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13 de febrero del 2002
Después de Porto Alegre
Sami Nair
El País
El segundo Foro Social de Porto Alegre marca un antes y un después
en la movilización contra la globalización financiera liberal.
Es cierto que todavía no se ha realizado una crítica de los estragos
sociales, culturales y políticos de esta globalización. No puede
ser únicamente teórica. En primer lugar debe imponerse como una
iniciativa de civilización. Porto Alegre, ciudad gobernada por el Partido
de los Trabajadores Brasileños, proporciona hoy el ejemplo de lo que
puede ser una vía distinta hacia el progreso y la solidaridad.
Hace unos años, los magnates de las finanzas internacionales y los dirigentes
políticos acudían a Davos. Hoy, Davos parece palidecer y resulta
arcaico al lado del Foro Social de Porto Alegre: la juventud está allí,
los movimientos asociativos también, al igual que los líderes
de partidos y sindicatos que han comprendido que había que escuchar antes
de pretender dirigir. Está claro que el movimiento social que se desarrolla
desde hace unos años en la calle, a través de la movilización
ciudadana, es un primer paso hacia la elaboración de esta crítica.
Pero este movimiento debe definir con claridad sus objetivos.
En efecto, la reunión de Porto Alegre, que sigue a la del pasado año,
ha dado prueba de una reflexión más madura. Para profundizar en
esta toma de conciencia es ahora indispensable crear un espacio público
mundial de debate. El movimiento social contra la globalización liberal
debe rechazar el nihilismo y apostar por el advenimiento de un mundo nuevo,
más justo y más humano. Para ello, debe dar muestras de realismo
y audacia.
Realismo: no se volverá atrás en lo que concierne al desarrollo
del comercio mundial. Esto significa que la globalización no debe ser
'satanizada'. Hoy sirve al poderío brutal y a la riqueza arrogante, pero
también puede convertirse en un instrumento al servicio del bien público,
del interés general. Por lo tanto, es necesario ser precisos en el diagnóstico
y en las medidas a tomar.
Audacia: se deben fijar unas reglas, reformar las instituciones internacionales
y crear unos mecanismos democráticos planetarios para terminar con la
dictadura de los mercados financieros.
El poder del capitalismo especulativo planetario está condicionado por
su capacidad para instrumentalizar los grandes organismos comerciales y financieros
internacionales. La complicidad entre el conservadurismo liberal de la derecha
y el social-liberalismo de determinada izquierda ha permitido una recomposición
sin precedentes del dominio del capitalismo financiero. La Organización
Mundial del Comercio (OMC) dirige hoy, sin control político, la vida
cotidiana de miles de millones de individuos. Es espantoso permitir que este
organismo decida la suerte de los pueblos basándose únicamente
en el criterio del beneficio y siempre a favor de los más fuertes. La
OMC debe respetar las reglas de otras instituciones internacionales (Organización
Internacional del Trabajo -OIT -, Organización Mundial de la Salud -OMS-,
etcétera) y los acuerdos comerciales deben ser sometidos sistemáticamente
a la ratificación de los parlamentos nacionales.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha cambiado su función. Creado
para contribuir al desarrollo y equilibrar el sistema financiero internacional,
a partir de mediados de los años setenta pasó a ser un instrumento
de dominación planetaria en las manos de los Estados desarrollados y
de las multinacionales. A través de la imposición de planes de
ajuste estructural, es el principal responsable del fracaso del desarrollo en
los países pobres. Su funcionamiento es antidemocrático ya que
la inmensa mayoría de los países está sometida a unos mecanismos
de bloqueo que están en manos de los países más ricos.
El FMI no es reformable: hay que suprimirlo. Y sustituirlo por un Consejo de
los Gobiernos en el que estén representados, no los ocho países
más ricos (G-8) como ocurre hoy, sino los 16 mayores (integrando en él
a India, Brasil, Indonesia, etcétera) e instaurando un sistema de representación
rotatoria para todos los Gobiernos del planeta.
El Banco Mundial también debe revisar sus orientaciones. La mayoría
de las inversiones que pone en marcha crea unos efectos restrictivos que impiden
el desarrollo y provocan daños irreparables en el medio ambiente. Su
política debe ser sometida al control democrático de los parlamentos
nacionales y ser objeto de negociaciones transparentes.
Más fundamental aún, la gran cuestión en la actualidad
es la regulación del mercado a escala planetaria. Cinco grandes orientaciones
deben figurar en el centro de toda estrategia frente a la globalización
liberal.
En primer lugar, hay que definir unos sectores inalienables de interés
humano que no deben caer de ninguna manera bajo la comercialización generalizada.
