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19 de abril del 2002
El día después: Tragedia en tres actos
Tulio Hernández
Servicio Informativo "alai-amlatina"
Venezuela recién salía de otra de las tantas conmociones
a las que nos tienen condenados desde hace más de una década estos
tiempos de gobernabilidad difícil. En medio de los destrozos, surgen
las inquietudes ¿Eran necesarias estas muertes? ¿No las pudo impedir el Presidente
si se abría a tiempo a una inteligente negociación con un sector
de la sociedad, cuya importancia y capacidad no pueden ser desmerecidas por
clasistas? ¿No las pudo impedir la oposición si se dedicaba a hacer un
uso efectivo de los instrumentos legales para llegar al poder?
I
Al comienzo de la tarde del día jueves 11 el centro de Caracas presagiaba
la muerte. En un giro aparentemente inesperado, pero posiblemente concebido
con anterioridad y con la precisión de un guión cinematográfico,
la gigantesca manifestación de protesta antigubernamental que había
salido desde el Parque del Este hacia Chuao se dirigía ahora con gran
entusiasmo al Palacio de Miraflores.
Allí, en ese mismo instante, todo era confusión. Grupos armados
varios -unos legales, otros no- que iban desde menguadas tropas de la Guardia
Nacional, pasando por agrupaciones de civiles que exhibían sus armas
con gestos heroicos hijos de las mitologías revolucionarias, hasta francotiradores
profesionales estratégicamente apostados, por órdenes de todavía
no se sabe quién, en los edificios vecinos, aguardaban nerviosamente
por la imponente manifestación.
Si un dios griego hubiese estado mirando a Caracas desde el cielo, se habría
cubierto el rostro con sus manos en un gesto de dolorosa impotencia, por estar
avizorando una tragedia a punto de ocurrir y no poder hacer nada para impedirla.
De poco sirvieron las advertencias que, a través de sus teléfonos
celulares, se hicieron antiguos compañeros de andanzas políticas,
hoy ubicados en bandos distintos, rogándole uno al otro que detuvieran
la marcha en la avenida Bolívar, o del otro lado, que se creara una barrera
para impedir el encuentro frontal entre ambos grupos.
Pero la página de sangre ya estaba escrita. Los muertos necesarios fueron
apareciendo sobre el pavimento de la avenida Urdaneta, ofreciendo la luz verde
necesaria para que la delicada operación de alta cirugía militar
comenzara a ejecutar el objetivo añorado por el sector más radical
del movimiento opositor: sacar a Hugo Chávez de la presidencia.
II
Lo que vino después ya lo sabemos todos. Durante poco más de un
día, se vivió un entusiasmo suspendido en torno al gobierno de
transición. Pero a medida que avanzaban las horas, satisfechas sonrisas
se fueron convirtiendo en rictus de amargura. A los ojos de todos, la junta
de transición comenzaba su actuar colocándose de inmediato al
margen de la misma Constitución en la que decía apoyarse. Las
sospechas comenzaron la mañana del viernes, desde el mismo momento en
que los televisores, en vez de mostrar a una junta de unidad nacional, dejaba
ver algo más parecido a una Asamblea de Fedecámaras.
Al gobierno recién derrocado se le había denunciado como sectario
y autoritario, pero la nueva junta comenzaba excluyendo a algunos de los más
importantes sectores que habían liderizado la campaña opositora,
y atribuyéndose funciones que violaban flagrantemente la Constitución
como, entre otras, disolver la Asamblea Nacional, un cuerpo libremente elegido
por voto popular, o eliminar de un plumazo el nombre de la República
venezolana.
Luego de una secuencia de allanamientos y detenciones a ciudadanos, algunos
de ellos con inmunidad parlamentaria, lo que en la tarde del viernes circulaba
como sospecha por la noche se convertía en una convicción: estábamos
frente a un golpe de Estado de derecha a la manera latinoamericana.
Fue entonces cuando en el sur y el oeste de la ciudad varias preguntas se convirtieron
en un detonante movilizador: ¿qué ha sido del presidente Chávez?
¿Dónde está la renuncia firmada? ¿Por qué debemos aceptar
su derrocamiento? Las fuerzas del orden intentaron, sin lograrlo, dispersar
a los manifestantes que frente a Fuerte Tiuna clamaban por el teniente coronel,
y desde esa noche las televisoras privadas -en un extraño acuerdo, cartelizado
e internacionalmente cuestionado por CNN y TVE, entre otras- entraron en un
profundo mutismo del que no saldrían hasta el día siguiente, cuando
el poder había sido retomado por la oficialidad chavista. Uno de los
más efímeros gobiernos en la historia de Venezuela había
llegado a su fin.
