VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Internacional

9 de mayo de 2002

Larga vida a nuestros amos!
Reflexiones ante el "Día sin Música" del 13 de mayo
Piratería

César Rendueles

¿De qué se queja la Sociedad General de Autores?

Según la SGAE la situación actual de la industria de la música se parece a una especie de pogromo generalizado en el que luminarias de la lírica patria como Luis Cobos, Ramoncín y Teddy Bautista son sistemáticamente expoliados por unos cuantos bárbaros de tez oscura que, bien armados de mantas y "tostadoras", parecen dispuestos a destruir los cimientos de la civilización occidental.
En realidad, la salida a escena de la SGAE es un movimiento perfectamente calculado en una compleja partida monopolista que ocupa a la industria del disco desde hace años. No es paranoia. Por mucho que algunos músicos se quejen de que ya no tienen ni para pollo frito, lo que realmente está en juego en la guerra del copyright son las nuevas posibilidades de multiplicar las ganancias de la industria del disco gracias a la mercantilización de Internet y la desfiguración del derecho de autor tradicional. No es ya sólo que Sony se esté forrando vendiéndonos tanto los CD's originales como las grabadoras, los CD-R y los reproductores de MP3 sino que, pese a lo que se dice, nunca los derechos de autor habían estado tan protegidos a despecho del interés público. Así, el 20 de mayo -apenas una semana después del "Día sin música" convocado por la Asociación Fonográfica y Videográfica Española- entra en vigor el tratado firmado en 1996 por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), una legislación que da un giro profundamente represivo a la situación precedente. Tampoco es casual que la SGAE haga de vocero de la Mesa Antipiratería -un lobby dirigido por las cinco multinacionales del sector con el aliño nacional de PRISA-, se trata de una inteligente estrategia dirigida a confundir a la opinión pública identificando dos asuntos tan distintos como son la protección de la inversión y la defensa de la propiedad intelectual. En otras palabras, Ramoncín y los suyos pretenden hacernos creer que fotocopiar un libro es lo mismo que plagiarlo. Se trata de una estrategia dirigida a desprestigiar la libre circulación de ideas: de golpe la difusión generalizada de información adquiere el perverso aroma a plagio que últimamente acompaña la producción artística de los intelectuales orgánicos del PP.
¿De verdad existe la propiedad intelectual?
En cierta ocasión, un antiguo alumno de una universidad galesa con un convenio de intercambio con Tailandia me contó cómo los estudiantes extranjeros tenían que pasar a su llegada por un curso de adaptación dedicado prácticamente en exclusiva a explicar los mecanismos bibliográficos de cita y referencia. Al parecer los estudiantes tailandeses se mostraban perplejos ante la curiosa costumbre occidental de atribuir a alguien la propiedad de una idea. Igualmente, hace ya algunos años Sherrie Levine, una artista muy influyente, obtuvo un gran éxito con una exposición que consistía sencillamente en fotos de fotografías clásicas. La crítica consideró unánimemente que su obra tenía una gran... originalidad.
Creo que ambas historias sacan a la luz que, para desgracia de la industria del copyright, ni la "propiedad" intelectual puede ser una mercancía como las demás ni el derecho de autor se parece en nada a una patente. Según la ideología dominante, la concesión del monopolio en la explotación de ciertos desarrollos tecnológicos (o sea, de una patente) se justifica en virtud del supuesto incentivo a la competencia -y así a la innovación- que conlleva. La idea de que algo parecido sucede con la creación artística resulta sencillamente ridícula. Es obvio que la renovación artística no se rige por la idea de la superación del competidor por medio de una innovación tecnológica objetiva. Más bien ocurre al contrario, como ha explicado Hobsbawm con gran precisión, la creación artística está íntimamente ligada a la comprensión, repetición y reelaboración de tradiciones muy diversas. La tentación cripto-romántica de romper con todo, de lograr la creación ex nihilo es un patético lugar común con el que los más estúpidos artistas plásticos se empeñan en mortificarnos periódicamente desde hace más de un siglo. En cambio, los músicos siempre han sido algo más inteligentes. En la música popular contemporánea -que a fin de cuentas no deja de ser música tradicional- el concepto de novedad es sencillamente relativo. Las estructuras del rock, del pop o de la música electrónica son tremendamente rígidas. De hecho, quienes detestan el punk suelen afirmar con pleno convencimiento que todas las canciones son iguales y lo mismo les ocurre a quienes odian el tecno o el jazz. Todo el mundo entiende que sería absurdo que Robert Jhonson hubiera tratado de patentar la escala pentatónica o que Lee Perry reclamara la propiedad intelectual del dub. Así, cuando reconocemos a alguien la autoría de una canción de rock (o de flamenco) a pesar de que ha sido realizada con unas pocas notas que literalmente ya han sido recorridas miles de veces (¿cuántas veces se ha compuesto "Louie-louie"?) lo que queremos decir es que se ha sabido manejar bien con los elementos fijos de una tradición, que ha sabido resolver alguna clase de problema con los escasos elementos de los que disponía. Eso mismo es lo que ocurre en filosofía donde, en rigor, apenas hay descubrimientos. Durante los últimos 2500 años se ha reelaborado cientos de veces la tensión entre realismo y nominalismo, el debate entre idealismo y empirismo o la refutación del escepticismo.
