi vida; eso también hace que siga escribiendo.
Quizá soy ingenuo. Otros, (incluyendo a varios de mis colegas profesores)
pueden tener razón - no se le puede ganar al sistema, entonces lo mejor
es sacarle el mayor provecho, encontrar un trabajo gratificante en el plano
personal y vivir tranquilo. "Admiro lo que haces", me dijo un colega, "pero
yo tengo que vivir en el mundo real".
La última vez que me detuve a pensarlo, me di cuenta de que sí
vivo en el mundo real. Un mundo lleno de injusticia y dolor y sufrimiento pero
también de alegría, amor y solidaridad. También un mundo
en el que debemos vivir con incertidumbre tanto moral como práctica.
Nunca puedo saber con certeza absoluta si aquello en lo que creo terminará
siendo lo correcto o si las elecciones que hago para obrar de acuerdo a esas
ideas serán las más efectivas.
Hasta que no esté muerto y alguien pueda quizás analizar los efectos
políticos, puede resultar que todas las palabras que escribí no
tengan un efecto tangible sobre el mundo, que me estuve engañando a mí
mismo pensando que esas palabras marcarían una diferencia. Quizá
estoy perdiendo el tiempo. Sin embargo, aún si supiera que todo esto
es cierto, lo mismo escribiría.
Escribo porque sufro y por que veo a otras personas sufrir.
Escribo no por lo que soy sino por lo que quiero ser.
Escribo porque algunas veces no sé qué otra cosa hacer.
Escribo no porque no entienda de qué se trata el mundo "real", sino porque
quiero creer que podemos hacer real otro mundo.
Escribo para evitar que el mundo se desintegre frente a mí.