Hay dos cosas que siempre llenan nuestro ánimo de una admiración nueva y creciente cuando nos ponemos a reflexionar sobre ellas: los capítulos de la serie Los Simpson, y la serie de los Diálogos de Platón. El que estas cosas siempre sean capaces de llenar nuestro ánimo de admiración, y además de una admiración siempre nueva y creciente, sólo puede tener una explicación: esas grandes obras de la humanidad no son el resultado de una unidad distributiva, sino de una unidad colectiva. Ambos son el resultado de la actividad de un colectivo de guionistas, que en un caso se llamaban a sí mismos la Academia, y en el otro —por ejemplo— el Equipo (el "equipo de guionistas de la serie"). En el caso de Platón —como en el caso de Homero o como en el caso del grupo de matemáticos Nicolas Bourbaki— ese colectivo ha pasado a la historia con un nombre propio; pero sería tan absurdo intentar poner sólo a Platón detrás de los diálogos como lo sería intentar poner solo a "El flaco" detrás de las películas de "El gordo y el flaco". El propio Platón era tan consciente de esto que publicó todas las obras de la Academia al nombre del colectivo "Sócrates", una especie de colectivo de filósofos al que pertenecían una serie de señoritos de menos de cincuenta años (que debía ser la esperanza de vida empírica de un filósofo en Atenas —sin contar con la cicuta—) y elegidos probablemente por cooptación entre los más graciosos de Atenas.
Platón fue, probablemente, el señor encargado de la sección editorial del colectivo Sócrates, el editor de las obras de un colectivo al que pertenecieron gente mucho más competente teóricamente como Eudoxo, como el propio Aristóteles, etc. El objetivo de la Academia —como el de cualquier equipo de guionistas— era el de sacar al Calicles que todos llevamos dentro (y al Trasímaco, al Menón, al Esclavo, a la Diotima, al Bart, a la Lisa, etc.), a ese Calicles del que cada uno de nosotros llevamos dentro un cacho para juntarlos todos y convertirlo en un personaje tan real tan real que según parece hasta vivió en la Atenas de la época, pero que (gracias al equipo Sócrates) sigue estándolo todavía hoy, como lo estará Bart Simpson ya para siempre. Entre todos los que estaban dentro de la Academia conseguían así condensar y proyectar la imagen de cada uno de los que estaban dentro de cada uno de sus miembros, y curiosamente esa imagen era la de todos aquellos que estaban... fuera de la Academia.
Podemos imaginarnos perfectamente las reuniones que tenían lugar en los hermosos jardines dedicados a la diosa Atenea, entre la palestra fresca y sombría y las arboledas inundadas de luz por las que paseaban con sus blancas clámides y su andar grave e inmortal los miembros de la Academia mientras se dedicaban a dialogar, es decir: a cotillear, a despellejar y a criticotear a todos los que no formaban parte de la Academia (a Calicles, a Trasímaco, a Gorgias, etc.), e incluso a los que sí formaban parte de la Academia pero o estaban en ese momento por allí porque estaban haciendo recados. Naturalmente esto sólo lo harían en sus ratos libres, es decir, en los ratos en los que no estuviesen hablando de cosas verdaderamente importantes: de atletismo y de lucha —que para eso tenían allí un gimnasio al lado, porque el fútbol todavía no se había inventado—, de lo buenos que estaban éste o aquel efebo —porque las relaciones platónicas heterosexuales no se inventaron hasta el renacimiento—, y a veces, quizás, de política: de lo mal que estaba todo y de lo que harían ellos si gobernasen, de que con Perícles vivíamos mejor, y de que habría que echar a los poetas y a los cantautores de Atenas y gobernarse como los espartanos con mano dura para tener a los persas a raya y que hubiese más seguridad (sobretodo para los señoritos). En fin, lamentablemente todos estos grandes pensamientos casi no nos han llegado. Son, probablemente, las "doctrinas no escritas", la parte "esotérica" que explicaba los secretos para gobernar el mundo y ser felices en la vida, esos sabios consejos que se daban unos a otros mientras se tomaban unas cañas y le daban palmaditas en la espalda al ingenuote de Platón ("Espalda ancha"). Lo único que nos queda de la grandiosa Academia de Atenas, es el Hola, el Diez Minutos, los cotilleos que a Platón le gustaba recopilar y redactar con forma de transcripción de un programa de Tómbola, de guión de serie televisiva, de culebrón, salpicado con algunas de las historietas (probablemente sólo las más disparatadas) de las que se les iban ocurriendo a los unos para tratar de explicarles las cosas a los otros, cosas inexplicables: "no hombre, que no es eso, si yo ya sé que es tonto perdido, pero lo que me pasa con Alcibíades es otra cosa, tú imagínate un carro tirado por dos caballos uno blanco y otro negro...". Probablemente sus amigotes se troncharían todavía más de risa de lo que nos tronchamos nosotros con las carícaturas de Gorgias, o de Fedón, pero a nadie más que a Platón se le hubiese ocurrido tomarse eso en serio, probablemente porque Platón era el más simple de todos. 2."El más tonto hace relojes"
