Réquiem para la democracia global
El imperio norteamericano tiene quienes lo piensen y cuenten, dentro y fuera de las murallas de sus fortalezas. No son sólo sus voces más encumbradas en la Casa Blanca, el Pentágono, el FMI o el Banco Mundial. O los ensayistas y académicos, economistas e intelectuales o publicistas que suelen protagonizar los debates en las revistas especializadas, las universidades o la CNN.
Hay que ir más abajo y detectar a los cronistas viajeros, guionistas cinematográficos, conductores de talkshows radiales y televisivos, pulsadores y formadores de la opinión pública. Son aquellos a quienes Antonio Gramsci llamaba "intelectuales orgánicos": productores de sentido común, de formas masivas de percibir, entender y juzgar los acontecimientos del mundo. Y se sabe; en tiempos de turbulencia y zozobra, tanto el poder como la gente reclaman con mayor ansiedad que le expliquen lo que está pasando, hacia dónde va el mundo y qué haremos -qué harán- para preservar o perturbar- nuestras existencias y nuestros ideales.
Si se busca a quien encarne ese personaje en los Estados Unidos de George Walker Bush, puede encontrarse en Robert Kaplan a un versátil y polifacético exponente. Capaz de oficiar como reportero de remotas y exóticas rutas, corresponsal de guerra (su libro Fantasmas balcánicos fue una temprana denuncia de las atrocidades cometidas en Bosnia) y consejero y conferencista de altos funcionarios y jerarcas militares en Washington o en los lejanos parajes de Africa o Asia central sumergidos en bestiales luchas: Karachi (Pakistán), Kampala (Uganda), Jartum (Sudán) o Freetown, capital de Sierra Leona. De jeans y mochila al hombro, con un block de notas en la mano, o de riguroso traje rodeado de charreteras y modales castrenses, tenemos aquí un exponente puro y crudo del realismo conservador -"pesimismo constructivo", lo llama- y su puesta al día.
Además de resultar atrapantes, provocativos y perturbadores, los ensayos de Kaplan permiten entender que las ideas que está llevando a la práctica el actual gobierno republicano vienen de más atrás, hunden gruesas raíces en su historia y se estuvieron abonando sobre el terreno que el optimismo clintoniano de los 90 fue dejando a su paso. Este cambio de marcha encuentra una apoyatura intelectual en la revisión crítica del activismo internacionalista y la restauración de la doctrina del interés nacional, basada en la seguridad estratégica como línea directriz de la política exterior norteamericana.
El razonamiento de estos "nuevos realistas" es unilineal: Estados Unidos ha tenido grandes dificultades para fijar su interés nacional desde la desaparición de la amenaza del poder soviético y durante la década de 1990, signada más por todo aquello que dejaba atrás que por sus rasgos inaugurales o fundacionales. Dicho período de transición tocó a su fin y es el momento en el que ese vacío debe ser llenado. De ahí, la necesidad de restablecer una visión "realista" -entiéndase más "pesimista"- y más descarnada del escenario internacional. Si existió entonces una tal cosa llamada "revolución liberal", esta reacción ideológica formaría parte del capítulo "contrarrevolucionario" dispuesto a salir de esa posguerra fría armado hasta los dientes.
Es que mientras gran parte del mundo político y sus círculos más influyentes se alimentaban de distintas variantes del mismo influjo mágico que recomendaba soplar y hacer democracias y economías de mercado -o dejan caer, tan sólo, el edificio estatal para ver cómo florecían los negocios y el consumo en el gran shopping y casino global- este Sr. K. se dedicó a advertir con detalles obsesivos sobre los peligros que acechaban en el horizonte.
Mientras gobernantes y sus asesores nos contaron cómo se expandírían espontáneamente el capitalismo y las instituciones liberales venciendo las obsoletas resistencias estatistas, desarrollistas o nacional-populares, el Sr.K. desalentaba las expectativas y contaba otra versión de la historia.
Así es como describe los vastos paisajes dominados por la anarquía y el fracaso. Los presuntos éxitos democráticos, explica, son fenómenos superficiales en una situación mucho más generalizada de explosión demográfica y cataclismos ambientales, luchas por la supervivencia, auge de la criminalidad y multiplicación de regímenes híbridos dominados por los instintos predatorios y la corrupción.
