Larga vida a nuestros amos!
Reflexiones ante el "Día sin Música" del 13 de mayo
Piratería
César Rendueles
¿De qué se queja la Sociedad General de Autores?
Según la SGAE la situación actual de la industria de la música
se parece a una especie de pogromo generalizado en el que luminarias de la lírica
patria como Luis Cobos, Ramoncín y Teddy Bautista son sistemáticamente
expoliados por unos cuantos bárbaros de tez oscura que, bien armados de
mantas y "tostadoras", parecen dispuestos a destruir los cimientos de la civilización
occidental.
En realidad, la salida a escena de la SGAE es un movimiento perfectamente calculado
en una compleja partida monopolista que ocupa a la industria del disco desde hace
años. No es paranoia. Por mucho que algunos músicos se quejen de
que ya no tienen ni para pollo frito, lo que realmente está en juego en
la guerra del copyright son las nuevas posibilidades de multiplicar las ganancias
de la industria del disco gracias a la mercantilización de Internet y la
desfiguración del derecho de autor tradicional. No es ya sólo que
Sony se esté forrando vendiéndonos tanto los CD's originales como
las grabadoras, los CD-R y los reproductores de MP3 sino que, pese a lo que se
dice, nunca los derechos de autor habían estado tan protegidos a despecho
del interés público. Así, el 20 de mayo -apenas una semana
después del "Día sin música" convocado por la Asociación
Fonográfica y Videográfica Española- entra en vigor el tratado
firmado en 1996 por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual
(OMPI), una legislación que da un giro profundamente represivo a la situación
precedente. Tampoco es casual que la SGAE haga de vocero de la Mesa Antipiratería
-un lobby dirigido por las cinco multinacionales del sector con el aliño
nacional de PRISA-, se trata de una inteligente estrategia dirigida a confundir
a la opinión pública identificando dos asuntos tan distintos como
son la protección de la inversión y la defensa de la propiedad intelectual.
En otras palabras, Ramoncín y los suyos pretenden hacernos creer que fotocopiar
un libro es lo mismo que plagiarlo. Se trata de una estrategia dirigida a desprestigiar
la libre circulación de ideas: de golpe la difusión generalizada
de información adquiere el perverso aroma a plagio que últimamente
acompaña la producción artística de los intelectuales orgánicos
del PP. ¿De verdad existe la propiedad intelectual?
En cierta ocasión, un antiguo alumno de una universidad galesa con un convenio
de intercambio con Tailandia me contó cómo los estudiantes extranjeros
tenían que pasar a su llegada por un curso de adaptación dedicado
prácticamente en exclusiva a explicar los mecanismos bibliográficos
de cita y referencia. Al parecer los estudiantes tailandeses se mostraban perplejos
ante la curiosa costumbre occidental de atribuir a alguien la propiedad de
una idea. Igualmente, hace ya algunos años Sherrie Levine, una artista
muy influyente, obtuvo un gran éxito con una exposición que consistía
sencillamente en fotos de fotografías clásicas. La crítica
consideró unánimemente que su obra tenía una gran... originalidad.
Creo que ambas historias sacan a la luz que, para desgracia de la industria del
copyright, ni la "propiedad" intelectual puede ser una mercancía como las
demás ni el derecho de autor se parece en nada a una patente. Según
la ideología dominante, la concesión del monopolio en la explotación
de ciertos desarrollos tecnológicos (o sea, de una patente) se justifica
en virtud del supuesto incentivo a la competencia -y así a la innovación-
que conlleva. La idea de que algo parecido sucede con la creación artística
resulta sencillamente ridícula. Es obvio que la renovación artística
no se rige por la idea de la superación del competidor por medio de una
innovación tecnológica objetiva. Más bien ocurre al contrario,
como ha explicado Hobsbawm con gran precisión, la creación artística
está íntimamente ligada a la comprensión, repetición
y reelaboración de tradiciones muy diversas. La tentación cripto-romántica
de romper con todo, de lograr la creación ex nihilo es un patético
lugar común con el que los más estúpidos artistas plásticos
se empeñan en mortificarnos periódicamente desde hace más
de un siglo. En cambio, los músicos siempre han sido algo más inteligentes.
En la música popular contemporánea -que a fin de cuentas no deja
de ser música tradicional- el concepto de novedad es sencillamente relativo.
Las estructuras del rock, del pop o de la música electrónica son
tremendamente rígidas. De hecho, quienes detestan el punk suelen afirmar
con pleno convencimiento que todas las canciones son iguales y lo mismo les ocurre
a quienes odian el tecno o el jazz. Todo el mundo entiende que sería absurdo
que Robert Jhonson hubiera tratado de patentar la escala pentatónica o
que Lee Perry reclamara la propiedad intelectual del dub. Así, cuando
reconocemos a alguien la autoría de una canción de rock (o de flamenco)
a pesar de que ha sido realizada con unas pocas notas que literalmente ya han
sido recorridas miles de veces (¿cuántas veces se ha compuesto "Louie-louie"?)
lo que queremos decir es que se ha sabido manejar bien con los elementos fijos
de una tradición, que ha sabido resolver alguna clase de problema con los
escasos elementos de los que disponía. Eso mismo es lo que ocurre en filosofía
donde, en rigor, apenas hay descubrimientos. Durante los últimos 2500 años
se ha reelaborado cientos de veces la tensión entre realismo y nominalismo,
el debate entre idealismo y empirismo o la refutación del escepticismo.
