13 de diciembre del 2002
Rusia: en crisis y en la crisis
Carlos Taibo
Rebelión
En la segunda mitad del decenio de 1990 la política exterior de
Rusia se ha visto sensiblemente marcada por una extrema contradicción:
si, por un lado, aparecía impregnada de aparentes ínfulas de independencia
con respecto a las potencias occidentales --y singularmente los Estados Unidos--,
por el otro exhibía un notable, y en ocasiones miserable, pragmatismo
que aconsejaba cancelar los elementos de disensión a cambio de ayudas
como las que llegaban de la mano de los créditos librados por el Fondo
Monetario Internacional o el Banco Mundial.
Ilustración palmaria de la doble y contradictoria condición que
ahora nos interesa la aportó la actitud asumida por la diplomacia rusa
con ocasión de la crisis que acompañó a los bombardeos
de la OTAN sobre Serbia y Montenegro, en la primavera de 1999, con el conflicto
de Kosova en la trastienda: la actitud inicial de Moscú, claramente crítica
de las acciones militares de la Alianza Atlántica y empeñada en
recordar la ostentosa marginación del sistema de Naciones Unidas asumida
por esta última, dejó el camino expedito a posiciones mucho más
concesivas una vez el máximo responsable del Fondo Monetario, Michel
Camdessus, viajó a Moscú a finales de mayo y anunció la
concesión de nuevos créditos. Como bien puede colegirse, esta
abstrusa mezcla de principios y pragmatismo que a la postre se convirtió
en la norma de la política exterior rusa acabó por erosionar la
credibilidad de esta última, no en vano las potencias occidentales parecían
llamadas a acometer un simple cálculo contable y a incluir en sus presupuestos
las partidas necesarias para comprar el silencio de Moscú en sucesivas
crisis internacionales.
El panorama retratado en el párrafo anterior se alteró de manera
significativa el propio año 1999, y lo hizo en virtud de un cambio importante
operado en las relaciones comerciales de Rusia: la subida, muy notable, experimentada
por los precios internacionales del petróleo permitió que el país
--exportador neto de esta materia prima energética-- recibiese un caudal
inesperado de divisas fuertes o, lo que es lo mismo, se beneficiase de un auténtico
balón de oxígeno que, mal que bien, vino a reavivar una economía
en delicadísima situación. Nuestro propósito aquí
no estriba en calibrar si semejante bonanza sirvió --no lo parece-- para
levantar un país en manifiesta depauperación y encarar un sinfín
de problemas sociales. Nos contentaremos con subrayar, por lo que tiene de relevante
para la cuestión que hoy nos ocupa, que a partir de 1999 Rusia pudo reducir
su dependencia para con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
El nuevo escenario planteaba, al menos en abstracto, una incógnita interesante:
en la eventualidad, en modo alguno descartable, de una nueva crisis internacional
en la que Rusia y las potencias occidentales tomasen partidos opuestos, la recobrada
independencia económica y financiera del país, ¿qué consecuencias
estaría abocada a tener? ¿Debía augurarse una confrontación
de perfiles radicales o, por el contrario, lo suyo era que la búsqueda
de acuerdos se abriese camino, con contribuciones de ambos lados?
La crisis internacional derivada de los atentados perpetrados en Nueva York
y Washington en septiembre de 2001 no permitió responder a las preguntas
que acabamos de formular. Y ello fue así por una razón fácil
de entender: lejos de procurar la confrontación con las potencias occidentales
--y en particular con los Estados Unidos--, Rusia asumió un papel de
franca y calurosa colaboración con aquéllas tras mostrar una inequívoca
solidaridad con los dirigentes norteamericanos y ofrecerse como un aliado fiable
a todos los efectos. Si se trata de aportar un botón de muestra del nuevo
estilo exhibido por los gobernantes rusos, bastará con recordar la aceptación,
por su parte, del despliegue de bases militares estadounidenses en varias de
las repúblicas centroasiáticas que formalmente se hallaban inmersas
en la zona de influencia correspondiente a Moscú. En Washington, entre
tanto, parecían haber caído en el olvido las palabras pronunciadas
en enero de 2000 por el entonces candidato a la presidencia, George W. Bush:
"El peligro es que en Rusia no hay elecciones libres y limpias; allí
no se respeta el derecho. El peligro es que Rusia sigue favoreciendo a elites
corruptas". En la nueva trama estratégica el otrora rival pasaba a adquirir,
a los ojos de los dirigentes estadounidenses, una importancia creciente.