Las obras de Platón nos siguen llenando de admiración porque son el resultado de un pensamiento colectivo, sólo pueden ser el resultado de miles de diálogos ocurridos en la Academia en los que sólo se hablaba de tonterías, y con los que nunca se llegaba a ninguna parte, charlas de barra de bar acerca de porqué nos gustan más unos efebos que otros, de lo raros que son esos "invertidos", esos "afeminados" a los que les gustan las mujeres, de lo tontos que son los esclavos que no saben más que matemáticas y las amas de casa que no se ocupan más que de economía, o de porqué unos políticos lo hacen mejor que otros, aunque en el fondo sean todos unos sofistas (como diría Almunia) y no como nosotros, los señoritos, los que tenemos tiempo para perder aquí hablando acerca de las cosas importantes. Nosotros no tenemos ya nada que ver con esos señoritos de la Academia de Platón gracias a Dios, aunque eso no quiere decir que no podamos aprovecharnos de los resultados de esa estructura elitista y excluyente al mismo tiempo que la rechazamos, y admirarlos como admiramos los guiones de los Simpson sin que tengamos por ello ningunas ganas de conocer a los señoritos que ganan un sueldo millonario por escribirlos. Quién puede conseguir, de verdad, honestamente, no reírse con el ingenio de Alfonso Usía (que no sé si se escribe así), aunque sepa que es un peligroso derechista, o no admirar siempre, de forma siempre nueva y creciente el retranco poético de Francisco Umbral, aunque sepa que es un cínico bastante repugnante. En Platón tampoco admiramos al dictador frustrado. En Platón, de hecho, no admiramos a Platón, sino a Sócrates, y no al Sócrates empírico, sino al Sócrates ideal. Ciertamente también admiraríamos más a Alfonso Usía y a Francisco Umbral si se pareciesen más a su ideal, pero no parece que ninguno de los dos hagan muchos esfuerzos en ese sentido. Ojalá pudiésemos admirar también al Savater empírico y no sólo al Savater ideal....
Sin embargo tenemos que acostumbrarnos a esto, porque ya somos mayorcitos, y tenemos que aprender a dejar de admirar, o al menos de respetar, a las élites y a los "grandes señores", o a los "señoritos andaluces" en cuanto tales, y a admirar sólo sus productos, los resultados de esas estructuras, porque hemos de darnos cuenta de que esos productos también se pueden alcanzar mediante otras estructuras más justas, mediante la educación de más y más gente, mediante la Ilustración de todos y cada uno de los hombres hasta conseguir que hasta el más tonto de ellos (que sería probablemente yo —en sentido distributivo, es decir, cada uno de nuestrosyoes—) supiese cómo se hace un reloj (y no sólo cómo se fabrican algunas de sus piezas).
Porque el caso es que si pusiésemos a muchos Gil y Gil juntos y formásemos un Gil y Gil y Gil y Gil y Gil... pero no con cada uno de ellos sino con todos tendríamos la Academia de Platón, o algo muchísimo mejor, tanto mejor cuantos más Giles añadiésemos (pasando por Deleuze). Si el propio Gil se pusiera a dialogar con el propio Gil y formase un colectivo consigo mismo, acabaría dándose cuenta (al menos en un tiempo infinito) de que el alma es inmortal (acabaría dándose cuenta al menos en un tiempo "ostentóreamente" infinito)... De la misma forma si juntásemos muchos Homer Simpson colectivamente tendríamos a Homero, como nos demuestra todos los días el (así llamado) "ingenio popular". 3. El "tonto de pueblo"
Ese es el único sentido que puede tener para nosotros la palabra "pueblo" o la palabra "comunidad": el cotilleo de las viejas de los pueblos mediante el cual se decanta su asombrosa sabiduría moral y se acrisola su sentido de la justicia y su apabullante "sentido común", o el ingenio popular; el de los chistes, y el de los refranes, y el de los motes y los estribillos sarcásticos, que no tienen autor, que son la obra auténtica de un "pueblo", de un "intimidad" que se precipita en los trágicos romances populares, que se eleva en las épicas jotas, que se decanta en las líricas muñeiras, en el alma de todos esos personajes "populares" de "inspiración popular" que se llaman Aquiles el lepero, Ulises el jaimito de Ítaca, Paris el que asó la manteca y se tuvo que refugiar en Troya después de hacer un pan como unas ostias en el asunto aquel del concurso de belleza y liarla todavía más que la que se ha liado en Nigeria. La sabiduría popular está compuesta de estos dos elementos, de la risa y el llanto, de la sabiduría y del cotilleo, pero, al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con el periodismo actual y con la política actual y su asombrosa irresponsabilidad, se caracteriza por no mezclarlos nunca.