Semanas después del 11-S 2001, Kaplan escribía en The Washington Post que "la era post Guerra Fría será vista en décadas futuras como un interregno de doce años -entre el colapso del muro de Berlín y la caída del World Trade Center- en el que EE.UU., que se complace con su victoria sobre el comunismo y que tiene una economía aparentemente imparable, trató de imponer su visión moral al resto del mundo, mientras descuidaba la defensa de su territorio".
Pero ya no más Haitís, Bosnias, Timores o Kosovos, decía Kaplan entonces, el 11-S "terminó con el último arrebato de idealismo triunfalista, ya no podemos darnos el lujo del comportamiento honorable en política exterior ahora que la presunción de seguridad local ya no existe. La política exterior debe regresar a lo que fue tradicionalmente: el aspecto diplomático de la seguridad nacional".
Meses después, el cuadro que nos muestra Kaplan es el de una convulsión globalizada que se vino incubando desde hace un buen rato. Un mundo azotado por la escasez de recursos, estallidos de violencia por doquier, catástrofes humanitarias y eclosión de tensiones étnicas y políticas que no podrán ser contenidos fácilmente por los gobiernos de que se trate, sean éstos democracias imperfectas o perfectas dictaduras.
Pero como tampoco existe un Leviatán (el orden político ideado por Hobbes como fórmula totalitaria para contrarrestar al Hombre-lobo del Hombre) que domine el mundo -ni siquiera la superpotencia invencible, que debe comportarse como una suerte de "cacique bárbaro"(sic)-, la cuestión central de la política mundial de principios del siglo XXI no sería otra que "el restablecimiento del orden" frente a las fuerzas del desorden.
El anticipo al que se anima este Sr.K. es el de un desvanecimiento de las separaciones entre estructuras civiles y mandos militares, pasos diplomáticos e intervenciones armadas, así como se borran los límites entre la paz y la guerra. A la cartografía de los países se le impone otra, la del Imperio americano y sus vastas periferias, con sus zonas acordonadas de prosperidad y sus zonas caóticas; ciudades, regiones y naciones que emergen y otras que sucumben o se marchitan sin remedio.
Estos territorios, y las historias que en ellos suceden, encuentran reminiscencias medievales pero se parecen cada vez más a los de la Grecia y Roma antigua, y es por eso que K. recurre a los grandes autores de la antigüedad para ilustrar sobre los tiempos actuales: Herodoto, Polibio, Tucídides, Tito Livio, Cicerón, Plutarco o Séneca tienen mucho más para aportar con sus crónicas sobre grandes épicas guerreras, apogeos y decadencias imperiales, gladiadores, tribunos y líderes plebeyos que los gurúes y futurólogos más cercanos, dentro de sus micromundos de excelencia rodeados de bucólicos entornos emergentes. Así es como se puede explicar, por ejemplo, el mapa de las batallas en Afganistán, Irak o Colombia: "guerreros en un bando, motivados por el agravio y el saqueo, con sus martirios religiosos y sus armas químicas y biológicas, y una aristocracia de estadistas, cargos militares y tecnócratas del otro, motivados, cabe esperar, por la virtud antigua".
Hace diez años, claro, estas crónicas y ensayos hubieran sonado a típicas agorerías reaccionarias, prisioneras de la vieja ideología de la Guerra Fría. Hoy, muchos de sus peores anticipos y profecías se cumplieron y aquel descarnado panorama suena a pura realidad; o peor aun, a postulación normativa: no solamente así están las cosas sino que no habría razones para que estuvieran de otro modo. La consecuencia necesaria no es otra que el gigantesco rearme actualmente en marcha.
Hubo dos Mr. K., hasta ahora, en los Estados Unidos: uno de ficción, Citizen Kane, magnate periodístico, megalómano y prestidigitador de la opinión pública; otro real, el cerebro que pudo explicar a enten didos y legos el papel que le cabía a la principal superpotencia en el equilibrio de poder internacional sostenido sobre el orden bipolar de la Guerra Fría.
El gobierno de Bush hijo ha encontrado su propio Henry Kissinger de bolsillo; un lúcido libretista de la política del desequilibrio de poder, una "realpolitik" neoimperialista, consciente, al menos, de las consecuencias que tal desmesura puede provocar dentro y fuera de la nueva Roma. Habrá que tomar nota.