En principio no había que ir demasiado lejos en busca de explicaciones
para el comportamiento de Moscú. El escenario planetario que cobró
cuerpo, tras los atentados de Nueva York y de Washington, al calor de la irrupción
de un discurso manifiestamente represivo de las disidencias, con los Estados
Unidos como cabeza visible y principal beneficiario, tenía inequívocas
ventajas para Rusia. Por lo pronto, salía claramente fortalecido el discurso
oficial que las autoridades rusas habían postulado los años anteriores
y que daba en demonizar una supuesta, o real, amenaza que llegaba de la mano,
en la propia Rusia, de los movimientos islamistas. Si hasta entonces la propaganda
oficial al respecto había sido asumida con cautela en el mundo occidental,
el nuevo escenario parecía proporcionar un inequívoco eco a las
monsergas difundidas en Moscú. Algo parecido cabía decir, en segundo
lugar, del derrotero de los acontecimientos en Chechenia: si en los años
anteriores no habían sido ni muy numerosas ni muy severas las críticas
que las potencias occidentales habían vertido contra las acciones del
ejército ruso en la república secesionista, en adelante se anunciaba
un entorno caracterizado por la radical remisión de esas críticas
y por una creciente tolerancia en lo que atañe a nuevos abusos y lecturas
simplificadoras del conflicto correspondiente. El tratamiento dispensado en
Occidente --por gobernantes y medios de comunicación-- a lo ocurrido,
en octubre de 2002, en el teatro Dubrovka de Moscú se antojaba ilustración
suficiente de esta realidad. Agreguemos, en fin, y a manera de tercera explicación,
que, según muchos rumores, Rusia parecía dispuesta a vender su
colaboración con los Estados Unidos a cambio de una muy concreta contraprestación:
la de ver sensiblemente acelerados los trámites de su futura incorporación
a la Organización Mundial del Comercio, de tal suerte que el país
no tuviese que pasar por el calvario que había padecido, laboriosamente,
la República Popular China.
Si las tres apreciaciones recién anunciadas servían para dar cuenta
de por qué Moscú tenía motivos sólidos para anunciar
una franca solidaridad, y un designio de cooperación, con los Estados
Unidos tras los atentados del 11 de septiembre, conviene ahora que agreguemos
que acaso no arrojaban una luz suficiente para explicar el calor de la
adhesión rusa. A los ojos de muchos analistas, a la hora de dar cuenta
de esta dimensión era preciso incorporar una reflexión de cariz
más general sobre la delicadísima inserción de Rusia en
la escena internacional de principios del siglo XXI. Con arreglo a estas reflexiones,
el caluroso respaldo dispensado por el Kremlin a los Estados Unidos respondería
a una doble e inevitable consideración: si, por un lado, los dirigentes
rusos serían cada vez más conscientes de la debilidad general
que acosaba al país, y de la incapacidad de éste para plantear
un proyecto alternativo a la hegemonía norteamericana, por el otro la
secuela fundamental de lo anterior sería una apuesta muy clara en provecho
de una franca integración en las redes propias del mundo occidental,
y ello tanto en el terreno económico como en el militar. Como quiera
que --digámoslo en otras palabras-- Rusia no podía enfrentarse
a un rival mucho más poderoso, lo que se imponía era buscar la
negociación y procurar algún beneficio.
Las apreciaciones que acabamos de realizar reclamaban, con todo, de alguna precisión:
la voluntad de integración de Rusia, ¿lo era, en general, en las redes
propias del mundo occidental o se perfilaba, en cambio, de manera más
restrictiva, en los circuitos directamente controlados por los Estados Unidos?
