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Internacional

27 de junio del 2002

Diario de un contrainsurgente

Stan Goff
ZNet en español

En más de dos décadas en las Fuerzas Especiales de EE.UU. el autor aprendió la verdadera función de sus operaciones: proteger y ampliar el abuso por las grandes corporaciones y el sistema bancario de EE.UU.
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Nota del editor: Stan Goff sirvió en el ejército de EE.UU. durante dos décadas, sobre todo en las Fuerzas Especiales, entrenando ejércitos del Tercer Mundo. Su relato personal de esos proyectos de contrainsurgencia aparece cuando los autores de la política en Washington presionan por más aumentos de la ayuda militar al gobierno colombiano para su guerra contra las guerrillas izquierdistas.
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Hace calor en Tolemaida. Todo el valle del río Sumapaz quema como el infierno. Escabroso, semi-árido, lleno de espinas y de mosquitos, es el sitio perfecto para la Escuela Lancero, donde los militares colombianos realizan su curso más duro de entrenamiento y evaluación. A unos 100 kilómetros al sur de Bogotá, Tolemaida es también el centro de las Fuerzas Especiales de Colombia, algo como el Fort Bragg de Colombia.
Me había casado por segunda vez sólo 10 días antes, el 22 de octubre de 1991, cuando las 7ª Fuerzas Especiales me enviaron allí.
Bill Clinton estaba en campaña para la presidencia contra George Bush, y recuerdo que los muchachos de Delta que habían sido enviados con nosotros gritaban y alborotaban cuando aparecieron los resultados de la elección. ¡Ese amigo de maricones, evasor del servicio militar! ¡Mierda!"
Delta estaba ahí entrenando a un grupo selecto de soldados colombianos para el "combate hombre a hombre," lo que significa batirse dentro de edificios en situaciones de rehenes y cosas así. Estábamos entrenando a dos batallones de las Fuerzas Especiales de Colombia en operaciones nocturnas con helicópteros y en tácticas de contrainsurgencia.
Desde luego, estábamos ahí ayudando al ejército colombiano a defender la democracia contra las guerrillas izquierdistas que eran los enemigos de la democracia. No importaba que sólo una ínfima fracción de la población tuviera los medios para reclutar y promover candidatos [a las elecciones] o que el terror acechara a la población.
No estoy siendo cínico. Sólo que ahora me desperté. Me tomó un par de décadas.
Crecí en un vecindario donde todos trabajaban en la misma fábrica, McDonnell- Douglas, que producía los F-4 Phantom que daban apoyo aéreo de proximidad a las tropas en Vietnam.
Mi papá y mi madre trabajaban de remachadores en el montaje del fuselaje central. Yo, lo único que sabía era que debía combatir contra la impía amenaza colectivista del comunismo.
Así que entré al Ejército siete meses después de pasar raspando por la escuela secundaria. En 1970, me presenté de voluntario para la infantería aerotransportada y para Vietnam.
En los años siguientes, descubrí que no tenía la menor idea sobre el comunismo. Todo lo que presencié en Vietnam fue una guerra racista conducida por un ejército invasor, y que los más afectados era gente muy pobre.
Dejé el Ejército después de mi primer enganche, pero la pobreza me condujo a volver a alistarme en 1977. No tardé mucho en emprender el ascenso por la resbaladiza ladera de una carrera militar. Pero no me gustaba ser soldado de guarnición y me gustaba viajar.
Por lo tanto fue inevitable que terminara en las Operaciones Especiales, primero con los Rangers, y después con las Fuerzas Especiales.
En 1980 fui a Panamá. Allí, las vallas nos separaban de los "zonies" –los habitantes de los tugurios que vivían en la Zona del Canal. Después de eso, fui a El Salvador, a Guatemala y a una serie de países terriblemente pobres.
Una y otra vez, el hecho de que nosotros, como nación, tomáramos partido por los ricos contra los pobres comenzaba a penetrarme –primero mis ideas preconcebidas, después mis racionalizaciones, y para terminar, mi conciencia.