¿Para que sirve el derecho de autor?
Originariamente la restricción sobre la libertad individual que suponía
el derecho de autor se aceptó por sus efectos sociales benéficos.
Se consideraba necesario premiar a los empresarios con el monopolio de
la explotación de una propiedad intelectual a fin de asegurar su distribución
generalizada, ya que se requería una gran cantidad de dinero para obtener
una primera copia (por eso la izquierda ha insistido tradicionalmente en la creación
de medios de comunicación estatales). En palabras de Richard Stallman:
"El sistema de copyright creció con la imprenta, una tecnología
para la producción masiva de copias. El copyright se ajustaba bien a esta
tecnología puesto que era restrictiva sólo para los productores
masivos de copias. No privaba de libertad a los lectores de libros. Un lector
cualquiera que no poseyera una imprenta sólo podía copiar libros
con tinta y pluma, y a pocos lectores se les ponía un pleito por ello".
Ahora la tecnología ha cambiado y los mismos beneficios sociales se pueden
obtener sin conceder ningún monopolio del copiado pero, paradójicamente,
las leyes sobre copyright no han dejado de endurecerse. En efecto, la industria
trata de que el abaratamiento de la reproducción (una ventaja social) se
entiendan legalmente como un encarecimiento, como una desventaja. En su opinión
las leyes deben atender a sus intereses privados y no al interés general
determinado por las posibilidades tecnológicas actuales. De hecho, un medio
tan poco sospechosos de estar contaminado por agentes del comunismo como el Wall
Street Journal afirmaba en 2000: "Las industrias del copyright son los telares
manuales del siglo XXI".
En realidad, se trata de un asunto estrictamente simétrico al del paro.
Al tiempo que la revolución tecnológica aumenta sin cesar el ejército
de reserva de mano de obra, políticos de todos los signos mienten de mala
manera asegurando disponer de soluciones mágicas para el problema del paro.
Lo que nadie parece dispuesto a cuestionarse es qué proceso demencial ha
llegado a convertir el "paro" en un problema. Durante milenios los hombres se
han desesperado por la cantidad de trabajo al que tenían que hacer frente
para sobrevivir. Cuando por fin parece que podríamos tomarnos un descanso
alguien decide que los beneficios sociales potenciales de la revolución
industrial deben estar condicionados al beneficio individual de unos pocos. La
diferencia, obviamente, es que mientras para cambiar las tornas en lo que toca
al paro hace falta una revolución, para cambiar las cosas en el mundo de
la música sólo se necesita un CD-R. Pero, ¿no había excepciones al derecho de autor?
Según Richard Barbrook, de la Universidad de Westminster, "en las primeras
legislaciones del derecho de autor la propiedad de la información era siempre
condicional, nadie podía aspirar a tener un derecho absoluto sobre la propiedad
intelectual". Por el contrario, se entendía que debía haber un equilibrio
entre los intereses sociales y la propiedad intelectual y que el derecho de autor
estaba sujeto a excepciones tanto en lo que tocaba a la comunicación privada
como cuando estaba en juego una actividad de interés público (educación,
investigación, expresión artística, etcétera). Sin
embargo, añade Barbrook, "a lo largo de las última décadas,
estas restricciones sobre el copyright han ido desapareciendo paulatinamente".
En este sentido, el nuevo tratado de la OMPI ahonda en la mercantilización
de la cultura. En opinión de Séverine Dussolier -del Centre de
Recherches Informatiques et Droit de Namur- "se está dando una
inquietante evolución del derecho de la propiedad intelectual que deja
de ser un sistema dirigido a proteger las obras de naturaleza creativa para convertirse
en un sistema de protección de la inversión". Dado que la evolución
tecnológica podría llegar a generalizar los beneficios sociales
que las excepciones protegían... ¡fuera con las excepciones! Lo escandaloso
no es tanto que las discográficas defiendan este nuevo lecho de Procusto
como que los gobiernos de todo el mundo hayan acordado leyes represivas (muy especialmente
en la Unión Europea) mientras nos aburren con sus estúpidas soflamas
en favor de las "Nuevas Tecnologías" recién sacadas de algún
cómic de Flash Gordon. Cuando menos resulta paradójico que el gobierno
del PP convine su peculiar obsesión por dotar a todos los colegios españoles
de acceso a Internet (mientras, por cierto, las cifras de analfabetismo funcional
alcanzan niveles decimonónicos) con las presiones a la Unión Europea
para que se adopte una legislación comunitaria sobre el copyright más
restrictiva.
