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11 de febrero del 2002
Resistencia global y violencias
Carlos Taibo
El Correo
En los dos últimos años han menudeado las diatribas contra los
movimientos decididos a plantar cara a la globalización neoliberal. Por
lo que parece, son mayoría los líderes de opinión enfrentados
a unas redes que, a sus ojos, no exhibirían otra cosa que infantil simpleza,
ignorancia palmaria y violentas inclinaciones. Pocos son, en cambio, los que
barruntan lo que algunos entendemos que está por detrás de esos
movimientos: una conciencia incipiente de que el planeta se mueve por uno de
los peores caminos imaginables, en el que se dan cita la pobreza de muchas gentes
--en su mayoría, por cierto, mujeres--, la ignominia de un sinfín
de guerras cuidadosamente programadas, la prepotencia de los poderosos de casi
siempre y una prolongada apuesta por el deterioro del medio ambiente llamada
a recortar los derechos de las generaciones venideras. En casi todas sus formulaciones,
el designio de oponerse a todo ello poco tiene que ver --parece-- con el propósito,
que algún sagaz escritor ha dado en identificar, de contestar la ley
de la gravedad.
Por mencionar otra de las argumentaciones al uso, a menudo se ha aducido que
los movimientos de resistencia global se nutren de jóvenes bien alimentados
que en modo alguno han pasado por las horcas caudinas que padecerían
las gentes con quienes dicen solidarizarse. Aun aceptando que la aseveración
algo tiene de verdad --algo incorpora también, claro, de caricatura--,
bueno sería que quienes con tanto empecinamiento la esgrimen dedicasen
un rato a preguntarse el porqué de tal conducta. Acaso por detrás
de la parafernalia del "España va bien", entre nosotros se esconden realidades
que hacen que el que más y el que menos se vea obligado a ponerse en
guardia. Y es que no son pocos los que se preguntan por la miseria ingente que
rodea al trabajo precario, a la permanente marginación de quienes llegan
de fuera o a la omnipresencia mediática de la propaganda más abyecta,
de los concursos más lamentables y de la prensa del corazón. ¿Son
ésos los mimbres del país líder en el planeta que aspiran
a perfilar con arrobo tantos de nuestros dirigentes políticos? Claro
es que, si así lo queremos, el debate anterior tiene una condición
razonablemente florentina. Más duras se han puesto las cosas los últimos
días cuando, al calor de la recién estrenada presidencia española
de la UE, y de las movilizaciones que se anuncian, se ha vuelto a hablar por
doquier de la violencia. Y lo peor no es lo que en muchos casos resulta, por
lo demás, evidente: un designio, nada pulido, de atribuir a los movimientos
de resistencia global, como un todo, una condición violenta.
Más grave es, sin duda, el dramático silencio que rodea a lo que
a algunos nos resulta incontestable: hay otra violencia que, meticulosamente
orquestada, responde a los intereses de los núcleos tradicionales de
poder. Lo ocurrido en Génova en julio de 2001 nos colocó irremediablemente
sobre la pista: la policía de Berlusconi no puso mayor empeño
en cercenar las posibilidades de acción del Black Block sino que, antes
bien, dejó hacer a éste en la confianza de que ello vendría
a justificar macrooperaciones represivas meticulosamente asestadas contra manifestantes
que nada tenían que ver, ni por asomo, con la violencia. El allanamiento
de los locales del Foro Social de Génova, con la impresentable sugerencia
de que éste se hallaba detrás de acciones violentas como las del
Black Block, respondió, también, a la misma estrategia.
El eco de esos comportamientos tiene por fuerza que llegarnos cuando tomamos
nota de lo que ha empezado a suceder entre nosotros. Conforme a numerosas fuentes,
que no han dejado de aportar ilustrativos testimonios gráficos, la cumbre
alternativa a la frustrada reunión del Banco Mundial, el pasado junio
en Barcelona, obligó a alimentar la sospecha de que entre los manifestantes
más airados no faltaban, vaya por dónde, miembros de las fuerzas
de seguridad. Ahora mismo, los teletipos lo dejan bien claro: sin que medien
los procedimientos legales correspondientes y sin que se haya verificado denuncia
alguna ante los jueces, la policía española parece entregada a
la tarea de espiar las redes de información alternativas y de criminalizar
a sus responsables, atribuyéndoles --sin aportar, de nuevo, pruebas--
eventuales actos de sabotaje, supuestas acciones de guerrilla urbana y recalcitrantes
"invitaciones a la lucha callejera". De manera oprobiosa, muchas de las versiones
oficiales de los hechos parecen sugerir, por añadidura, que querencias
como las que acabamos de reseñar son compartidas por el grueso de los
grupos de resistencia global.
No es difícil intuir cuál es el propósito que guía
a semejantes comportamientos policiales y mediáticos: el de conseguir
que muchas gentes normales se mantengan alejadas de unos movimientos
que parecían irremisiblemente llamados a crecer de la mano de un recordatorio
honesto de muchas de las lacras que atenazan a nuestras sociedades. Entre tanto,
y puestos a identificar violencias, lo mejor es que no olvidemos las que en
tantos lugares del planeta se ejercen, cotidianamente, en provecho de la explotación
más descarnada.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma
de Madrid y colaborador de Bakeaz.