Ahora yo soy el Vietcong.
1983:
El antiguo tipo de las Fuerzas Especial que se presentaba como oficial político ni siquiera trataba de disimular su verdadero trabajo en la Embajada de EE.UU. en Guatemala.
"¿Usted está en la sección política?" le pregunté. Yo sabía que sí. Estaba tratando de ser discreto.
"Soy un maldito agente de la CIA," me respondió.
El hombre de la CIA me había adoptado por amistad hacia un conocido mutuo, uno de mis compañeros de trabajo con quien él había servido en Vietnam. El hombre de la CIA me dijo donde conseguir el mejor bistec, el mejor ceviche, la mejor música, los mejores martinis. Le gustaban los martinis.
Una tarde pasamos por el bar El Jaguar en el lobby del hotel El Camino, a una milla de la Embajada de EE.UU., por la Avenida de la Reforma. Tomó ocho martinis en la primera hora.
Comenzó espontáneamente a contar cómo había participado en la exitosa ejecución de una emboscada "en el norte," dos semanas antes.
"El Norte" eran las áreas indias: Quiche y Peten, donde las tropas del gobierno estaban realizando una campaña de tierras arrasadas contra los mayas, considerados favorables a las guerrillas izquierdistas.
Estaba orgulloso de sí mismo. "La mejor porquería que haya hecho desde Vietnam." "Estás hablando algo fuerte," le recordé, pensando que debía ser un asunto algo delicado.
"¡Que se jodan!" gritó mirando por todos lados. "¡Somos los dueños de esta casa de putas!" Los otros clientes contemplaban cabizbajos los tableros de sus mesas. El hombre de la CIA era grande y estaba evidentemente borracho.
Debiera haberlo sabido mejor, pero mencioné a un maestro de escuela maya que había sido asesinado por los escuadrones de la muerte. Había aparecido en los periódicos. El maestro había trabajado para la Agencia de Desarrollo Internacional.
Lo que quería decir es que hacía quedar mal a EE.UU. cuando esos descontrolados se permitían desmanes semejantes. Quedaba la impresión de que el gobierno de EE.UU. apoyaba tácitamente los asesinatos al continuar su apoyo al gobierno guatemalteco.
"Era comunista," dijo el hombre de la CIA, sin dejar de tragarse su duodécimo martín. Sus ojos ya tenían esa expresión extraña, pétrea, sin sincronización.
Así eran las cosas. Nunca se me ocurrió agradecerle por arrancar esa última cortina de inocencia de mis ojos.
Esa noche tuve que quitarle las llaves de su coche. Quería ir a algún burdel en la Zona 1.
Cuando abandonamos el bar, no logramos encontrar su vehículo en el aparcamiento, así que apuntó con su pistola al responsable y amenazó con pegarle un tiro ahí mismo. Lo acusó de formar parte de una banda de robo de coches.
"Conozco a estos hijos de puta," vociferó. El responsable estaba al borde de las lágrimas, hasta que arranqué la pistola de la mano de mi colega.
Encontramos su coche en un aparcamiento a una calle de distancia. Es cuando comenzó a hablar de conducir a su burdel favorito.
"¡Dame las llaves!" vociferó, mientras yo me alejaba.
"No puedo."
"Te voy a dar leña," dijo.
Metí la mano en mi bolsillo y saqué tres monedas. Cuando volvió a lanzarse sobre mí, lancé las monedas al desagüe de la calle con un tintineo audible.
"Ahí van las llaves," dije.
Miró con dificultad al desagüe por un instante, y luego trató de clavarme los ojos. Evité su tambaleante asalto como si fuera un niño. Casi se cayó, y me pregunté cómo haría para acarrearlo.
Se dio abruptamente vuelta, como si sólo se le hubiera olvidado algo, y se fue rápido, bamboleándose. Al día siguiente llevé sus llaves a la sección política, con una nota explicando dónde estaba su coche.