La pregunta tenía su sentido por cuanto, si se sopesaba en detalle lo
ocurrido en los meses inmediatamente posteriores a los atentados del 11 de septiembre
de 2001, la mayoría de las evidencias sugerían que Rusia estaba
acometiendo en exclusiva una aproximación a la primera potencia planetaria,
de tal suerte que apenas eran rastreables, en cambio, eventuales acercamientos
a la Unión Europea (UE).
Conforme a una percepción semejante --de ella nos ocupamos en el otro
texto incorporado a este libro--, a lo largo de esos meses los Estados Unidos
habrían procurado atraer hacia sí a Rusia, no tanto porque ésta,
en términos estrictos, les interesase, como porque de esa forma conseguían
que Moscú se mantuviese razonablemente alejado de la Unión Europea.
Los movimientos de Washington habrían estado fundamentalmente guiados
por el designio de cortocircuitar eventuales aproximaciones entre potencias
de rango secundario que, en el caso que nos interesa, podrían abocar
en la gestación de una suerte de macropoder euroasiático.
Conviene que agreguemos, con todo, que la consideración de las diferentes
explicaciones que dan cuenta de por qué Rusia, tras lo ocurrido el 11
de septiembre de 2001, optó por alinearse con claridad con los Estados
Unidos en modo alguno debe ocultar la profunda inmoralidad de los movimientos
correspondientes: frente al que había sido, mal que bien, su criterio
en crisis internacionales anteriores, en este caso Moscú dejó
de lado cualquier invocación del sistema de Naciones Unidas, prestó
su apoyo a una franca conculcación, por los EE.UU., del espíritu
y de la letra de la Carta fundacional de la máxima organización
internacional, cerró los ojos ante el despliegue de estrategias de intervención
norteamericanas cada vez más abrasivas y apenas planteó protestas
en lo relativo a procedimientos de resolución de conflictos de largo
aliento que poca o ninguna relación guardaban con principios y consensos.
Es obligado recordar, con todo, que los hechos que ocupan nuestra atención,
y con ellos la propia crisis internacional derivada de los atentados del 11
de septiembre de 2001, se desenvolvían en un escenario marcado por una
disputa muy agria --la relativa a materias primas energéticas muy jugosas--
que se desplegaba de forma más o menos manifiesta. El punto de origen
de esa disputa lo aportaban los problemas que, en lo que al abastecimiento de
petróleo y de gas natural se refiere, acosaban a la economía estadounidense.
Ésta debía encarar un panorama inevitablemente caracterizado por
una mayor dependencia con respecto a los suministros externos.
Para hacer frente a una situación moderadamente delicada, los Estados
Unidos empezaron a mover sus peones procurando dar satisfacción simultánea
a tres objetivos: controlar los yacimientos de petróleo --secundariamente,
también, los de gas natural--, hacer lo propio con los conductos que
transportaban las materias primas energéticas y garantizar, en fin, que
los precios internacionales de éstas se mantenían en niveles asequibles.
Aunque las políticas desplegadas al efecto también tenían
por objeto un puñado de países de África --Angola, Gabón,
Nigeria-- y América Latina --Colombia, México, Venezuela--, el
núcleo fundamental de actuación lo aportaban dos regiones próximas
entre sí: el golfo Pérsico, de un lado, y la cuenca del mar Caspio,
del otro. En el golfo Pérsico, y como es bien sabido, los esfuerzos norteamericanos
se concentraban desde mucho tiempo atrás en el primer productor de petróleo
del planeta --Arabia Saudí-- para prolongarse, en 2002, hasta alcanzar
al vecino iraquí: a ningún analista avezado se le escapaba que
una de las razones, probablemente la principal, de la creciente agresividad
demostrada por el gobierno estadounidense para con el régimen de Saddam
Hussein era el designio de hacerse con el control de yacimientos muy importantes
y de determinar estrechamente la política energética de un país
que, de acrecentar sensiblemente sus exportaciones, podría conducir a
la baja los precios internacionales del petróleo.