III
El día sábado, mientras las televisoras, como si nada pasara,
transmitían seriales norteamericanos y Sábado Sensacional oficiaba
su ritual de bobería sexualoide, varios acontecimientos ponían
en entredicho la efectividad del golpe. Un alzamiento militar en Maracay y la
amenaza de un bombardeo de la aviación hicieron huir de Miraflores a
los miembros de la junta y una parte del nuevo gabinete. Los alrededores de
El Valle y de la autopista Caracas-Maracay-Valencia, aledaños a Fuerte
Tiuna, se iban colmando de venezolanos que junto a otros millares agolpados
en las cercanías de Miraflores (a las 9:00 pm atiborraban de comienzo
a fin la avenida Sucre) reclamaban la presencia de Chávez. A las 3:00
pm, la restauración del régimen se inició con la toma de
Miraflores por la multitud favorable al Gobierno.
La suerte ya estaba echada pero hubo que esperar hasta la madrugada, cuando
la ciudad capital, por entonces encendida por manifestaciones masivas y castigada
por toda clase de disturbios y saqueos, presenció la llegada de Chávez
en un helicóptero que lo trasladaría de regreso a Miraflores.
El domingo el orden parecía repuesto, pero las calles mostraban las heridas
de las pequeñas y grandes refriegas de los días anteriores. En
algunas urbanizaciones se sentían en el aire la tristeza, la sorpresa,
el abatimiento y hasta la decepción aún no terminadas de digerir
por quienes formaron parte de la gigantesca manifestación del 11. En
otros lugares, los seguidores del Presidente celebraban con amplísimas
sonrisas y cálidos abrazos lo que consideraban una gesta heroica de rescate
del poder. Pero no había cabida para la celebración plena. Venezuela
recién salía de otra de las tantas conmociones a las que nos tienen
condenados desde hace más de una década estos tiempos de gobernabilidad
difícil. Una frase de Chávez ha quedado, por ahora, resonando
en el aire, para unos como una lejana esperanza, para otros como un acto de
cinismo, para muchos un hecho menor: "Vengo dispuesto a rectificar lo que haya
que rectificar".
IV
El domingo sólo quedan dolores, temores y preguntas. ¿Eran necesarias
estas muertes? ¿No las pudo impedir el Presidente si se abría a tiempo
a una inteligente negociación con un sector de la sociedad cuya importancia
y capacidad no pueden ser desmerecidas por consideraciones clasistas de origen
populista? ¿No las pudo impedir el movimiento opositor si conservaba la paciencia
y en vez de esta decisión de salir de Chávez, no importa cuál
fuera el precio, se dedicaba a hacer el uso más inteligente posible de
los instrumentos legales que a tales fines prevé la Constitución?
¿No pudieron los demócratas de ambos bandos condenar la participación
de hombres armados entre sus manifestantes? En el sustrato de todo flota la
sensación de que estamos frente a dos equipos de aficionados. Un sector
de la oposición con poca experiencia política, que no logra armar
siquiera un gobierno provisional, y un régimen con una bajísima
capacidad de negociación, flexibilidad y fortaleza estratégica
para cumplir sus proyectos sin necesidad de poner en juego la armonía
y el respeto mutuo entre los miembros, efectivamente divididos, de una sociedad.
Un Gobierno que peca de autoritario al restarle valor a una numéricamente
incuestionable prueba de fuerza de la oposición, y una oposición
que subestima, entre otras cosas gracias a malas encuestas y una cierta dosis
de clasismo, el poder real de convocatoria y las ilusiones populares que todavía
encarna el presidente Chávez. Miro las muertes, la sangre, los heridos
que reposan en las clínicas, el miedo de los periodistas acorralados
por las turbas, los restos de los pequeños negocios destrozados por delincuentes
de baja calaña, el dinero perdido, la desolación, la soledad,
la fragilidad, y entiendo que, otra vez, nadie ha ganado. Presiento que todo
esto se pudo haber evitado y que en lo más oscuro de nuestro corazones
se está acumulando una dosis de hiel, amargura y desolación, a
la cual sólo podremos poner freno si desde hoy todos, y muy especialmente
el Presidente de la República, guardamos aunque sea una pizca de respeto
por los muertos de esta confrontación política y comenzamos a
construir modos de actuar en los que el diálogo sea la condición
para que no sólo dos, sino tres o cuatro o más Venezuelas, que
convivimos en este territorio, podamos andar juntos resolviendo civilizadamente
nuestras diferencias.