Fred Chapin era embajador de EE.UU. en Guatemala. Era famoso por su capacidad de tomarse una botella de whisky y dar, a pesar de ello, una entrevista lúcida en fluido español, antes de que sus guardaespaldas lo llevaran a su habitación en la residencia y lo extendieran sobre su cama.
A Chapin le adscribían una cita muy conocida en los círculos del Servicio Exterior: "Lo único que lamento es no tener más que un hígado que dar por mi país."
Las embajadas son colecciones de tales personajes idiosincrásicos. Mauricio, otro de esos individuos exóticos, era el principal investigador guatemalteco asignado al trabajo con la Sección de Seguridad de la embajada.
Licencioso en extremo, hasta los matones que hacían de guardaespaldas lo eludían. Su reputación como un antiguo miembro sadista de los escuadrones de la muerte era bien conocida.
Su historia lo acompañaba, como un aura de decadencia impersonal. Me hacía parar los pelos en la nuca. "Si necesitan descubrir algo, envíen a Mauricio" era la sabiduría provincial en Seguridad.
Langhorn Motley, el embajador especial de Reagan en América Central, vino a Guatemala para ver lo que se estaba haciendo con el dinero de EE.UU., fuera del genocidio de aborígenes y la eliminación de maestros de escuela bolcheviques, desde luego.
Me nombraron como miembro de su seguridad para un viaje a Nebaj, una pequeña aldehuela india cerca de la frontera mexicana. Íbamos a inspeccionar un hospital.
No hay caminos a Nebaj, así que coordinaron un helicóptero. Cuando terminamos por llegar a Nebaj, el piloto y el jefe de la tripulación estaban en una animada conversación, refiriéndose ambos una y otra vez al indicador de combustible.
Desde el helicóptero, fuimos escoltados, por las calles de tierra, por un teniente coronel guatemalteco de aspecto europeo, que nos llevó a un camión abierto de 2,5 toneladas. Los aldeanos nos miraban en silencio al pasar.
Dos niños pequeños, tal vez de tres años, estallaron en lágrimas histéricas cuando pasé demasiado cerca con mi rifle de asalto CAR-15. Traté de no especular sobre su reacción o sus razones.
El camión nos llevó a un fundamento de roca polvorienta. Nada más. Ni habitaciones, ni muros, nada. Era el hospital. Motley me miró y dijo "Es un maldito elefante blanco."
Más tarde, el teniente coronel, nos hizo sentar en una pieza en su cuartel e hizo entrar a dos "antiguos guerrilleros". Uno era un viejo enjuto. La otra era una mujer embarazada, de unos 25 años.
Nos dijeron diligentemente que habían sido reformados por su nueva comprensión de la duplicidad de los comunistas y por el trato humanitario que habían recibido de parte de los soldados.
Fue un recital uniforme, ensayado, pero parecía complacer al teniente coronel que estaba sentado allí con una benevolente semi-sonrisa, mirándolos alternativamente a ellos y a nosotros, juzgando su actuación, evaluando nuestra reacción.
La piel de los dos indios de la exhibición parecía vibrar con un terror árido, cúprico. Todo el lugar olía a asesinato. A asesinato.
1985:
Los reporteros en El Salvador tendían a pasar el tiempo en la piscina en el hotel Camino Real, con transistores pegados a los oídos.
Un día, hablando con una periodista en el Camino. Tenía unos 30 años, trabajaba para el Chicago Tribune.
Estaba terriblemente excitada porque la semana anterior la habían dejado volar en un helicóptero, que voló a Morazón, un bastión de las guerrillas izquierdistas. Logró ver algunos tiroteos y estaba eternamente agradecida a la Embajada por haberlo organizado.
¿Me importaría, preguntó, llevarla alguna vez a tomar un café o un trago a algún sitio en los barrios? No se atrevía a ir sola.
Me desilusionó. Con su anémica preocupación, aniquiló mi idea de que los reporteros eran unos excéntricos, intrépidos, lobos de mar, obsesionados por obtener la verdadera historia.