Pero, frente a las tesis de la Mesa Antipiratería, las leyes también
pueden reformarse desde un punto de vista más cercano a las necesidades
ciudadanas: no hay ninguna razón por la que el intercambio de música
en Internet no pueda considerarse como una extensión razonable -dada la
nueva situación tecnológica y su finalidad no comercial- del derecho
de comunicación privada. Para ello es preciso insistir en que la propiedad
intelectual no es una mercancía como cualquier otra. Tal vez sea verdad
que la noción de "cultura" es una mortaja conceptual entreverada por mitos
freudianamente siniestros pero entre sus rasgos positivos, desde luego, se encuentra
la idea de que los hallazgos intelectuales -la información, si así
se quiere- pertenecen a la colectividad. De ahí, por cierto, que la educación,
la investigación y las artes estén notablemente subvencionados con
los impuestos. Pero es que la excepcionalidad de las mercancías intelectuales
no es tan excepcional. La gente de izquierdas llevamos más de un siglo
insistiendo en que, por ejemplo, ni la fuerza de trabajo, ni la vivienda ni, según
Polanyi, el dinero pueden ser mercancías como las demás.
No decimos que no deban serlo sino que no pueden serlo, que cuando
unos cuantos dementes se empeñan en llevar a cabo su utopía liberal
lo único que se consigue es una catástrofe económica... o
cultural. ¿Autores o marcas registradas?
En cualquier caso, por mucho que se empeñen algunos en confundir las cosas,
hay evidentes diferencias entre la piratería comercial a gran escala y
el libre intercambio de información entre usuarios. El primer fenómeno
tiene que ver sobre todo con la existencia de precios inflados debido a una práctica
monopolista (los vídeos piratas, sin ir más lejos, desaparecieron
en cuanto bajó el precio de los vídeos legales). Por eso no deja
de tener gracia que Teddy Bautista se niegue a hablar del precio de los CD?s ya
que, en su opinión, "el precio lo fija el mercado". En realidad, el mercado
discográfico es el ejemplo clásico de oligopolio que aparece en
todos los manuales de economía. En otras palabras: el precio lo fija el
mercado... siguiendo los designios de cinco multinacionales. Y justamente una
de las características del oligopolio es la gran cantidad de recursos publicitarios
que las empresas tienen que destinar a crear una marca comercial diferenciada
y fomentar la fidelidad del cliente. Así, como saben los fabricantes de
ropa, lo que típicamente se falsifica no es la prenda en sí sino
una marca reconocible. Las compañías musicales tratan a sus artistas
como si fueran el cocodrilo de Lacoste y, en consecuencia, los vendedores de discos
piratas se aprovechan ilícitamente de la inversión necesaria para
diferenciar a Cristina de Britney, a Mariah de Celine o a Enrique de Ricky y para
granjearse el favor comercial de una legión de fans. Resulta difícil
imaginar en qué sentido se parece esto a compartir una canción en
Internet o a copiarle a un amigo un disco de MC5. ¿Para qué las multinacionales?
Lo que hay que plantearse es si realmente necesitamos a las grandes discográficas.
En realidad, hace ya tiempo que muchas bandas respondieron en sentido negativo
a esa cuestión y obtuvieron resultados sorprendentes. Sin ir más
lejos, Sociedad Alcohólica vendió a principios de los noventa más
de 5.000 ejemplares de una maqueta de música extrema que ni siquiera se
podía encontrar en las tiendas. La mayoría de los músicos
sacan mucho más dinero de los conciertos que de la venta de discos por
lo que una mayor difusión de sus canciones sólo les reportaría
ventajas. Por otro lado, las pequeñas discográficas que no buscan
enriquecerse podrían beneficiarse mucho de un menor control monopolista
del mercado. En cualquier caso, si no fuera así, si efectivamente la nueva
situación tecnológica supusiera la quiebra para las pequeñas
compañías de discos entonces habría que plantearse medidas
de ayuda para la reconversión de estas empresas. Evidentemente a nadie
se le ocurre que la crisis de la minería del carbón se soluciona
imponiendo el uso de trenes de vapor y a todo el mundo le parece razonable que
se subvencione la reconversión industrial. Parece lógico que el
estado se haga cargo de los costes sociales parciales derivados de una mejora
generalizada, sobre todo porque podrían crearse multitud de nuevos trabajos
relacionados con la música aunque todas las compañías cerraran.
Sin ir más lejos, la creación de una red de fonotecas y estudios
de grabación públicos podría absorber a muchos de los actuales
empleados por las discográficas. En cualquier caso, es importante entender
que la defensa de la libre circulación de la información y la defensa
de la situación laboral de los trabajadores del sector son dos cuestiones
bien distintas. Por eso resulta tan insultante la insistencia de la industria
del disco en afirmar que se limita a defender los derechos de los eslabones más
débiles de la cadena: los músicos poco conocidos y los pequeños
comerciantes. Resulta curiosa tanta caridad tras décadas de expolio. En
ese sentido, reconozco mi perplejidad al comprobar como muchos autores se solidarizan
servilmente con sus patronos en vez de unirse para luchar contra la explotación
de las discográficas (que les pagan unos porcentajes de ventas ridículos)
o exigir, por ejemplo, que los músicos tengan derecho al subsidio de desempleo
y a una jubilación digna. En fin, como cantaba Teddy Baustista en sus años
mozos: Get on your knees!