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5 de junio del 2002
Retos de la resistencia global
Carlos Taibo
Centro de Colaboraciones Solidarias
Aunque cualquier afirmación al respecto es por fuerza aventurada,
la macromanifestación celebrada en Barcelona el 16 de marzo y sus recientes
secuelas en otros lugares parecen llamadas a dibujar un antes y un después
en los movimientos de resistencia global. Han revelado, por lo pronto, que éstos
no son una moda pasajera y prescindible, y que su crecimiento, pese a un sinfín
de obstáculos, se antoja imparable.
La ola de optimismo que se ha levantado no debe ser motivo, sin embargo, para
esquivar una consideración realista de cuáles son las expectativas,
y cuáles los problemas, de los movimientos. Y al efecto la primera observación,
inevitable, recuerda que las aspiraciones de éstos son muy ambiciosas.
En ellas despunta un propósito unánime: el de dar réplica
a la globalización neoliberal o, lo que es lo mismo, a una vorágine
de operaciones especulativas, flujos deslocalizadores, vaporosos controles,
apisonadoras culturales, hegemonías prepotentes y generales ratificaciones
de la desigualdad y del expolio del planeta. Pero hay, también, otras
dos dimensiones sometidas, éstas sí, a disputa y generadoras de
diferencias. Si la primera nos habla del ascendiente que en la gestación
de los movimientos habrían ejercido las nuevas minorías activas
surgidas al calor de la precariedad y del endurecimiento de las condiciones
del trabajo asalariado, la segunda entiende que las redes de resistencia global
responden, en su matriz más profunda, al designio de erradicar muchos
de los vicios anclados en la izquierda tradicional, al amparo de partidos burocratizados
que postulan discursos cada vez más caducos, sindicatos dramáticamente
desprovistos de una vocación contestataria u ONG a menudo volcadas en
una mezquina defensa de bien pagados puestos de trabajo.
Por cierto que tiempo habrá para sopesar en virtud de qué azarosas
circunstancias acaban por instalarse entre nosotros determinados conceptos.
Presumiblemente por efecto de una impresentable añagaza, la palabra globalización
adquirió a mediados del decenio de 1990 un eco mediático que antes
no le correspondía: era menester encontrar un término que, en
el magma del nuevo orden internacional aireado en 1991 por el padre del actual
presidente estadounidense, permitiese arrinconar la imagen negativa que, pese
a tantos esfuerzos, seguía y sigue arrastrando el capitalismo. Claro
que para explicar la irrupción de los propios movimientos de resistencia
global también hay que invocar algunas claves cronológicamente
precisas. Las ONG salieron a la palestra -a caballo de los decenios de 1980
y 1990, y en el mismo momento en que se desfondaban la URSS y su bloque- como
una respuesta, desde la sociedad civil, frente a las aberraciones estatalistas
que habían impregnado al grueso de la izquierda, es legítimo aventurar
que los movimientos han visto la luz, luego de una década, en un momento
en que se palpaba que la revolución no gubernamentalista tampoco daba
los frutos apetecidos. El fracaso, bien que relativo, de muchos de estos esfuerzos
debe ponernos sobre aviso ante el riesgo de que lo que hoy parece nuevo y saludable
acabe por experimentar, mañana, un derrotero semejante.
No deja de tener su miga, en fin, la discusión que levanta el término
-movimientos antiglobalización- que se ha abierto paso, con inmerecida
vocación de permanencia, entre nosotros. Si para unos suscita rechazo
por cuanto retrata redes empeñadas en una primaria y negativa contestación,
para otros distorsiona lo que con frecuencia es una apuesta, no contra la globalización,
sino en defensa de una globalización diferente. No faltan quienes piensan,
eso sí, que la preeminencia contemporánea de la globalización
neoliberal ha hecho que el adjetivo acompañante marque de forma tan poderosa
al sustantivo que lo preferible sea rechazar también éste en provecho
de alguna otra construcción en la que encajen mejor las adhesiones a
un proyecto globalizador de perfil distinto.
Pero dejemos atrás tan sesudas discusiones y abordemos los problemas
que en estas horas alcanzan a los movimientos. El primero de ellos lo provoca
su acaso excesiva vinculación con la contestación de las cumbres,
y otras parafernalias, organizadas por el Fondo Monetario, la Organización
Mundial del Comercio o el Grupo de los Ocho. Pese a lo ocurrido en Barcelona
y otros escenarios, lo que en principio fue un activo formidable para los movimientos
lleva camino de convertirse en una rémora que genera una frenética
actividad pero apenas rinde beneficios en materia de asentamiento organizativo,
propuestas concretas o campañas de sensibilización. Una segunda
discusión se interesa por el referente político de los movimientos
de resistencia global. Las respuestas al respecto son sustancialmente tres.