Estos sectores -la sanidad, la educación, el agua, la cultura, los recursos
no renovables- deben permanecer dentro del espacio público no mercantil,
porque constituyen el núcleo del interés general y de la igualdad
de oportunidades. Son la garantía de los derechos fundamentales del ciudadano.
Sin embargo, hoy están amenazados por el Acuerdo General sobre el Comercio
de los Servicios, cuyo principio de extensión fue avalado por la Unión
Europea en Doha, a propuesta de Estados Unidos. Sería deseable que no
sólo los Estados sino también el Parlamento Europeo pudiera tener
el derecho a decidir en un tema tan importante.
En segundo lugar, hay que reglamentar los mercados financieros, en especial
estableciendo unos sistemas de seguimiento de todas las operaciones financieras,
para detectar quién hace qué, cómo y por qué. En
una palabra, vigilar las estrategias de inversión a escala mundial.
En tercer lugar, hay que controlar los movimientos de capitales, especialmente
creando un impuesto mundial sobre las excesivas fluctuaciones de capitales,
al igual que deben combatirse los paraísos fiscales y rechazarse el principio
del secreto bancario.
En cuarto lugar, también se debe establecer un impuesto sobre las transacciones
financieras, inspirándose en el impuesto Tobin, y hacerlo ahora, no en
un futuro siempre postergado.
En quinto lugar, la solidaridad con los países del Sur debe hacerse realidad.
Para ello, hay que poner fin a los planes de ajuste estructural que deslegitiman
a los Estados, devalúan la soberanía nacional y someten a las
sociedades, no a las élites, a las obligaciones inflexibles del FMI.
La OMC desea abrir los mercados de los países pobres alegando que éstos
deben aceptar la libertad de competencia a escala planetaria. Pero, como justamente
señaló un día Nelson Mandela al ex presidente Clinton,
¿cómo puede un campesino africano competir con el campesino estadounidense?
Asimismo, nunca se subrayará suficientemente hasta qué punto la
deuda es hoy un instrumento de guerra contra los países pobres. Los capitales
circulan del Sur hacia el Norte y no en sentido contrario. La deuda exterior
de los países pobres es del orden de 2,5 billones de dólares.
La devuelven con un cuchillo en la garganta. La de EE UU es de 6 billones de
dólares. ¡Y nadie obliga a EE UU a devolverla! Fíjense en Argentina:
un país devastado por la voracidad combinada de sus propias capas dirigentes
y de la política de los expertos del FMI. El resultado: 145.000 millones
de dólares de deuda. Cuando Argentina fue declarada en quiebra, las élites
de este país fueron las primeras en colocar los capitales en lugar seguro,
es decir, en EE UU, Suiza o Luxemburgo. Peor aún esta deuda se había
convertido en un objeto de especulación. ¿Acaso la gente sabe que los
10 principales bancos de Argentina (de los cuales ocho son extranjeros) dedican
el 46% de sus inversiones a la mediación financiera y a la compra de
títulos de deuda pública emitidos, a fin de cuentas, para pagar
la deuda exterior? Estas inversiones resultan sumamente interesantes, ya que
los beneficios correspondientes están exentos de impuestos. Y la carga
de la deuda representa hoy cerca de 15.000 millones de dólares, es decir,
la mitad de las exportaciones y casi la cuarta parte de los ingresos fiscales.
¡En esto consiste el orden mundial! La única solución humana es
anular la deuda de los países pobres y reconvertirla en inversiones productivas.
Por último, la ayuda al desarrollo ha sido reducida de forma drástica
en los últimos años. El excepcional acopio de riqueza en los países
desarrollados hace posible una verdadera política de codesarrollo con
los países pobres. Se podría contemplar la financiación
de grandes obras de infraestructura en los transportes, el agua y para la conservación
del medio ambiente; se podría ayudar a la modernización de las
pequeñas y medianas empresas creadoras de empleo; se podría idear
una política mundial de lucha contra la pobreza y el analfabetismo; se
podrían crear fondos de ayuda a la emancipación de las mujeres
que, junto con los niños, son víctimas tanto de la pobreza como
del retorno de los integrismos. ¡Hay tantas cosas por hacer! Pero el pensamiento
crítico, la esperanza, la simple idea de que otro mundo es posible, han
sido tan duramente atacados en los últimos años en que cualquier
propuesta se ve tildada de 'irrealizable' por el conformismo del pensamiento
único. ¿Es el movimiento que se ha reunido en Porto Alegre la golondrina
que anuncia el verano? Nadie puede decirlo. Pero, a todas luces, es portador
de una esperanza que renace para una humanidad civilizada.
Sami Nair es eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III
de Madrid