Bruce Hazelwood era miembro del Milgrup en la embajada de EE.UU., igual que yo antiguo miembro de la unidad contraterrorista en Fort Bragg. Hazelwood supervisaba la dirección del entrenamiento en el Estado Mayor, en los cuarteles del ejército.
Durante los pasados cinco años, había logrado una envidiable reputación como un productivo enlace con los militares salvadoreños. Me dijo de inmediato que su mayor problema era lograr que los oficiales dejaran de robar.
Bien parecido, rubio de color fresa, lleno de pecas, encantador, Hazelwood también era el favorito de las jóvenes periodistas.
Fui con él y con un grupo de la embajada a visitar un orfanato en Sonsonate. Las mujeres del pool de la prensa lo adoraban. Las recompensaba con toneladas de malicioso magnetismo.
Billy Zumwalt, también del Milgroup, un tipo parecido a Elvis, hacía lo mismo en una fiesta. Las mujeres de la prensa se le pegaban, preguntándole si pensaba que se estuviera haciendo algún progreso en la situación de los derechos humanos. Y él les preguntaba qué pensaban ellas.
Bueno, decían, sólo seguía habiendo algunas ejecuciones de prisioneros en el campo de batalla, se rumoreaba, pero no habían oído nada más. No podemos esperar que cambien de un día al otro, ¿no es cierto?
¿Quisieran ir a bailar más tarde a un night club que está abierto toda la noche? ¿Sabe donde hay uno? Yo sé donde están todos, les decía.
Zumwalt me dijo una vez en un bar, que estaba entrenando a los mejores escuadrones de la muerte derechistas del mundo.
Los reporteros del Camino Real contrataban a muchachitos ricos salvadoreños como informantes y factótum. Era muy importante que fueran muchachos educados, que hablaran inglés, de 20 a 25 años, que fueran capaces de mantener advertidos a los periodistas sobre los rumores y los acontecimientos en la capital.
Pero los muchachitos ricos estaban tan alejados de las vidas de los salvadoreños normales como la mayor parte de los reporteros.
En la calle, vi a una mujer arrastrándose por la acera con una pierna gangrenosa, a un hombre enloquecido acurrucado en un rincón, a niños esqueléticos que tocaban música por monedas con un caramillo y un palo.
En el autobús un día, en el centro de San Salvador, vino un ciego mendigando, y gente que no podía permitírselo, le daba monedas.
Era gente encallecida, vestida muy modestamente, con rasgos indígenas en sus mejillas.
Para la gente de estilo, de uñas cuidadas, de ojos redondos, adinerada, los pobres y los mendigos eran invisibles, tan invisibles como los carboneros ennegrecidos, los bebés llenos de gusanos del mercado, los amargados adolescentes con sus ropas hechas jirones, sus costillas prominentes y sus ojos enrojecidos que se te clavaban desde la sombra en las esquinas.
Tenían que ser invisibles para que pudieran ser ignorados. Tenían que ser infrahumanos para poder matarlos.
Me acordé de las cabras en el Laboratorio Médico de las Fuerzas Especiales. Cuando estaba siendo entrenando para enfermero, utilizábamos cabras como "modelos de pacientes".
Las cabras eran heridas para entrenamiento de trauma, se les disparaba para el entrenamiento quirúrgico, y eran matadas por cientos en cada clase de 14 semanas.
Casi cada estudiante que llegaba comenzaba expresando su antipatía hacia la especie caprina. "Una cabra es una criatura estúpida, obstinada, fea," decíamos.
Unos pocos reconocían lo que el programa estaba haciendo en realidad, sin buscar esas cómodas racionalizaciones. Unos pocos incluso llegaron a querer a los animales y se deprimían más cada día.
Pero la mayoría necesitaba la ideología anti-caprina para mantener su actividad.
1991:
Como miembro de las 7. Fuerzas Especiales, fui a Perú en 1991. Las razones por las que fuimos allí fueron muchas y variadas, como son muchas de nuestras razones para la actividad militar.
