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3 de julio del 2002
El príncipe Felipe o el villano en su rincón
Higinio Polo
Rebelión
Existen personas que tienen un escaso sentido de la oportunidad, aunque es probable
que a ellas les importe poco, habituados como están al servilismo de
sus criados y al halago de los funcionarios del poder. Es el caso del príncipe
Felipe, que estrena palacio. No sé si tendrá otras virtudes, pero
es seguro que Felipe de Borbón no cuenta con los atributos de la oportunidad
y la prudencia, más si atendemos a la circunstancia de que vivimos un
momento especialmente conflictivo en España, aunque es seguro que se
siente satisfecho de su nuevo palacio, igual que el villano en su rincón.
Mientras los ciudadanos atendíamos las noticias que llegaban sobre la
desesperación en la Argentina, donde al hambre y la miseria se añadía
la represión y el asesinato por la policía de varios manifestantes
en las calles; mientras nos llegaban las crónicas de los asesinatos selectivos
de dirigentes palestinos por el ejército israelí y de la intensificación
del terrorismo de Estado contra todo un pueblo; mientras escuchábamos
atónitos el plan de paz de Bush para Oriente Medio y sus preparativos
de agresión militar en diferentes puntos del planeta; al tiempo que oíamos
que en la cumbre del G-8 en Canadá se abordarían (aunque no sabemos
para qué, a juzgar por los resultados anteriores) los problemas de África,
un continente en el que malviven 250 millones de seres humanos sin agua potable
y 350 millones de pobres; en el instante en que las bolsas se conmovían
por la persistencia de la crisis bursátil; en el preciso momento en que
nos llegaban las noticias del nuevo escándalo financiero norteamericano
en la gigantesca trasnacional WordlCom mostrando el capitalismo de bandidos
que gobierna el mundo; en ese día preciso, Felipe de Borbón presentaba
satisfecho su nueva mansión a los periodistas españoles, entre
sonrisas y comentarios felices, como si él viviera en otro mundo y esas
noticias aciagas apenas fueran una ráfaga fugaz perdida en el embrutecimiento
servido por las televisiones y no un siniestro y persistente rumor de fondo.
Claro que el ciudadano bienpensante podría considerar que ninguno de
esos asuntos tiene que ver con Felipe de Borbón. Es lo que el mismo príncipe
piensa, también, y por eso se dedica a supervisar decoraciones y no a
otras cosas más útiles.
Sin embargo, a juzgar por los afanes que muestra el heredero Borbón,
es probable que sea así, que viva en otro mundo. Seis días después
de una huelga general que había paralizado España, y que había
sacado a las calles en gigantescas manifestaciones a centenares de miles de
ciudadanos en protesta por el despojo que el gobierno del presidente Aznar pretende
realizar con los ya escasos derechos de los trabajadores en paro, la inefable
casa real española mostraba el último capricho de su heredero,
como si el nuevo palacio fuese una necesidad del país, un dispendio obligado
por la alta dignidad del príncipe, un gasto indispensable para la representación
y el funcionamiento de España. No deja de ser una burla más para
el ciudadano: mientras el gobierno arrebataba, a los que han tenido la desgracia
de perder el trabajo, el derecho a la percepción de unos pobres salarios
de tramitación, creía oportuno mostrar el derroche ocasionado
por el antojo de un príncipe al que no se le conoce ninguna función
útil para el país.
Las risas de Felipe de Borbón mientras enseñaba la mansión
estaban justificadas. El palacio del príncipe cuenta con 3.150 metros
cuadrados, aunque algunos periódicos pícaros o piadosos rebajaban
el espacio a dos mil metros cuadrados, (¿habrá leído Felipe de
Borbón esos anuncios inmobiliarios en los que ofrecen, a precios de escándalo,
pisos de cincuenta metros cuadrados con el gancho de ?ideal parejas??, ¿sabrá
algo de los problemas de los jóvenes?), y dicen que ha costado al presupuesto
público 4.250.000 euros, es decir, más de setecientos millones
de pesetas, aunque mucho me temo que las cifras reveladas esconden muchas cosas:
de ser así, apenas nos ha salido el palacio a los ciudadanos por unas
doscientas treinta mil pesetas el metro cuadrado, igual que si fuera un piso
para obreros en Leganés o Santa Coloma. Todo ello sin contar lo que habrán
costado muebles y tapicerías y la lujosa decoración interior.
