|
24 de mayo de 2002
Tras
la sombra de Marx
María Toledano
Pronuncio pez pero escribo cuchillo
Javier Rodríguez Marcos
Todavía quedan mujeres y hombres dispuestos a cambiar el mundo en lugar de
interpretarlo al dictado de la norma del capital. Inciertos herederos de la
Ilustración y críticos al tiempo con la panorámica visión burguesa (y única)
del mundo, recorren los campos de España armados con palabras, una camioneta
de pancartas, tres papeles escritos a mano, baúles llenos de ideológicos barrenos,
una brizna de estalinismo -el necesario tinte jacobino-militar para tiempos
de crisis- y los bolsillos llenos de sentido común y furtivos mecheros para
incendiar cualquier esquina, cualquier pitillo. Poco importa la militancia
o el color de sus voces. Son parte activa, imprescindible, del pueblo de Porto
Alegre, el pueblo de la refundación del pensar y del quehacer comunista: multitudo.
Marxistas con melena de plata joven y un hilo de voz que nunca quiebra, dirigentes
(leñadores de proyectos) cuya vida recuerda a los viajantes del peine y los
ungüentos amarillos, subversivos hijos de la antiglobalización, cubanos negros
con sonrisa de bondad e inteligencia organizativa, sabios materialistas de
lo real -lentes de Benjamin- conocedores del aparato conceptual de la crítica
o discretos mediopensionistas de la infraestructura. Juntos o por separado,
poco importa, recorren el solar que nos acoge, tierra de espantos y pasodobles
al sol, donde gobierna la reacción y regentea la canalla hablando, construyendo,
describiendo, pensando en voz alta, quizá viviendo. Como un ejército de voces
que se soñara Quinto Regimiento, conozco mujeres y hombres, profesionales
de la revolución o revolucionarios de oficios varios, que cada dos por tres
amartillan la pistola de las ideas y se lanzan a repartir fogonazos de vida
cotidiana, de análisis, allí donde son llamados o donde sus obligaciones les
llevan. Son marxistas de piñón fijo y cálida verdad que evoluciona. Avanzan
a codazos de humo y certeza abriéndose paso entre la reinante hipocresía,
las falacias disfrazadas de estadística, los maguitos de hierro y los recortes
en las prestaciones sociales, tristemente pactados, quizá, por algún sindicato
(de servicios).
Frente al imperial desierto de los discursos huecos, claman contra el cielo
y contra el orden, contra dios y sus acólitos, contra la cultura como adorno,
contra la paralítica agonía de la conciencia de la (ex) clase obrera. Rompiendo
el aire con afiladas palabras, con ideas, con la imagen de la revolución tatuada
en la solapa de una vieja americana, de un discreto vestido, de una camisa
de cuadros, troupe de rojos por las calles, por los desmontes y las censuradas
alamedas, viajan a ninguna parte, a cualquier rincón, ya sea Lerma o Valladolid,
Murcia, Santiago, Algeciras o Barcelona. Viajan allí donde el eco todavía
existe y no está torturado por los charoles de la publicidad o del esperpento.
Los caballos parecen negros y negros son los correajes. Marx en la mesilla
y en la razón (nunca) instrumental. Los discursos que alientan ilusión, por
encima de las noches grises, se acunan con ideas sencillas, mirando el revés
de las cosas. Pese a que el muro de la mentira institucional impida ver la
otra orilla, todavía quedan marxistas de piqueta: viejos topos. Me congratulo
de conocer algunos. Jinetes de acero y gasolina viven con un pie en el estribo
de la ruta, amarrados a un fardo de ideas y tareas pendientes. Son, claro
está, marxistas de carreteras asfaltadas de muertos y por el camino de Marx,
a la sombra de cualquier arbusto, plantan el frágil tenderete del discurso
crítico, constructivo. No está una en edad de trajinar por pedregales y senderos
pero, conste aquí, mi aliento viaja con ellos, escondido en un pliegue del
morral.