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Algunas insuficiencias generales: Las concepciones
de la "izquierda" y la idea clásica de "progreso" - I
J. M. Naredo
El papel condicionante básico que el materialismo histórico atribuye a «lo económico» sobre la marcha de las sociedades en la historia explica en buena medida el habitual recurso de la «izquierda» de basar sus predicciones políticas, en argumentos económicos. El ropaje «científico» tomado del arsenal «marxista» con el que se suelen presentar tales predicciones permite ofrecerlas como basadas en elementos objetivos que aseguran su cumplimiento inevitable.
Por otra parte, tanto Marx como el marxismo contribuyeron a divulgar la idea de que el capitalismo estaba llamado a desgarrar sin piedad «las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus "superiores naturales", para no dejar subsistir otro vinculo entre los hombres que el frío interés, el cruel "pago al contado"»; que el capitalismo contribuiría a romper «el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares para reducirlas a simples relaciones de dinero»..., y, en una palabra, a establecer, «en lugar de una explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, una explotación abierta, descarada, directa y brutal».1 Es decir que, bajo el capitalismo, la opresión y el respeto a la autoridad se verían despojados de los condicionantes extraeconómicos que habían permitido su mantenimiento estable en sociedades anteriores para aparecer como impuestos por las leyes económicas de funcionamiento de un sistema injusto. De ahí que la cuantificación de la explotación económica a través de la teoría de la plusvalía y la llamada al comportamiento racional de los oprimidos en relación con estos presupuestos constituyera el principal mensaje de los revolucionarios. De ahí que «lo económico» pasara a ocupar también un lugar central como elemento de crítica y agitación social. Pues una vez atacado y vencido este problema se generalizaba la creencia de que los demás elementos de opresión que presidían las relaciones entre los individuos se derrumbarían.
El forcejeo en el reparto de la plusvalía mediante la lucha de clases permitía articular -siempre dentro del campo de «lo económico»- la contradicción entre capitalistas y trabajadores, originaria del sistema capitalista, con la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, que se esperaba irrumpiría con fuerza cuando el sistema alcanzara cierto grado de desarrollo garantizando así la crisis revolucionaria del mismo.
La formulación por parte de la «izquierda» de críticas al sistema y de predicciones sobre su evolución dentro de este marco conceptual ha tenido consecuencias negativas para el movimiento revolucionario. Al transcurrir dentro del campo de la «producción» y del «valor», tal y como habían sido definidos por los ideólogos de la burguesía, las interpretaciones, las alternativas y las críticas formuladas al sistema perdían gran parte de su mordiente revolucionaria. Como se ha señalado en otra ocasión,2 al considerar el desarrollo de las «fuerzas productivas» como el gran motor de la historia, al presentar a la nueva sociedad socialista como un relevo más eficaz que el capitalismo en la carrera de la «producción» que éste había emprendido, al meter en un mismo saco la amplia gama de innovaciones tecnológicas introducidas por el capitalismo englobándolas bajo el concepto de «fuerzas productivas», al atribuir un carácter progresivo a cualquier desarrollo de las mismas, y, en una palabra, al aceptar la mística del trabajo y de la producción que había implantado la ideología burguesa, la «izquierda» ha rendido un flaco servicio a la causa revolucionaria. Pues a pesar de su aparente radicalismo, tales críticas e interpretaciones transcurrían dentro del campo marcado por la ideología burguesa que seguía ejerciendo un papel dominante. La visión antropocéntrica del mundo que el cristianismo se había encargado de extender; la escisión y el enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza; la subordinación de todo al desarrollo de las «fuerzas productivas» como medio de asegurar el triunfo del hombre en su lucha con la naturaleza; la exigencia de ampliar incesantemente la esfera de la «producción» esperando ilusoriamente que de esta manera se podría superar el reino de la «necesidad»; estas y otras muchas formulaciones de la ideología burguesa permanecían firmemente ancladas en las concepciones que ahora pretendían servir de base para oponerse al capitalismo y para hacer avanzar a la humanidad por el camino de su liberación.