No hay duda de que su construcción ha superado con creces los mil millones
de pesetas, aunque es probable que nunca lo sepamos. El palacio, con tres plantas
y amplias buhardillas, cuenta con un semisótano para la servidumbre,
siguiendo el ejemplo de la ruin nobleza inglesa, con jardines y piscina, con
gimnasio, salones. Solamente la piscina tiene una extensión de 180 metros
cuadrados, a los que se acompañan pérgola y vestuarios. Por lo
que cuentan las sumisas revistas del poder y los complacientes periódicos,
para la decoración del palacio incluso han echado mano de piezas artísticas
propiedad del Estado, aunque ninguno de los cronistas se ha preguntado con qué
derecho utiliza Felipe de Borbón propiedades públicas para su
usufructo personal.
Para guardar las formas, esos satisfechos cronistas de palacio explican que
la mansión es propiedad del Patrimonio Nacional, sin reparar en el agravio
comparativo de que hasta el propio príncipe Carlos de Inglaterra se ha
pagado su nuevo palacio de su bolsillo particular. Aunque no puede descartarse
que la monarquía española lo haya decidido así en una muestra
más de su inclinación por las obras sociales, sugiriendo de esa
forma a las empresas inmobiliarias la cesión en usufructo de por vida
a las parejas jóvenes de los pisos que construyen; al fin y al cabo,
las constructoras podrían estar tranquilas puesto que los pisos continuarían
siendo nominalmente suyos. Con el mismo afán de justificar el capricho
principesco, los portavoces de la casa real han explicado que esa nueva residencia,
ese boato innecesario, será utilizado para ?actos oficiales muy concretos?,
como si no conociésemos las andanzas y correrías de estos sujetos
que viven a costa del presupuesto y de los impuestos que paga el ciudadano.
De manera que no estaría de más que los jóvenes y los desempleados,
los que soportan trabajos precarios y mal pagados empezasen a manifestarse en
las cercanías de la casita del príncipe, o en las calles de Madrid,
para que la mansión sirva de algo más que de pasto de revistuchas
satinadas y asombro de rústicos y horteras. Mientras tanto, y puesto
que ya tenemos al villano en su rincón, nada mejor que enviar nuestra
protesta a las instituciones del Estado (¿conocerán los miembros de la
familia Borbón los problemas de la juventud para conseguir un pequeño
piso en cualquier gran ciudad española?), aunque sea con escepticismo,
sabiendo como sabemos que, a diferencia de lo que enseña la comedia de
Lope, no parece que Felipe de Borbón siga el consejo del dramaturgo,
que sugería humildad a los poderosos.
Porque ese palacio ostentoso, ese capricho inútil, esa burla a los ciudadanos,
revela la convicción de la familia real de que somos imbéciles
o bien nos drogamos con desinfectante de retrete, a falta de algo mejor, y no
estamos para atender otros asuntos. Porque el proceder de la familia real, su
desprecio por las necesidades populares, su prepotencia y su soberbia al mostrar
al pueblo español el despilfarro de su heredero -si la república
no lo remedia- en el preciso momento en que el empleo se vuelve más precario
y el despido más fácil, nos muestran de nuevo en manos de quién
estamos, nos enseñan un país de maravillas en el que mientras
se niega la evidencia del malestar y se pretende ocultar una huelga general,
se exhibe a los ciudadanos un modelo acabado, casi de manual, de parasitismo
social.