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La vieja Europa


4 de noviembre del 2002

Parabienes para Putin

Carlos Taibo
otrarealidad.net

Tras la operación de la madrugada del 26 de octubre en un teatro de Moscú, el presidente ruso, Vladímir Putin, ha recibido un sinfín de condolencias y felicitaciones. Los remitentes muestran lo que en el mejor de los casos es una corta memoria y en el peor una sórdida connivencia con conductas que tienen poco de edificantes. Y es que, si el adjetivo terroristas conviene a quienes retuvieron a varios centenares de rehenes en el teatro Dubrovka, no parece que haya otro mejor para dar cuenta de las acciones del ejército ruso en un atribulado país del Cáucaso septentrional: Chechenia.
Nada se antoja más desaconsejable que medir la temperatura del conflicto de Chechenia de la mano de los sucesos de Moscú. Aunque eso es, precisamente, lo que reclama el miserable escenario internacional que cobró cuerpo tras el 11 de septiembre del pasado año. En el caso de Rusia, bien es cierto, las aberraciones anteceden a la fecha invocada. Desde que, en el otoño de 1999, se abrió camino una nueva guerra en Chechenia los desafueros protagonizados por Moscú han sido muchos. Mencionemos entre ellos la gestación de un fantasmagórico gobierno checheno prorruso, la ausencia de cualquier proyecto serio de reconstrucción económica, el designio de esquivar una negociación política que merezca tal nombre -no nos dejemos engañar por los contactos semiclandestinos que se han hecho valer a lo largo de este año- y la general demonización de una resistencia en la que, a los ojos del Kremlin, son iguales el dialogante Masjádov y el ultramontano Basáyev. Claro que todo lo anterior son minucias en comparación con unas acciones, las acometidas por el ejército ruso, que Amnistía Internacional ha tenido a bien recordar en un informe encargado de avalar una campaña que se inicia estos días: las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones, la tortura y el saqueo de viviendas han estado, y están, a la orden del día. Aunque carecemos de estudios serios en lo que respecta al número de personas que viven -es un decir- en Chechenia, no parece aventurada la conclusión de que el país se ha visto sometido a una suerte de arrasamiento que, merced a una destrucción sistemática, carece de parangón con lo ocurrido en cualquier otro escenario del planeta en el último decenio.
Con un trasfondo como el reseñado, hay que adherirse a una lectura muy torcida de los hechos para dar crédito a la tesis, tan cara al presidente Putin, de que el comando que se hizo fuerte en el teatro Dubrovka respondía a instrucciones e intereses foráneos: como si no hubiese en Chechenia elementos poderosos llamados a alimentar la desesperación y el comportamiento desbocado. Y como si -dicho sea de paso, y sin atribuir ahora a la cuestión un relieve mayor- no fuera lo suyo recelar de cualquier explicación de los sucesos aportada por unas autoridades, las rusas, que en repetidas ocasiones han movido sus peones para manipular a unos u otros grupos de la resistencia chechena.
Es menester, en fin, que de lo más reciente pasemos a lo más lejano, no vaya a ser que se nos escape algo importante: en Chechenia, como en tantos otros lugares, un Estado impone obscenadamente su lógica, escudado por igual en las leyes que promulga -a su amparo no acostumbra a olvidarse, claro, de sí mismo-, en una singular percepción de la historia y en el general uso de la fuerza. Siendo vigorosas las huellas de esta triple aberración, a duras penas aciertan a arrinconar un puñado de hechos que algún relieve tienen para entender lo que sucede hoy en Chechenia. Ahí están, si no, una laboriosa conquista militar, la asumida por el ejército imperial ruso, que se prolongó durante ochenta años y sólo remató en 1864, con las secuelas que es sencillo imaginar; el incumplimiento en 1922, por el naciente régimen soviético, de una promesa de reconocimiento del derecho de autodeterminación; la sangrienta deportación, en 1944, del conjunto de la población local, camino del Asia central, y el más que discutible criterio que, en 1991, permitió lidiar con la desintegración de la URSS en franco provecho de sus repúblicas federadas y en detrimento de las restantes instancias político-territoriales (producto éstas de circunstancias tan azarosas y caprichosas como las que habían conducido a la configuración de las repúblicas recién mencionadas).
El tono autoritario, a menudo despótico, que ha impregnado la política de Rusia en los dos últimos siglos ha tenido su prolongación, más recientemente, de la mano de la concesión del derecho de voto a los soldados del contingente militar de ocupación, de un increíble desprecio por los acuerdos alcanzados y de trampas sin cuento en lo que se refiere a la enunciación de los objetivos de unas u otras políticas. Cuando, en octubre de 1999, el entonces primer ministro Putin puso en marcha una nueva y ambiciosa operación militar en Chechenia su propósito no era hacer frente, como rezaba la propaganda oficial, a una amenaza terrorista, sino restaurar la integridad territorial, apuntalar un maltrecho negocio petrolero y, más allá de ello, catapultar su persona hacia la presidencia del país. Para que el lector receloso se quede contento, forzoso es subrayar que nada de lo anterior obliga a reírle las gracias a una resistencia chechena en la que no han faltado prepotentes señores de la guerra, caudillos compulsivamente entregados al ejercicio del terror y perversos circuitos mafiosos.
Pidámosle a nuestros gobernantes, tan inclinados al pulido ejercicio del telegrama, de la condolencia y la congratulación, que hagan un esfuerzo -permítasenos la ingenuidad- para informarse sobre quién es el destinatario de sus mensajes. Maxim Gorki lo describió con palabras aceradas: "Tengo un particular recelo y desconfianza por el hombre ruso que se hace con el poder: quien ha sido esclavo hasta hace bien poco se convierte en un déspota desenfrenado en el momento en que se abre la posibilidad de ser el patrón de su vecino". Y recomendemos también a nuestros medios de comunicación que procuren llamar a las cosas por su nombre: ese ejército, el ruso, que a menudo aparece etiquetado con el civilizado adjetivo de federal, es la principal maquinaria de terror de cuantas campan por sus respetos en Chechenia.