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23 de julio del 2002
De banderas e islas
Carlos Taibo
El Correo
Aunque su voz apenas se escucha en salones políticos y medios de comunicación, parece fuera de duda que una parte de nuestra ciudadanía se siente cada vez más incómoda por lo que está sucediendo alrededor de un islote emplazado a unos pocos metros de la costa septentrional de Marruecos.
La más que discutible decisión de ocupar militarmente la isla, asumida por el gobierno español una vez se registrase un comportamiento semejante, días antes, del lado marroquí emplaza al primero en una línea de conducta que recuerda demasiado a la del segundo y desmiente algunas de sus buenas palabras. Parece que, como en tantos otros casos, nuestros gobernantes han gustado más de dejarse llevar por lo que el cuerpo les pide y de dar satisfacción, en paralelo, a las presuntas querencias de una opinión pública a menudo propensa al despliegue fácil de las emociones. Esta vez, y por si poco fuere, Aznar y su equipo han recibido un respaldo inquietantemente mayoritario en un parlamento en el que acaso se malinterpretan los deberes vinculados con un vaporoso y polémico concepto como al fin y al cabo es el de política de Estado.
Parece cierto, con todo, que la operación militar que el gobierno español ha alentado en la madrugada del 17 de julio ha abierto los ojos de más de uno al tiempo que ha levantado en el parlamento las protestas de algunos grupos que ahora acaso lamentan su anterior arrebato de buena fe. Lo de menos, por el momento, es que eso de desplegar en Perejil/Laila un contingente de soldados y de enarbolar la bandera española bien puede traducirse en un reguero de noticias que den cuenta de encadenados movimientos de uno y otro lado. Lo de más, y de nuevo por el momento, es que no resulta sencillo entender qué relación guarda la operación acometida con el cacareado designio de restaurar el statu quo. Si lo he comprendido bien, el latinajo invocado ha resultado ser, en su indeterminación, la llave salvadora para la posición española: a falta de argumentos sólidos que permitan reclamar sin rebozo la soberanía de la isla, el gobierno ha optado por acogerse a una fórmula que, sin exigir pronunciamiento alguno sobre el fondo de la cuestión, permitía, sin embargo, salvar la cara. Si esto es así, se hace muy cuesta arriba entender por qué se ha enarbolado una bandera española en un pedazo de tierra que a ciencia cierta nadie sabe a quién corresponde aun cuando todos sepamos, eso sí, que no es ni el Everest ni el Anapurna. Al asumir tan simbólico proceder más bien parece que Madrid ha perdido buena parte de las razones, ni muy numerosas ni muy sólidas, que podían asistirle.
Mientras los hechos se suceden, la opinión pública entre nosotros experimenta el mismo vapuleo de siempre, a merced de esa plaga contemporánea que son los todólogos que ejercen su magisterio en tantas tertulias radiofónicas. Con su inapreciable concurso ha experimentado un repunte, en muchos casos, una ebullición nacionalista a menudo impregnada de espasmos xenófobos.
Sorprende la inflación de emociones que suscita un islote del que nadie tenía conocimiento unos días atrás y del que sólo algún iluminado ministro se atreve a afirmar que puede convertirse en manantial de alarmantes peligros para nuestra seguridad. En esas condiciones no ha lugar para discursos racionales y menos aún para comparaciones que dañan creencias intocables. Y eso que la noticia, hoy acallada, de que el Reino Unido ha movido pieza en el contencioso de Gibraltar tenía sobre el papel, en lo que toca a lo que ahora nos ocupa, un mal cariz para el gobierno español: de existir entre nosotros un debate franco sobre estas cuestiones --y no una censura evidente que impide llamar a las cosas por su nombre y descalifica de oficio criterios que se consideran sacrílegos--, más de uno se habría visto obligado a sugerir que había llegado el turno de Aznar y los suyos en lo que respecta a mover pieza, también, en Ceuta y en Melilla.
Nadie se atreverá a negar que estaríamos ciegos ante un aspecto importante de la crisis actual si olvidásemos que la conducta de las autoridades marroquíes no responde ni a inopinadas improvisaciones ni a respetabilísimas ínfulas anticoloniales: obedece, antes bien, a las estrategias de siempre de un gobierno que, empeñado en reprimir con saña a la población, no ha dudado en forjar un discurso en el que abundan interesados esencialismos nacionalistas. Uno tiene de derecho a señalar, sin embargo, que la miseria cotidiana que se aprecia en la política del gobierno de su majestad alauita en modo alguno obliga a concluir que las demandas que éste plantea y los principios que reivindica están siempre fuera de razón. Y es que no somos pocos los que, de este lado del estrecho, estimamos que en el comportamiento de nuestras autoridades se barrunta, en virtud de un ejercicio premeditado o del ascendiente de inercias insorteables, un lamentable espasmo colonial. ¿Cuál es el sentido de reclamar la soberanía --o lo que fuere-- sobre un islote adosado a la costa marroquí y alejado, por añadidura, una decena de kilómetros de Ceuta? ¿Cómo reaccionaría nuestra opinión pública si, en virtud de atavismos coloniales, de sesudos tratados internacionales, o de ambas cosas, Marruecos o el Reino Unido mantuviesen enarboladas sus banderas en un puñado de islotes en la costa de Cádiz o de Málaga? A duras penas puede sorprender, bien es cierto, que semejantes preguntas no acostumbren a hacerse en un país, el nuestro, que desde dos decenios atrás ha optado por alinearse, sin fisuras y con visible prepotencia, con los desmanes protagonizados, hoy sí y mañana también, por los grandes del planeta.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.