¿Para que sirve el derecho de autor?
Originariamente la restricción sobre la libertad individual que suponía el derecho de autor se aceptó por sus efectos sociales benéficos. Se consideraba necesario premiar a los empresarios con el monopolio de la explotación de una propiedad intelectual a fin de asegurar su distribución generalizada, ya que se requería una gran cantidad de dinero para obtener una primera copia (por eso la izquierda ha insistido tradicionalmente en la creación de medios de comunicación estatales). En palabras de Richard Stallman: "El sistema de copyright creció con la imprenta, una tecnología para la producción masiva de copias. El copyright se ajustaba bien a esta tecnología puesto que era restrictiva sólo para los productores masivos de copias. No privaba de libertad a los lectores de libros. Un lector cualquiera que no poseyera una imprenta sólo podía copiar libros con tinta y pluma, y a pocos lectores se les ponía un pleito por ello".
Ahora la tecnología ha cambiado y los mismos beneficios sociales se pueden obtener sin conceder ningún monopolio del copiado pero, paradójicamente, las leyes sobre copyright no han dejado de endurecerse. En efecto, la industria trata de que el abaratamiento de la reproducción (una ventaja social) se entiendan legalmente como un encarecimiento, como una desventaja. En su opinión las leyes deben atender a sus intereses privados y no al interés general determinado por las posibilidades tecnológicas actuales. De hecho, un medio tan poco sospechosos de estar contaminado por agentes del comunismo como el Wall Street Journal afirmaba en 2000: "Las industrias del copyright son los telares manuales del siglo XXI".
En realidad, se trata de un asunto estrictamente simétrico al del paro. Al tiempo que la revolución tecnológica aumenta sin cesar el ejército de reserva de mano de obra, políticos de todos los signos mienten de mala manera asegurando disponer de soluciones mágicas para el problema del paro. Lo que nadie parece dispuesto a cuestionarse es qué proceso demencial ha llegado a convertir el "paro" en un problema. Durante milenios los hombres se han desesperado por la cantidad de trabajo al que tenían que hacer frente para sobrevivir. Cuando por fin parece que podríamos tomarnos un descanso alguien decide que los beneficios sociales potenciales de la revolución industrial deben estar condicionados al beneficio individual de unos pocos. La diferencia, obviamente, es que mientras para cambiar las tornas en lo que toca al paro hace falta una revolución, para cambiar las cosas en el mundo de la música sólo se necesita un CD-R.
Pero, ¿no había excepciones al derecho de autor?
Según Richard Barbrook, de la Universidad de Westminster, "en las primeras legislaciones del derecho de autor la propiedad de la información era siempre condicional, nadie podía aspirar a tener un derecho absoluto sobre la propiedad intelectual". Por el contrario, se entendía que debía haber un equilibrio entre los intereses sociales y la propiedad intelectual y que el derecho de autor estaba sujeto a excepciones tanto en lo que tocaba a la comunicación privada como cuando estaba en juego una actividad de interés público (educación, investigación, expresión artística, etcétera). Sin embargo, añade Barbrook, "a lo largo de las última décadas, estas restricciones sobre el copyright han ido desapareciendo paulatinamente".
En este sentido, el nuevo tratado de la OMPI ahonda en la mercantilización de la cultura. En opinión de Séverine Dussolier -del Centre de Recherches Informatiques et Droit de Namur- "se está dando una inquietante evolución del derecho de la propiedad intelectual que deja de ser un sistema dirigido a proteger las obras de naturaleza creativa para convertirse en un sistema de protección de la inversión". Dado que la evolución tecnológica podría llegar a generalizar los beneficios sociales que las excepciones protegían... ¡fuera con las excepciones! Lo escandaloso no es tanto que las discográficas defiendan este nuevo lecho de Procusto como que los gobiernos de todo el mundo hayan acordado leyes represivas (muy especialmente en la Unión Europea) mientras nos aburren con sus estúpidas soflamas en favor de las "Nuevas Tecnologías" recién sacadas de algún cómic de Flash Gordon. Cuando menos resulta paradójico que el gobierno del PP convine su peculiar obsesión por dotar a todos los colegios españoles de acceso a Internet (mientras, por cierto, las cifras de analfabetismo funcional alcanzan niveles decimonónicos) con las presiones a la Unión Europea para que se adopte una legislación comunitaria sobre el copyright más restrictiva.