Estábamos comprometidos, por motivos políticos, a alentar algo que se llamaba IDAD para el Perú. Eso significa Desarrollo Interno y Defensa.
Estábamos involucrados en una asociación nominal con Perú en la "guerra contra la droga". Perú estaba en nuestra "área de responsabilidad operativa," y nosotros (nuestro Destacamento "A") estaba realizando un DFT, lo que quiere decir un Despliegue para Entrenamiento.
Así que fuimos a Perú para ayudar a su desarrollo interno y su defensa, para mejorar sus capacidades "contra la droga," y para entrenarnos a nosotros mismos para poder entrenar a otros en nuestro "idioma meta," Español.
Esas eran las razones oficiales. Ninguna instrucción mencionó la otra parte de la misión: guerras extraoficiales contra las poblaciones indígenas.
El curso de entrenamiento que desarrollamos para los peruanos fue de contrainsurgencia básica. Nunca hablamos de drogas con los oficiales peruanos. Era un tema delicado – si saben lo que quiero decir.
Estuvimos acuartelados en una fábrica de municiones fuera de la localidad de Huaihipa, durante las primeras semanas. Más tarde, nos mudaron al DIFE, el complejo de las Fuerzas Especiales del Perú, cerca del límite del distrito de Barranco en Lima.
Durante la mitad de la misión, acampamos cerca del límite de una aldea india llamada Santiago de Tuna en la sierra, a cuatro horas de la capital.
Indios locales nos llevaron dos sacos llenos de tunas, deliciosas y buenas para la digestión.
Nos hicimos muy amigos de los oficiales peruanos, algunos eran tipos agradables, y otros unos machos agresivos. Todas las noches nos atiborraban de anticuchos (corazón de vaca a la parrilla, muy picante) y de cerveza.
Algunas veces los veteranos se emborrachaban mucho y nos escupían enteros cuando recontaban sus combates. Un mayor no podía dejar de repetir a cuantas personas había matado, y cómo la sierra era un sitio para hombres de verdad.
Se bebía mucho. Cerveza con los oficiales y los soldados. Cocktails en los bares, pisco con los indios, a los que los soldados trataban de expulsar porque eran considerados un riesgo para la seguridad.
Un indio en particular, desdentado y disipado, con sus ojos sanguinolentos abrumados por la intoxicación, me sorprendió con sus conocimientos de la historia de los indios norteamericanos. Incluso conocía los años de algunas batallas cruciales de nuestra guerra de aniquilación.
Gerónimo fue un gran hombre dijo. Un gran hechicero. Un gran guerrero. Un amante de la tierra.
Un capitán peruano me dijo algo extraño, mientras caminábamos junto a un cementerio indio durante la marcha forzada al salir de Santiago de Tuna.
"Aquí están los indios amigos." Extendió su mano hacia la pequeña área con tumbas.
1992:
Cuando estaba entrenando a las Fuerzas Especiales colombianas en Tolemaida en 1992, mi equipo estaba allí ostensiblemente para ayudar al esfuerzo contra los narcóticos.
Estábamos entrenando a las fuerzas militares en la doctrina de infantería contrainsurgente. Sabíamos perfectamente, igual que los comandantes de la nación anfitriona, que lo de los narcóticos no era más que una débil historia de cobertura para el refuerzo de la capacidad de fuerzas armadas que habían perdido la confianza de la población en años de abuso. El ejército también había sufrido humillantes derrotas en la lucha contra la guerrilla.
Pero ya me estaba acostumbrando a las mentiras. Eran la moneda diaria de nuestra política exterior. ¡Que me vengan con drogas!
Hoy:
El zar de la droga, Barry McCaffrey, y el Secretario de Defensa William Cohen están defendiendo una masiva expansión de la ayuda militar a Colombia.
Colombia ya es el tercer mayor recipiente de ayuda militar de EE.UU. en el mundo, pasando de 85,7 millones de dólares en 1997 a 289 millones de dólares en el último año fiscal. La prensa informa que unos 300 militares y agentes de EE.UU. están permanentemente en Colombia.