Pero tales concepciones que se presentaban originalmente como liberadoras contenían en realidad elementos opresivos y alienantes favorables al mantenimiento del capitalismo. Al considerar a la naturaleza como una fuerza a someter, como un instrumento de producción, el hombre quedaba reducido también a la simple categoría de «fuerza de trabajo». Al tomar, sin más, como progresivo el desarrollo de las «fuerzas productivas» se contribuía a defender el mito del crecimiento que constituye hoy un importante factor de alienación al servicio del capitalismo. Igualmente, la lucha por el reparto de la plusvalía -que en un principio tomaba un carácter revolucionario- se transforma cada vez más en una reivindicación expresada en términos de «nivel de vida» y de deseo de disfrutar de los productos ofrecidos por el mercado cortados por el patrón de los esquemas de consumo de la clase dominante: de tanto discutir el reparto del «pastel» se acaba aceptando el contenido del mismo.
Bien es verdad que si realmente se planeara la distribución en un marco de solidaridad internacional y se asumiera el igualitarismo de los más pobres, eso llevaría a una alteración radical de la composición de la «inversión» y de la «producción». Pero la lucha económica casi nunca se plantea con ese radicalismo. Los líderes sindicales y políticos de la «izquierda», aun en los casos en los que no sean claramente colaboracionistas con la burguesía (lo que ocurre cuando, por ejemplo, su objetivo es restablecer la «confianza» del empresariado, es decir, darle buenas expectativas de beneficio), suelen verse atrapados en la lógica del sistema. No pueden salirse del marco estatal en el que se desenvuelven sus actividades. No pueden exigir aumentos de salarios que pongan, por ejemplo, en peligro la competitividad de las exportaciones y, con ello, la estabilidad del tipo de cambio de la moneda. Y si logran aumentar los salarios reales por encima de ciertos límites, entran en funcionamiento mecanismos que permiten, ya sea mediante la inflación o mediante el viejo recurso al aumento del paro, una nueva recuperación de las tasas de beneficio. Así, normalmente, la gestión de los líderes sindicales y políticos socialdemócratas o, incluso, eurocomunistas, centrada en «lo económico» no pone en cuestión al propio sistema.
Aparte de todas las limitaciones que pueda comportar el mensaje económico que tradicionalmente ofrece la «izquierda» con el fin de desarrollar una conciencia revolucionaria entre los explotados, hay que señalar también que -en contra de lo previsto por Marx y Engels- los hechos no evidencian que bajo el capitalismo se hayan eliminado los factores extraeconómicos que favorecían el respeto a la autoridad y la resignación de los oprimidos. Tal previsión posiblemente se viera influida por la óptica difundida por la ideología burguesa de que el capitalismo podía brindar el marco adecuado para que los individuos se comportaran racionalmente de acuerdo con sus intereses económicos y políticos.3 Sin embargo, el comportamiento político irracional de los oprimidos -cuyo ejemplo más típico quizá haya sido el apoyo popular a los regímenes fascistas-4 constituye un hecho habitual bajo el capitalismo. Pues -aparte del miedo a la represión- existe toda una serie de factores condicionantes que pesan sobre aquéllos haciéndolos poco receptivos a los mensajes de la «izquierda».5 Lo cual viene a limitar también el sentido de utilizar el campo de «lo económico» como principal caballo de batalla para crear una conciencia revolucionaria, relegando a un segundo plano todos los otros aspectos de la vida social.
El tema de las insuficiencias de los esquemas teóricos y de las concepciones comúnmente utilizadas por la «izquierda», la discusión de en qué medida éstos han transcurrido bajo la hegemonía ideológica de la llamada «civilización occidental» y en qué medida han quedado asimilados por el sistema y contribuyen a su mantenimiento y vitalidad, perpetuando la opresión y la miseria, son aspectos lo bastante importantes como para que merezca la pena tratarlos a fondo.
Por el momento nos limitaremos a apuntar que el concepto mismo de «izquierda» resulta cada vez más insuficiente y engañoso para designar a las fuerzas que actúan en favor de la liberación de la especie humana, dada la ósmosis que se ha producido entre ciertos principios que originalmente se consideraban privativos de ella y aquellos otros que inicialmente eran un atributo exclusivo de la «derecha». Ha sido tradicional que la «izquierda» buscara dar racionalidad a sus proyectos considerando que, por encima de las cuestiones morales, el viento de la «historia» y del «progreso» soplaba a su favor. Por ello, frente a una «derecha» tradicionalmente «oscurantista» y «retardataria», la «izquierda» hacia suya la bandera del desarrollo de la «ciencia», la «técnica» y la «producción»6 que aparecían como los motores de un desarrollo histórico lineal orientado siempre hacia el «progreso». Por otra parte, la «izquierda» se oponía tradicionalmente a la «autoridad» y al «Estado» frente a una «derecha» defensora de la «tradición» y del «orden» establecido. Asimismo, la «izquierda» consideraba la sociedad como un medio para conseguir la felicidad y el enriquecimiento de la personalidad de los individuos, frente a la «derecha» que tenía una concepción «orgánica» de la sociedad, considerada como un fin al que los individuos debían plegarse.