En la sabiduría popular el agua y el aceite nunca se mezclan, nunca se confunden ni siquiera en el humor negro o en el sarcasmo más acerado. Por eso en los pueblos todos se ríen sólo de uno, del "tonto del pueblo", pero porque ese uno es tan ingenuo que nada le duele, "ni siente ni padece", y ellos se aprovechan y lo usan como el chivo expiatorio que crea su propia comunidad que les hace sentirse un colectivo; pero a cambio le cuidan, y se ocupan de él y le respetan con una veneración casi mítica como la que sentían los griegos por los adivinos y por los poetas inspirados (que era como llamaban a los tontos del pueblo en Grecia), y no consienten que nadie le golpee y le haga daño (por respeto a la libertad de expresión), le convierten en el bufón, en el único capaz de decir aquello que ninguno de ellos —tomados distributivamente— quiere oír... Aunque tampoco se les vaya a ocurrir nunca convertirlo por eso en el Alcalde, precisamente porque no se pueden mezclar las cosas serias con las bromas.
En aquel lugar en el que los chistes empiezan a subir demasiado de tono, empieza a oírse un chirrido, un carraspeo, o un silencio y las bromas dejan de ser bromas y se convierten en cosas serias, y la gente que hay alrededor ya no "hace coro", sino que empieza a volver la cara (como el coro en las tragedias de Sófocles ante las "desmesuras" de los héroes). La frontera está nítidamente dibujada, y el humor y el placer se acaba: cuando causa dolor a la gente inocente. Entonces sentimos que los chistes ya no nos hacen gracia, que ya no nos unen con quien los hace en una comunidad, que ya no queremos formar parte del mismo colectivo ni charlar más con la gente que hace esos chistas racistas, machistas, homófobos o crueles, con esa gente que se burla de personas que no se lo merecen y a los que nunca podremos considerar por ello de los nuestros, al contrario de lo que nos pasa con aquellos de los que se burlan y hacia los que sí sentimos compasión.
Qué decir de esa gente que se burla de todos nosotros, y no de las tonterías que cada uno de nosotros hace, de esa gente que se mofa de "nosotros los hombres" y no se toma en serio algo que es para nosotros lo más serio de todo, nuestra muerte. Qué podemos decir de la gente que es capaz de justificarla por cualquier vía, por medio de cualquier argumentación, que es capaz de reírse de ella y de celebrarla cuando ocurre, e incluso de jugar con ella, y hasta de provocarla, de amargarnos la vida a todos los hombres dejándonos sin uno de nosotros (sin un Gil, o sin un Homero). Sólo se puede decir lo que decía Robespierre de los que no creían en la inmortalidad del alma: que "se hacen justicia a sí mismos".
Morir no tiene ni maldita la gracia, porque es algo que causa sufrimiento siempre, y siempre a alguien inocente, no evidentemente al que muere —que a veces merece verdaderamente sufrir y que es, paradójicamente, el único que no sufre— sino a los que se quedan, a todos los que se quedan (aunque no a cada uno ciertamente, como debería de ser si nos —distributivamente considerados— quedase algo de fibra moral). Siempre causa sufrimiento a algún padre, a algún hijo, a alguna esposa, tío, amigo, o alumno, que no merecen sufrir, y en último término, siempre causa sufrimiento al "tonto del pueblo", es el pueblo el que sufre, y sufre por pueblo, por mucho que queramos decir que sólo sufre porque es tonto.
Por imposible que parezca el mundo sería peor sin Gil y Gil, y sin la palabra "ostentóreo", creación, a medias de Homero y a medias de ese otro poeta humilde y popular que es Gil y Gil, y aunque sólo fuese por eso Gil y Gil merecería vivir y gozar de la vida. Por robar y por engañar Gil y Gil se merece también sufrir, e ir a la cárcel, pero eso es otra cuestión. El sufrimiento no es malo en sí mismo, porque a veces puede ser la única manera de aprender a respetar a los demás y hasta a uno mismo, por muy duro e insoportable que esto sea a menudo. A Gil y Gil se le manda a la cárcel para que Gil tenga más tiempo para dialogar con Gil y para que consigan ponerse de acuerdo. Pero precisamente por eso es necesario que Gil siga vivo el mayor tiempo posible, porque uno se pone de acuerdo consigo mismo cuando menos se lo espera, en el momento más inoportuno, y entonces puede incluso ponerse a intentar poner de acuerdo a los demás, como hizo Sócrates, y buscarse la ruina poniendo a todos de acuerdo pero en contra de uno y hasta en contra de cada uno. Si Sócrates hubiese tenido un poco más de tiempo habría puesto, sin duda de acuerdo a toda la asamblea de los atenienses poniendo a cada uno de acuerdo consigo mismo, pero claro, no pudo ser, porque no había televisión ni secciones de "Opinión" en la prensa escrita. Sin embargo Sócrates era, quizás, muy poquitos, en la Academia eran ya más, pero también eran muy poquitos —no había mujeres, ni esclavos, ni persas—. Aristóteles y Alejandro dieron un paso más —por lo menos con lo de los persas—, y Jesucristo —por lo menos con lo de los esclavos—, y los Filósofos Ilustrados y Kant —por lo menos con lo de los tontos y los ignorantes—. Luego entre todos escribieron el guión de esa serie que se llamaba La Revolución Francesa, etc. que todavía sigue llenando (a pesar de sus crueldades) nuestro ánimo de admiración. Y luego vino Marx y Lenin, pero eso ya es el comienzo de otra Historia.