La administración Clinton solicitó mil millones de dólares de ayuda para un período de dos años. El Congreso controlado por los republicanos quería agregar 1.500 millones más, incluyendo 41 helicópteros Blackhawk y un nuevo centro de inteligencia.
El Departamento de Estado pretendía que la ampliación de la ayuda era necesaria para combatir "una explosión de plantaciones de coca". La solución, según el Departamento de Estado, era un batallón "contra los narcóticos" de 950 hombres.
Pero la solicitud coincidió extrañamente con los progresos militares de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las guerrillas izquierdistas que ya controlan un 40 por ciento del campo. [Para detalles de la historia y objetivos de las FARC, vea iF Magazine, julio-agosto, 1999.]
En Estados Unidos, hay otros planes de preparación: preparar al pueblo estadounidense para otra vuelta de intervención.
McCaffrey –no es coincidencia que sea el antiguo comandante de Southcom, el Comando del Teatro de las fuerzas armadas de EE.UU. en América Latina– "admite" que las fronteras entre la lucha antidroga y la contrainsurgencia están "comenzando a borrarse" en Colombia.
¿El motivo? Las guerrillas están implicadas en el tráfico de drogas, una afirmación omnipresente que es repetida sin crítica alguna en la prensa. No se diferencia entre las FARC y un puñado de grupos menos importantes, ni existe ninguna preocupación evidente por citar alguna evidencia precisa.
Cuando esta maniobra comenzó a ganar adeptos, el antiguo embajador de EE.UU. en Colombia, Miles Frechette, señaló que no había una evidencia clara para apoyar esas afirmaciones. Su declaración fue olvidada rápidamente.
Teníamos que prepararnos.
En Colombia, es bien sabido que los que más se benefician con el tráfico de drogas son miembros de las fuerzas armadas, la policía, funcionarios gubernamentales, y los "grandes empresarios" de los centros urbanos.
Las FARC imponen impuestos sobre la coca, algo bien diferente que traficar. Las FARC también cobran impuestos por la gasolina, los cacahuetes y los muebles.
La coca es también la única cosecha que mantiene a flote a los campesinos. El campesino que cultiva cosechas normales tendrá un ingreso anual promedio de unos 250 dólares por año. Con la coca, puede alimentar a una familia con 2.000 dólares al año. No son capitalistas inescrupulosos.
No se están haciendo ricos.
Una vez que la coca es procesada, un kilo se vende a unos 2.000 dólares en Colombia. Las precauciones, los sobornos y los primeros beneficios llevan el precio a 5.500 dólares el kilo cuando llega al primer traficante yanqui.
El yanqui vende ese kilo, listo ahora para el comercio al detalle en EE.UU. por unos 20.000 dólares. En la calle en Estados Unidos, llega a 60.000 dólares. Hay algunos derrochones al final de la cadena colombiana, pero los verdaderos operadores son los estadounidenses.
A pesar de todo, las drogas pueden reemplazar la Conspiración Comunista Internacional sólo hasta cierto punto. Las drogas por sí solas no justificarían esa vasta intensificación militar. Para eso, tenemos que creer también que estamos defendiendo la democracia y protegiendo la reforma económica.
[Para más información sobre Colombia vea "La red asesina de Colombia: La asociación militar-paramilitar y los Estados Unidos", Human Rights Watch, noviembre de 1996]
La justificación se ha hecho más sofisticada desde que estuve en Guatemala en 1983, mucho más sofisticada que el brutal instrumento de la guerra abierta en Vietnam.
Entonces, la democracia no era el objetivo. Estábamos deteniendo a los comunistas. Las drogas también constituyen una gran justificación. Pero con las FARC, podemos tener nuestra guerra contra la droga y nuestra guerra contra los comunistas.