Sin embargo, con el advenimiento del estalinismo y del fascismo quedaron definitivamente trastocados estos atributos que hasta entonces parecían separar con una claridad meridiana la «izquierda» de la «derecha». El carácter claramente autoritario del estalinismo, su contribución al reforzamiento del Estado y a la implantación de una sociedad «orgánica» y jerarquizada en la que el individuo no era más que un medio que debía subordinarse a los objetivos dictados por las autoridades, correspondían a posiciones que tradicionalmente habían sido defendidas por la «derecha». A su vez el fascismo empuñaba con fuerza la bandera del desarrollo de la «ciencia», la «técnica» y las «fuerzas productivas» con la que originalmente la «izquierda» pretendía imprimir racionalidad a las transformaciones por ella propugnadas y medir el carácter «progresivo» de las mismas. En este empeño cientificista y productivista, el fascismo no dudaba en romper con las tradiciones cuando ello era necesario, volviendo la espalda al carácter «tradicionalista» que había venido caracterizando a la «derecha». En realidad, cada vez existen más elementos de juicio para constatar que el principio de «progreso» ofrecido por los ideólogos de la burguesía del siglo XVIII y aceptado hasta hace poco por la mayoría de los pensadores de la «izquierda» sirve eficazmente a la perpetuación del sistema capitalista en vez de atentar contra el mismo. Pues el actual desarrollo de la «ciencia», la «técnica» y la «producción» -que permite medir el «progreso» de acuerdo con esta concepción- en muchos casos, además de no tener un efecto liberador, es fuente de opresión y de destrucción. En tales condiciones, aceptar y difundir esta concepción clásica del «progreso» sería una función que correspondería objetivamente a la «derecha» pues atenta contra el objetivo declarado de la vieja «izquierda» de conseguir la liberación de la humanidad.
Se impone, pues, con más fuerza que nunca distinguir dentro de la amplia gama de fuerzas que se incluyen hoy en el concepto de «izquierda», entre aquellas que al continuar aceptando el principio de «progreso» que nació con la ideología burguesa del siglo XVIII contribuyen a perpetuar el sistema y aquellas otras que han roto con él alcanzando una mayor radicalidad en su crítica. Si aceptáramos la terminología sugerida por Dwight MacDonald7 y denomináramos «progresistas» a los primeros y «radicales» a los segundos no cabe duda de que el grueso de la «izquierda» antifranquista podría ser calificado de «progresista» pero no de «radical» pues la concepción clásica del «progreso» ha sido la brújula que ha orientado sus formulaciones que han quedado normalmente atrapadas bajo el peso de la ideología dominante.
NOTAS:
1. C. Marx, F. Engels: El manifiesto del Partido Comunista, obras escogidas en dos tomos, Moscú, 1966, 1, p. 22.
2. Aulo Gasamayor. La mitificación del trabajo y del desarrollo de las fuerzas productivas en la ideología del Movimiento obrero, Cuadernos de Ruedo ibérico, n.~ 43-45, pp. 17-25.
3. De ahí que el mercado y el sufragio universal constituyeran las panaceas que -según los ideólogos de la burguesía- permitirían adaptar lo mejor posible las realizaciones económicas y políticas del sistema a las voluntades individuales de los ciudadanos.
4. W. Reich: The Mass Psychology of Fascism, Organe Institute Press, Nueva York, 1946.
5. M. Brinton: Lo irracional en política, Cuadernos de Ruedo ibérico, n.~ 46-48.
6. Esta veneración hacia la ciencia, la técnica y la producción como elementos liberadores cuyo desarrollo apunta siempre hacia el progreso, no es ni mucho menos una característica exclusiva del marxismo, sino que aparece también formulada por Owen, Fourier, Saint-Simon, Proudhon, Kropotkin y otros muchos pensadores de la izquierda, que pueden considerarse herederos y divulgadores de la concepción elaborada, en este aspecto, por los enciclopedistas franceses del siglo XVIII.
7. Dwight MacDonald: The Root is Man, articulo aparecido en 1946 en la revista americana Politics y reproducido por la revista Spartacus con el título Le marxlsme est-il en question? (serie B, n. 46, marzo de 1972).