Pero vayamos a la dimensión que ahora nos interesa, que no es otra que
la vinculada con la riqueza energética de la cuenca del mar Caspio. Este
último configuraba un espacio singularmente atractivo por dos razones:
mientras, y por un lado, nadie sabía a ciencia cierta qué es lo
que atesoraba su subsuelo --y ello aunque a título provisional lo común
era afirmar que las reservas de los Estados ribereños resultaban ser
sensiblemente menores que las existentes en el golfo Pérsico--, por el
otro los Estados que acabamos de invocar --Azerbaiyán, Kazajstán,
Turkmenistán y Uzbekistán-- no formaban parte de la Organización
de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), circunstancia que los
convertía en presuntas víctimas de imaginables presiones exteriores.
La política estadounidense en relación con el Caspio se asentaba,
desde mediados del decenio de 1990, en el visible designio de disputarle a Rusia
el negocio de la extracción y el transporte del petróleo y el
gas natural. Al respecto los EE.UU. no dudaron en postular un derecho a emplear
cualesquiera medios, incluida la fuerza, para garantizar los suministros de
petróleo, alentaron que los dirigentes de los países ribereños
se sacudiesen viejas inercias, acrecentaron sensiblemente sus inversiones en
el sector extractor y, sobre todo, pujaron por construir nuevos conductos que
permitiesen incrementar el control sobre los flujos de transporte. Los proyectos
norteamericanos al respecto de esta última cuestión eran dos.
El primero --las obras se iniciaron en septiembre de 2002-- se asentaba en la
construcción de un conducto que, desde la orilla oriental del Caspio
y cruzando este último, debía atravesar Azerbaiyán y Georgia
para rematar en el puerto de Ceyhan, en la costa mediterránea de Turquía.
El segundo, acelerado por las operaciones militares en Afganistán, debía
discurrir desde la centroasiática república de Turkmenistán
para, tras cruzar el occidente afgano, acabar en los puertos paquistaníes
del Índico; en febrero de 2002 los presidentes de Afganistán y
de Pakistán firmaron un acuerdo que abría el camino a la construcción
de este segundo conducto.
Había un rasgo común en la textura de los dos conductos que acabamos
de mencionar: en uno como en otro se apreciaba el claro designio de sortear
el territorio de Rusia o, lo que es lo mismo, de substraer a esta última
un buen bocado del negocio del transporte de las materias primas energéticas
extraídas en la cuenca del Caspio. La pregunta, entonces, parecía
servida en estrecha relación con las consideraciones antes realizadas:
¿ignoraban los gobernantes rusos que su país era objeto de una operación
envolvente en virtud de la cual los Estados Unidos se aprestaban a reducir aún
más el margen de maniobra correspondiente a Moscú? La respuesta
más sensata a esta cuestión no hacía otra cosa que invocar
un análisis al que ya hemos prestado suficiente atención: conscientes
de la debilidad del país, y de su incapacidad para plantar cara a la
agresiva política energética norteamericana, los dirigentes rusos
habrían depositado buena parte de sus esperanzas en un esfuerzo encaminado
a negociar con los Estados Unidos un acomodo, de tal suerte que Rusia obtuviese,
a cambio de su silencio o de su colaboración, algunas contraprestaciones.
Entre estas últimas bien podrían contarse la concesión
de una parte del negocio del transporte del petróleo y el gas natural
centroasiáticos, el reconocimiento estadounidense de una plena libertad
para Rusia en lo que respecta al tratamiento de los problemas --Chechenia ante
todo-- en el Cáucaso y, en suma, la posibilidad de que Moscú se
viese beneficiado por un incremento sustancial en el volumen de sus exportaciones
energéticas a los Estados Unidos. Algunos estudiosos iban más
allá y se atrevían a sugerir que, de prosperar la aproximación
entre Moscú y Washington, los Estados Unidos podrían sopesar incluso
la conveniencia de abandonar los proyectos de nuevos conductos y aceptar de
buen grado un horizonte de empleo conjunto del sistema de oleoductos y gasoductos
de la propia Federación Rusa.
En un terreno afín al que nos ocupa conviene subrayar que Rusia tenía
un interés adicional para los EE.UU., no en vano era un país muy
poco propicio a acatar las presiones de la OPEP. Durante la crisis del otoño
de 2001, sin ir más lejos, Moscú rechazó todas las propuestas
orientadas a reducir la producción y acrecentar los precios internacionales
del petróleo, con claro beneficio para los Estados Unidos, que así
pudieron afrontar sus operaciones militares sin tener que encarar al tiempo
un encarecimiento en el precio del crudo importado.