Y sin embargo, tras la fachada democrática en Colombia están las más atroces y sistemáticas violaciones de los derechos humanos en este hemisferio. Con la excepción del 40 por ciento del país en el que dominan las FARC, los paramilitares derechistas, apoyados y coordinados por las fuerzas oficiales de seguridad, están implicados en un proceso que hubiera honrado a Roberto D'Abuisson o a Lucas García o a Ríos Montt: torturas, decapitaciones públicas, matanzas, violaciones y asesinatos, destrucción de tierras y ganado, desplazamientos forzados. Los objetivos preferidos han sido los dirigentes de comunidades y sindicatos, los oponentes políticos, y sus familias.
En julio pasado, el Comandante del Ejército Colombiano, Jorge Enrique Mora Rangel intervino en el proceso judicial colombiano para proteger al más poderoso jefe paramilitar en Colombia, Carlos Castaño, contra el procesamiento por una serie de masacres. La organización de Castaño está relacionada directamente en su inteligencia y sus operaciones con las fuerzas de seguridad.
Esa conexión fue organizada y entrenada en 1991, bajo la tutela del Departamento de Defensa de EE.UU. y la CIA. Fue realizado bajo un plan de integración de la inteligencia militar colombiana llamado Orden 200-05/91.
La íntima relación entre el ejército colombiano y Castaño presenta otro pequeño problema para la justificación de la guerra contra la droga. Castaño es un conocido señor de la droga. No es alguien que cobra impuestos a los productores de coca, sino un señor de la droga.
También existe la preocupante historia de la lucha del gobierno de EE.UU. junto a –no contra– los traficantes de droga. Por cierto, la CIA parece tener una irresistible afinidad con los señores de la droga.
Los contras tibetanos entrenados por la CIA en los años 50 se convirtieron en los amos de los imperios de la heroína en el Triángulo de Oro. En Vietnam y Camboya, la CIA trabajó de acuerdo con los traficantes de opio.
La guerra de la contra en Nicaragua fue financiada, en parte, con beneficios provenientes del tráfico de drogas. El eje afgano-paquistaní de la CIA empleado en la guerra contra los soviéticos estaba saturado de traficantes de droga. Más recientemente, hubo los traficantes de heroína del Ejército de Liberación de Kosovo.
Tendría más sentido que McCaffrey encontrara 1.000 millones de dólares para declararle la guerra a la CIA.
Estuve en Guatemala en 1983 durante el último golpe. En 1985, estuve en El Salvador; en 1991 en Perú; en 1992, en Colombia.
La gente generalmente no oye hablar de los soldados retirados de las Fuerzas Especiales. Pero la gente tiene que escuchar los hechos de alguien que no pueda ser calificado de ser un amanerado liberal que nunca "sirvió" a su país.
Un liberal te contará que el sistema no funciona adecuadamente. Yo te contaré que el sistema funciona exactamente tal como se supone que lo haga.
Como un participante en el servicio activo en las fuerzas armadas, yo vi la profunda disonancia entre las explicaciones oficiales de nuestras políticas y nuestras prácticas reales: el asesinato de maestros de escuela y de monjas por nuestros auxiliares; las liquidaciones; la violación sistemática; el cultivo del terror.
He llegado a la conclusión de que los miles de millones de dólares de beneficios e intereses que se acumulan en Colombia y en los países vecinos tienen mucho más que ver con la urgencia de la estabilidad que toda posible preocupación por la democracia o por la cocaína. Pensando en mis más de dos décadas de servicio, estoy convencido de que sólo serví al uno por ciento más rico de mi país.
En cada país en el que trabajé, la pobreza de los pobres generó y mantuvo la riqueza de los ricos. A veces directamente, como mano de obra; a veces indirectamente, cuando ganaron fortunas en el negocio de la seguridad armada, que es indispensable siempre cuando hay tanta miseria.
A menudo las compañías que necesitan protección son estadounidenses. Chiquita es una versión estilizada de la United Fruit, la compañía que presionó a Estados Unidos a hacer el golpe contra Arbenz en Guatemala en 1954. Pepsi estuvo presente con Pinochet en Chile en 1973.
