|
21 de abril del 2002
Crónica del último día
Ibsen Martínez
La BitBlioteca
¿Qué es más inaprensible e inconsistente, más desfondado
e imprevisible que el rumor? La prensa, que es el embudo de la bocina
Karl Kraus
Esta será mi última crónica sabatina en mucho tiempo.
Tras pensarlo mucho, encuentro que excluirme voluntariamente de la cofradía
de los opinadores de la prensa escrita es el único modesto recurso a
mi alcance para expresar, no sólo mi desacuerdo ciudadano, sino también
mi visceral repudio a los "valores" que han llegado a prevalecer en el establecimiento
comunicacional venezolano, tenido como un todo.
La incalificable censura noticiosa y de opinión, maliciosamente impuesta
a los venezolanos durante horas muy graves de la vida nacional, contra los mejores
intereses del público, contrariando el deber de no retener información
relevante que permitiese normar el juicio de ese mismo público, cediendo
a motivos que no se conciben sino como políticos, y todo ello cumplido
por la concurrente omisión de una significativa mayoría de medios
radioeléctricos del país no puede ser ignorada por nadie que haya
abrigado la creencia de que los medios, de manera infusa y natural, están
siempre del lado de la verdad, la democracia y la pluralidad.
El caso de la autocensura de prensa en Venezuela durante el transcurso de un
golpe de Estado, en abril de 2002, sin duda ha de engrosar los libros de texto
usados en las cátedras de ética en las escuelas de comunicación
del mundo. Esto no es una frase : ya numerosos despachos, reportajes y análisis
de la prensa extranjera, durante y después de esos sucesos, han dedicado
consternados párrafos a tratar la vergonzosa e inquietante materia.
Esos despachos, reportajes y análisis contrastan con las febles explicaciones
y las insuficientes excusas con que directivos y celebridades de la "noticia–espectáculo"
despachan el asunto, las cuales no hacen sino afirmarme en la convicción
de que, en el transcurso de los últimos años, en el periodismo
venezolano ha hecho presa una insidiosa ideología de supremacismo moral
que anima la complacencia con que los medios –y sus entrevistadores y sus "conductores"
de programas de opinión y sus vedettes– se juzgan benévolamente
a sí mismos.
Sostengo que esa disposición permanente a exculpar a priori a los medios,
siempre prestos a descalificar toda crítica de sus prácticas como
"ataque a la libertad de expresión" y esa insultante propensión
a atribuirse una supremacía moral sobre el resto de los actores de la
sociedad, son tan asesinas de la democracia como los desafueros totalitarios
de un demagogo al frente de un micrófono y la manga de periodistas de
la nómina gubernamental.
Eché los dientes en la radio y la televisión venezolanas. En ellos,
y en las redacciones de los diarios, hice los duraderos amigos de la primera
juventud. La memoria de respeto e inspiración que guardo de los grandes
cultores de la palabra escrita que hicieron de la nada el gran periodismo venezolano
me la ha dado este oficio que aprendí a los porrazos mirando cómo
lo hacían los mejores.
Así que sé de que les hablo. Me encuentro en situación
privilegiada para juzgar lo ocurrido durante aquellas horas de incertidumbre
y de compartirlo con mis lectores.
Pero avisado de la facilidad con que el caribeño talante criollo se distrae
de lo esencial si se le ofrece una mención directa que pueda reducir
a chisme, hoy romperé una regla de toda la vida, y no nombraré
a nadie, pues lo verdaderamente alarmante está en las acciones y omisiones
registradas en el transcurso de un sábado sin noticias que ningún
periodista venezolano tendrá la desvergüenza de olvidar.
Considérense apenas unas cuantas concreciones del desafuero de que fuimos
víctimas: un canal de noticias instruye por escrito a la conductora de
un programa de opinión sobre las preguntas que puede o no hacerle a un
invitado que no es otro que el escritor y sociólogo Tulio Hernández.
Este último ha acudido al canal con el propósito de denunciar
las persecuciones que el fugaz "gobierno" de Carmona Estanga había desatado
contra diputados y funcionarios oficialistas.
La conductora, humillada en lo más íntimo y llorando de vergüenza,
confiesa a Tulio lo que le ocurre. Tulio la conforta y le ofrece una salida:
"pregúntame lo que te instruyen y deja de mi cuenta lo demás".