Pero, frente a las tesis de la Mesa Antipiratería, las leyes también pueden reformarse desde un punto de vista más cercano a las necesidades ciudadanas: no hay ninguna razón por la que el intercambio de música en Internet no pueda considerarse como una extensión razonable -dada la nueva situación tecnológica y su finalidad no comercial- del derecho de comunicación privada. Para ello es preciso insistir en que la propiedad intelectual no es una mercancía como cualquier otra. Tal vez sea verdad que la noción de "cultura" es una mortaja conceptual entreverada por mitos freudianamente siniestros pero entre sus rasgos positivos, desde luego, se encuentra la idea de que los hallazgos intelectuales -la información, si así se quiere- pertenecen a la colectividad. De ahí, por cierto, que la educación, la investigación y las artes estén notablemente subvencionados con los impuestos. Pero es que la excepcionalidad de las mercancías intelectuales no es tan excepcional. La gente de izquierdas llevamos más de un siglo insistiendo en que, por ejemplo, ni la fuerza de trabajo, ni la vivienda ni, según Polanyi, el dinero pueden ser mercancías como las demás. No decimos que no deban serlo sino que no pueden serlo, que cuando unos cuantos dementes se empeñan en llevar a cabo su utopía liberal lo único que se consigue es una catástrofe económica... o cultural.
¿Autores o marcas registradas?
En cualquier caso, por mucho que se empeñen algunos en confundir las cosas, hay evidentes diferencias entre la piratería comercial a gran escala y el libre intercambio de información entre usuarios. El primer fenómeno tiene que ver sobre todo con la existencia de precios inflados debido a una práctica monopolista (los vídeos piratas, sin ir más lejos, desaparecieron en cuanto bajó el precio de los vídeos legales). Por eso no deja de tener gracia que Teddy Bautista se niegue a hablar del precio de los CD?s ya que, en su opinión, "el precio lo fija el mercado". En realidad, el mercado discográfico es el ejemplo clásico de oligopolio que aparece en todos los manuales de economía. En otras palabras: el precio lo fija el mercado... siguiendo los designios de cinco multinacionales. Y justamente una de las características del oligopolio es la gran cantidad de recursos publicitarios que las empresas tienen que destinar a crear una marca comercial diferenciada y fomentar la fidelidad del cliente. Así, como saben los fabricantes de ropa, lo que típicamente se falsifica no es la prenda en sí sino una marca reconocible. Las compañías musicales tratan a sus artistas como si fueran el cocodrilo de Lacoste y, en consecuencia, los vendedores de discos piratas se aprovechan ilícitamente de la inversión necesaria para diferenciar a Cristina de Britney, a Mariah de Celine o a Enrique de Ricky y para granjearse el favor comercial de una legión de fans. Resulta difícil imaginar en qué sentido se parece esto a compartir una canción en Internet o a copiarle a un amigo un disco de MC5.
¿Para qué las multinacionales?
Lo que hay que plantearse es si realmente necesitamos a las grandes discográficas. En realidad, hace ya tiempo que muchas bandas respondieron en sentido negativo a esa cuestión y obtuvieron resultados sorprendentes. Sin ir más lejos, Sociedad Alcohólica vendió a principios de los noventa más de 5.000 ejemplares de una maqueta de música extrema que ni siquiera se podía encontrar en las tiendas. La mayoría de los músicos sacan mucho más dinero de los conciertos que de la venta de discos por lo que una mayor difusión de sus canciones sólo les reportaría ventajas. Por otro lado, las pequeñas discográficas que no buscan enriquecerse podrían beneficiarse mucho de un menor control monopolista del mercado. En cualquier caso, si no fuera así, si efectivamente la nueva situación tecnológica supusiera la quiebra para las pequeñas compañías de discos entonces habría que plantearse medidas de ayuda para la reconversión de estas empresas. Evidentemente a nadie se le ocurre que la crisis de la minería del carbón se soluciona imponiendo el uso de trenes de vapor y a todo el mundo le parece razonable que se subvencione la reconversión industrial. Parece lógico que el estado se haga cargo de los costes sociales parciales derivados de una mejora generalizada, sobre todo porque podrían crearse multitud de nuevos trabajos relacionados con la música aunque todas las compañías cerraran. Sin ir más lejos, la creación de una red de fonotecas y estudios de grabación públicos podría absorber a muchos de los actuales empleados por las discográficas. En cualquier caso, es importante entender que la defensa de la libre circulación de la información y la defensa de la situación laboral de los trabajadores del sector son dos cuestiones bien distintas. Por eso resulta tan insultante la insistencia de la industria del disco en afirmar que se limita a defender los derechos de los eslabones más débiles de la cadena: los músicos poco conocidos y los pequeños comerciantes. Resulta curiosa tanta caridad tras décadas de expolio. En ese sentido, reconozco mi perplejidad al comprobar como muchos autores se solidarizan servilmente con sus patronos en vez de unirse para luchar contra la explotación de las discográficas (que les pagan unos porcentajes de ventas ridículos) o exigir, por ejemplo, que los músicos tengan derecho al subsidio de desempleo y a una jubilación digna. En fin, como cantaba Teddy Baustista en sus años mozos: Get on your knees!