Pero el principal interés ahora es financiero. Estados Unidos es la fuerza dominante en las instituciones prestamistas dominantes del mundo: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Lo que Estados Unidos exporta, más que ninguna otra cosa, es crédito. Así se hace dinero extrayendo los intereses de esos préstamos.
Lo que esto significa para el Tercer Mundo es que las elites económicas piden prestado el dinero, utilizando al gobierno como fachada, y luego sangran a la población para pagar los intereses. Lo hacen a través de impuestos más elevados y regresivos, disminuyendo los servicios sociales, vendiendo la propiedad pública, y sometiendo o aplastando a los sindicatos, etcétera.
Si los gobiernos no hacen lo suficiente, Washington los presiona para que hagan más. En el interior del país, al pueblo estadounidense se le dice que esos países requieren "ajustes estructurales" y "reforma económica," cuando la realidad es que a menudo la política externa de EE.UU. es manejada por cuenta de los usureros.
Los grandes inversionistas y los grandes prestamistas también son los dos grandes contribuyentes a las campañas políticas en este país, tanto para los republicanos como para los demócratas. La prensa, que es controlada por un puñado de gigantes corporaciones, repite lúgubremente una y otra vez la misma justificación, "reforma económica y democracia.
Muy pronto, sólo para no sonar como si no estuviéramos al tanto de los últimos acontecimientos, nos veremos diciendo, claro... Colombia, o Venezuela, o Rusia, o Haití, o Suráfrica, o quien sea... necesitan "reforma-económica-y-democracia."
Aunque formulado de manera diferente, este argumento no es nuevo. En 1935, el general retirado, condecorado dos veces con la Medalla de Honor, Smedley Butler, acusó a los mayores bancos de negocios de Nueva York de utilizar a los infantes de marina de EE.UU. como "mafiosos" y "gángsteres" para explotar económicamente a los campesinos de Nicaragua.
Más adelante, Butler declaró: "El problema es que cuando aquí los dólares estadounidenses ganan sólo un seis por ciento, se ponen intranquilos y van al extranjero a conseguir un 100 por ciento. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera.
"Yo no iría de nuevo a la guerra como lo he hecho para defender una porquería de inversión de los banqueros. Debiéramos combatir sólo para defender nuestro hogar y nuestra Declaración de Derechos. La guerra por cualquier otro motivo es simplemente una maquinación.
"No hay ni un solo truco en la valija del crimen organizado que sea ignorado por la pandilla militar. Tienen a sus 'soplones' para identificar a sus enemigos, a sus 'matones' para destruirlos, a sus 'cerebros' para planificar los preparativos de guerra, y a un 'Gran Jefe' –el capitalismo supranacional," continuó Butler.
"Pasé 33 años y cuatro meses en el servicio militar activo en los Marines. Ayudé a asegurar que Tampico, en México, fuera seguro para los intereses petroleros de EE.UU. en 1914; que Cuba y Haití fueran seguros para los muchachos del National City Bank para cobrar rentas; ayudé a depurar Nicaragua para la casa bancaria internacional del Barón Broches en 1909-1912; ayudé a salvar los intereses azucareros en la República Dominicana; y en China ayudé a asegurar que no molestaran a Standard Oil. La guerra es un negociado."
Como el general Butler, llegué a mis conclusiones mediante años de experiencia personal y a través de la absorción gradual de evidencia efectiva que veía alrededor de mí, no sólo en un país, sino que de país en país.
Ahora, por fin, estoy sirviendo a mi país, ahora mismo, al decirles esto. Ustedes no quieren que algunas cosas se hagan en su nombre.
Stan Goff se retiró del Ejército de EE.UU. en febrero de 1996, después de servir en Vietnam, Guatemala, El Salvador, Granada, Panamá, Colombia, Perú, Venezuela, Honduras, Somalia y Haití. Vive en Raleigh, N.C.
Título original: Diary of A Counter Insurgent
Autor: Stan Goff, Consortium News, 12 de junio de 2002
Link: http://www.zmag.org/content/Venezuela/Goffdiary.cfm
Título: Diario de un contrainsurgente
Traducido por Germán Leyens