Mientras la primera entiende que las formaciones políticas de siempre
aportan un razonable escenario para que la contestación encuentre su
cauce, la segunda sugiere cautelosamente que hay que tomarse en serio la posibilidad
de articular fuerzas de nuevo tipo y la tercera considera que todos los recursos
deben encaminarse a engordar los movimientos, ahondando al tiempo en su primigenia
vocación libertaria, antiautoritaria y cotidianista. Por detrás
de tales opiniones lo que se aprecian son, por un lado, recelos mutuos entre
los grupos de base -no confundamos, por cierto, movimientos y manifestantes-
y las cúpulas partidarias y sindicales, y, por el otro, una competición
soterrada entre dos grandes pulsiones: la que se reconforta en la posibilidad
de influir en el comportamiento de los otros y la que apuesta con claridad por
el crecimiento de los movimientos frente a esos otros. Aunque, y por razones
que saltan a la vista, las sensibilidades en lo que atañe a estas cuestiones
varían mucho conforme al origen -grupos de recentísima creación,
segmentos de la izquierda tradicional, sectores procedentes del mundo de las
ONG- de las redes, en casi todas partes se barrunta una conciencia de que las
propuestas de éstas, con la inequívoca reivindicación de
cambios en sentido no desarrollista y no consumista, tienen difícil encaje,
entre nosotros, en términos de mercadotecnia electoral.
En un terreno afín, y en tercer lugar, ésta es la hora de recordar
que en Porto Alegre, a finales de enero, se ofició el desembarco estelar
de significadas fracciones de la socialdemocracia en el mundo de la resistencia
global. Como cabía esperar, las reacciones, de nuevo, han sido muy dispares:
si en unos casos se ha recibido como agua de mayo al recién llegado,
en otros ha predominado el recelo ante lo que se intuía era una inquietante
operación de supeditación a intereses espurios. La gran pregunta
es, en suma, quién tiene influencia sobre quién: ¿serán
los movimientos los que acaben por enderezar el torcido discurso de la socialdemocracia
o será esta última la que acabará por anular la autonomía
de aquéllos y por convertirlos en lo que ella misma es a los ojos de
muchos: una jacobina guinda legitimadora de la globalización neoliberal?
Hoy por hoy, en el grueso de los movimientos sólo se vislumbra un espíritu
que, tras beber en las fuentes del radicalismo autolimitado, se acoge cautelosamente
a aquello de "por sus obras los conoceréis".
La cuarta tesitura delicada -que afecta más al debate en los medios de
comunicación que a los propios activistas- es la de la violencia. Con
Génova en la retina podemos afirmar que hemos dispensado demasiada atención
a la algarada callejera protagonizada por determinados sectores de la resistencia
global, y muy poca, en cambio, a la interesada violencia desplegada por unos
aparatos policiales a menudo entregados a una doble tarea de demonización
y criminalización de los movimientos. En el seno de éstos, muchos
son los que piensan que si la violencia antiglobalización no existiese,
las necesidades objetivas de los sistemas en que vivimos -y en lugar singular
la de alejar a muchos ciudadanos de una voluntad de contestación cada
vez más arraigada- reclamarían su creación.
Como puede intuirse, la relación con los medios, y casi siempre la dependencia
con respecto a éstos, configura un quinto problema de peso.
Conviene subrayar, de cualquier modo, que si no faltan los medios de comunicación
que participan con pundonor en la demonización de las redes de resistencia
global, el tratamiento informativo de lo ocurrido en Porto Alegre permite albergar
alguna esperanza. Son muchos los estudiosos y publicistas que, incluso desde
posiciones conservadoras, han acabado por entender que los discursos del Fondo
Monetario y del Banco Mundial carecen por completo de credibilidad. No sólo
eso: la afirmación de que el principal problema planetario no es el terrorismo,
sino la pobreza, que en la tarde del 11 de septiembre hubiese provocado un inmediato
linchamiento moral, tiene hoy -o al menos así lo parece- más partidarios
que detractores.
Agreguemos, en fin, que entre las prioridades de los movimientos debe contarse
la de perfilar propuestas claras -quienes de esto saben afirman que en Porto
Alegre apenas se innovó en el terreno programático- y hacerlo,
por añadidura, con un lenguaje llano y asequible que, sin rebajar la
radicalidad y sabiendo aunar las diferencias, sirva para atraer a grupos sociales
y generacionales cuya presencia ha sido hasta hoy marginal. Si eso ocurre es
más que probable que los movimientos saquen el partido que merece a sus
tres grandes virtudes: la de aportar una contestación global frente a
las propuestas parcializadas de sus antecesores, la de engarzar sin excesivos
problemas con los sectores más lúcidos del movimiento obrero -conceptos
como los de explotación, exclusión y feminización de la
pobreza facilitan la tarea- y la de contar con redes transnacionales que, luego
de mitigar imaginables querencias etnocéntricas, ofrecen un incipiente
contrapeso a la respuesta, inane o connivente, que instancias como la ONU o
la Unión Europea blanden ante la prepotencia de Bush y sus mecenas.
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