Agreguemos, en suma, que si los últimos meses del año 2001 vinieron
a justificar la tesis principal que hasta el momento hemos manejado --la que
refiere un visible esfuerzo de Rusia en el sentido de procurar una aproximación
a los Estados Unidos--, el año 2002 aportó un puñado de
informaciones que invitaban, como poco, al recelo y que, en último término,
obligaban a identificar disensiones de mayor o menor relieve entre Moscú
y las potencias occidentales. A la hora de buscar explicaciones para esas disensiones
se imponía invocar, naturalmente, y en primer lugar, el peso de las inercias
del pasado; la singularidad geoestratégica de Rusia hacía, sin
ir más lejos, que sus intereses fuesen a menudo distintos de los blandidos
por los Estados Unidos o por la UE. Pero, en el marco más preciso de
la crisis internacional que nos interesa en este texto era obligado hacer mención,
también, de un rasgo de relieve difícilmente rebajable: la política
occidental, y en particular la norteamericana, no parecía caracterizarse
por el designio de recompensar generosamente a Rusia por el apoyo recibido tras
el 11 de septiembre de 2001. De hecho, las únicas ganancias que Moscú
había obtenido eran las que se derivaban de ventajas labradas, en solitario,
por la propia Rusia, como por ejemplo la vinculada con un endurecimiento de
las políticas presuntamente encaminadas a hacer frente a la amenaza terrorista.
Y es que la actitud de los Estados Unidos, marcada por una visible prepotencia,
apenas había tomado en consideración las demandas de Rusia. Ahí
estaban, para testimoniarlo, cinco datos de relieve: el designio norteamericano
de denunciar el viejo tratado ABM en provecho del despliegue de un ambicioso
escudo antimisiles llamado a reabrir la carrera de armamentos en su dimensión
más tradicional y en franco perjuicio de la posición de Rusia;
la firma, en la primavera de 2002, de un nuevo acuerdo de reducción de
armas estratégicas que, del lado estadounidense, no llevaba aparejada
la destrucción material de los dispositivos afectados; la decisión
de mantener en pie un proceso de ampliación de la OTAN que tenía
por beneficiarias a las tres repúblicas del Báltico --otrora integrantes
de la Unión Soviética-- y resultaba extremadamente molesto a los
ojos de Moscú; el propósito de garantizar la presencia de contingentes
militares estadounidenses en Georgia y, en fin, la crudeza de una política
norteamericana que no dudaba en colocar en el llamado eje del mal a países
-- así, Corea del Norte, Irak e Irán-- que guardaban una relación
fluida con Rusia. De la mano de elementos de confrontación como los invocados,
lo menos que podía afirmarse era que, aun cuando la relación bilateral
ruso-norteamericana seguía siendo razonablemente sólida, en modo
alguno debía descartarse la posibilidad de tensiones. La perspectiva
de que éstas se hiciesen valer --y la propia incertidumbre que rodeaba
al futuro de Rusia-- podía ser por sí sola un elemento disuasorio
en lo que respecta al horizonte, antes mencionado, de un empleo, por los Estados
Unidos, del sistema de conductos heredado de la vieja Unión Soviética.
Fueren las cosas como fueren, lo más sencillo era que al presidente Putin
cada vez le resultase más difícil presentar ante la opinión
pública rusa una política exterior marcada por las dobleces: si,
por un lado, esa política se asentaba en un reconocimiento implícito
de la debilidad propia, por el otro apenas estaba produciendo resultados palpables.
Estas dos circunstancias generaban, de forma inequívoca, críticas
cada vez más agrias en los mentideros políticos y periodísticos
en Moscú. Por detrás sólo parecía despuntar una
certeza: la de que Rusia, instalada en una delicada periferia, no había
conseguido esquivar, pese a la retórica oficial, un inquietante horizonte
de tercermundización y dependencia.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma
de Madrid