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22 de mayo del 2002
La ONU y la infancia
Alberto Piris
Estrella Digital
Se clausuró recientemente en Nueva York la Sesión Especial
en favor de la Infancia, desarrollada por Naciones Unidas. Llena de buenas intenciones,
como suele ser usual en ese organismo, entre los propósitos de la conferencia
estaba el "mejorar las condiciones de vida de los niños", "proteger a
los niños en peligro", conseguir que "todos los niños puedan participar
de manera significativa en la vida de sus comunidades" o "que todos los niños
puedan recibir una educación básica de buena calidad".
La directora ejecutiva de Unicef se mostró contenta del resultado: "Estoy
enormemente orgullosa y satisfecha de lo que se ha logrado esta semana", dijo.
Antes de iniciar la sesión, se había manifestado así: "Al
comenzar el siglo, los niños no contaban prácticamente con ningún
derecho. Al finalizar el mismo, los niños disponen de instrumentos jurídicos
sumamente poderosos que no sólo reconocen sus derechos humanos, sino
que también los protegen".
Ante semejante cúmulo de buenos deseos y angelicales opiniones, no queda
más remedio que ser políticamente incorrecto y recordar a la buena
señora Carol Bellamy unas cuantas verdades que la ONU parece ignorar
en sus asépticos documentos oficiales. Al comenzar el siglo XX había
niños que lo tenían todo o casi todo, y niños que no tenían
nada, o casi nada. Y al concluir ese siglo, las cosas seguían más
o menos igual. Es decir, parece irreal hablar de "los niños" o de "la
infancia", sin olvidar que ese grupo colectivo de seres humanos está
atravesado por la enorme e insalvable diferencia de las clases sociales a las
que unos y otros pertenecen.
En 1877, con siete años de edad, cuenta en sus memorias el que luego
sería destacado dirigente socialista y sindical, y llegaría a
Presidente del Gobierno de España, Francisco Largo Caballero, que tuvo
que echarse a la calle, solo, a buscar trabajo, incitado por su madre que apenas
podía sustentarle. Por aquellas mismas fechas, apenas rebasada la mayoría
de edad que la ONU establece para considerar niño a un ser humano, Alfonso
XII ejercía de Rey de España y es evidente que disponía
de "instrumentos jurídicos sumamente poderosos" que reconocían
sus derechos humanos, pero también su derecho a vivir como un rey en
muchos otros aspectos. He ahí dos niños-símbolo, que desde
extremos opuestos del arco social alcanzaron altas responsabilidades de gobierno,
pero a los que, en su infancia, no podrían aplicarse consideraciones
análogas. Ni siquiera aproximadas. Tampoco es ahora posible.
Un siglo después sigue habiendo niños pobres, explotados en el
trabajo, hambrientos, y física y psicológicamente deteriorados
por la emigración o la guerra. Con ellos coexisten otros niños
opulentos, caprichosos, poseedores de mil y un artefactos, caros y muchas veces
inútiles, cultivadores de las más costosas marcas de ropa, que
no pueden vivir sin escuchar constantemente la música de sus ídolos
y despilfarradores del dinero que ganan sus padres, a los que, además,
culpabilizan de sus supuestas carencias. Entre ambos grupos existe, como es
natural, el amplio sector de quienes no son ni una cosa ni otra y procuran salir
adelante en la vida del mejor modo posible y con la menor molestia para sus
familiares y prójimos.
Así pues, la Sesión Especial en favor de la Infancia debería
haber cambiado su nombre para convertirse en Sesión Especial en favor
de los niños pobres, ignorando a los que no necesitan sesiones de ningún
tipo para seguir gozando de lo que la sociedad les ofrece. Ni para "participar
de manera significativa en la vida de sus comunidades", lo que algunos ya hacen
pintarrajeando y destrozando el mobiliario urbano, llenando de basura los lugares
públicos o atronando con músicas salvajes el reposo de esa comunidad.
Aceptemos, empero, que a pesar de todo es encomiable el afán de la ONU
por mejorar la suerte del sector más desfavorecido de la infancia mundial:
600 millones de niños que viven en la más extrema pobreza, según
sus propios datos. Y también que, desde que en 1990 entró en vigor
la Convención de los Derechos del Niño —a la vez que se celebraba
la anterior conferencia en la cumbre sobre la infancia—, algo ha mejorado la
suerte de los más pequeños. Según la ONU, hasta el año
2000 se ha salvado la vida de tres millones de niños que hubieran muerto
en 1990 de enfermedades ahora ya vencidas. Suponiendo, claro está, que
esos tres millones de niños salvados no hayan pasado a engrosar los 130
millones no escolarizados, los 250 que trabajan o los 160 que sufren hambruna
permanente. Algo es algo.
A pesar de que, según la ONU, cada día se contagian de sida 3.500
niños, en las discusiones de la conferencia salieron a la luz, una vez
más, los demonios tradicionales de cada país. Hubo que perder
muchas horas debatiendo sobre la forma de poner por escrito los problemas de
la educación sexual y de las atenciones médicas a la salud reproductiva,
ante la oposición de EEUU, algunos países islámicos y el
Vaticano, obsesionados por cualquier resquicio por el que pudiera colarse el
derecho al aborto. Los documentos oficiales de la ONU son muy cuidadosos y evitan
recordar, a este respecto, que precisamente EEUU —en vergonzosa y única
compañía de Somalia— no ha firmado la citada Convención
de los Derechos del Niño, lo que no deja en muy buen lugar a la hiperpotencia
imperial.
Las últimas líneas del mensaje del Foro de la Infancia, leído
por dos jóvenes el día inaugural de la Conferencia, dejan abierta,
no obstante, una vía a la esperanza: "Somos los niños y niñas
del mundo y a pesar de nuestras diferencias compartimos la misma realidad. Estamos
unidos en nuestra lucha para conseguir que el mundo sea un mejor lugar para
todos. Ustedes nos llaman el futuro, pero también somos el presente".
Subsiste, sin embargo, el riesgo de que ese presente sea considerado, por la
moderna sociedad del comercio libre y el máximo beneficio, como la brillante
esperanza de aumentar, todavía más, el número de seres
humanos convertidos en simples consumidores. Seiscientos millones de niños
ahora pobres, comprando en el futuro "playstations", "pokémons" y otros
artilugios, representan un mercado potencial nada despreciable. Sería
de desear que no se dejasen engañar igual que los niños ricos
de ahora.
* General de Artillería en la Reserva. Analista del Centro de Investigación
para la Paz (FUHEM)