Sonrío al pensar que los censores no contaban con el formidable don de
la palabra que adorna a Tulio desde sus días de estudiante en la UCV,
mucho menos con que Tulio es no sólo un demócrata a toda prueba,
sino un destacado estudioso de la comunicación, largo tiempo vinculado
al Ininco y hombre comprometido algo más que académicamente con
los problemas que derivan del papel de los medios en una sociedad abierta.
A partir de una pregunta inocua, Tulio se las apañó para abordar
los sucesos y los temas cruciales del momento. Pero su intervención no
sobrevivió al primer corte de segmento y la trunca entrevista fue reemplazada
por otra cuyo protagonista, un político adversario del régimen,
resultaba más "adecuado".
El jurista Hermann Escarrá fue objeto del mismo trato, con el añadido
escénico de que, en su caso, los censores se dejaron ver en el estudio
y pretendieron trazar de viva voz los límites de la entrevista.
Las transmisiones de la colombiana Cadena Caracol fueron sacadas deliberadamente
del espectro de señales ofrecido por un conocido multicanal de cable,
justo cuando Caracol informaba y lanzaba al aire informaciones y entrevistas
en tiempo real desde el Palacio de Miraflores que despejaban al fin la duda
de cuál de las facciones tenía el control de la sede del gobierno.
Para subrayar la colusión que cabe sospechar obró en este diabólico
"black out" , puede aportarse el contraejemplo de un pequeño canal de
televisión local que, en Maracay, no se inhibió de sacar al aire
la imagen y la voz del general Raúl Baduell, alzado contra el golpe en
aquella plaza. Lo propio hicieron, en el transcurso del día sábado,
un puñado de responsables emisoras aragüeñas. Acongoja pensar
que en Cuba, país donde impera una férrea censura de prensa, hayan
podido estar más enterados del curso de los acontecimientos que en la
"democrática" Venezuela.
Recabar esas imágenes, sacar al aire esas señales y difundirlas
en cobertura nacional no habría puesto en riesgo la vida de ningún
reportero o redactor, y habría contribuido, si no a la tranquilidad general,
sí a una adecuada percepción de la realidad por parte de la población
que fue sometida a una de las más devastadoras experiencias a que puede
ser sometida una sociedad: la desbocada objetivación de sus miedos a
través de los rumores.
Lo cual me lleva, de modo natural, a comentar el argumento de que salir a la
calle en esas horas habría puesto en riesgo la vida de reporteros y camarógrafos.
Más de un curtido corresponsal extranjero, destacado en Caracas especialmente
para la ocasión, ha mostrado su estupor ante la calidad de ese argumento,
esgrimido por igual por medios y periodistas de renombre.
"No hubo jamás sitio más peligroso para un reportero que la playa
de Omaha, en Normandía, el 6 de junio de 1944. ¿Se imaginan ustedes a
Robert Capa escribiendo a su agencia de noticias que no había tomado
ninguna foto del desembarco aliado en Francia porque en aquel lugar la cosa
estaba muy jodida y su vida corría peligro?", preguntaba con sorna un
corresponsal latinoamericano.
De la matanza de Tlatelolco, en el México de 1968, donde Oriana Fallaci
dejó media nalga, abaleada en cumplimiento de su deber, podría
decirse lo mismo.
Pero sólo recordaré, sin ánimo de ilustración moral
–el miedo es libre–, que el único Premio Pulitzer ganado alguna vez por
un periodista venezolano, lo obtuvo en 1962 un valeroso reportero gráfico,
con la foto de un soldado agonizante en brazos de un sacerdote, captada en medio
de un nutrido y mortal fuego de fusilería durante el alzamiento de Puerto
Cabello.
La memoria de ese reportero se ha visto afrentada por el trato que anónimamente,
por Internet y con llamadas telefónicas injuriantes, muchos periodistas
venezolanos han dado a corresponsales extranjeros por el único delito
de haber puesto en evidencia sus insuficiencias.
Lo que sigue es sólo un párrafo de la declaración que ha
ofrecido el directivo de un importante medio radioeléctrico. Ella ejemplifica
el supremacismo moral a que aludo más arriba: "tenemos una cuenta de
ahorro de equidad, de fidelidad, de seriedad que no se puede manchar porque
un día no haya habido una información adecuada".
"Un día", se nos dice. Pero un día demasiado señalado para
fallar: el día en que una cofradía de ultraderecha y de miembros
de Opus Dei pretendió secuestrar todo lo ganado, con riesgo y generosidad,
por la oposición democrática venezolana.