Según parece, la humanidad está amenazada por un nuevo peligro: un gas que deambula por ahí; un gas que ha aparecido por Moscú. Lo ocurrido no es una acción de fuerzas especiales de la policía rusa, encaminada a neutralizar a un comando checheno en un lugar concreto de Rusia y en un contexto determinado dramáticamente por la presencia de cientos de personas inocentes. Es un gas mismamente; un gas "la cosa en sí incognoscible". Desde luego que los estúpidos titulares sólo podían " suavizar" el primer impacto de una noticia que conmemora una hecatombe, a pesar de sus precedentes fujimoristas. Habría sido demasiado insistir- aunque todo se andará- en que un objeto "física y psíquicamente incapacitante" haya podido reemplazar al sujeto incapacitado de la acción. Sobre todo cuando el número de víctimas no hace más que aumentar y la razón de Estado se va velando ante la brutalidad de los hechos: el uso criminal, probablemente del gas BZ, análogo de la colinesterasa, cuyo antídoto antagonista, la fisostigmina no formaba parte del bagaje de la operación, a pesar de que el mejor pronóstico para las víctimas de las consecuencias del BZ depende de la rapidez en que se administre.
Los hechos y el mensaje de los hechos- el significado cierto del acto de conducta -, por más que lo enmascaren, son estos: no ceder nunca, no negociar jamás, no allanarse en ninguna circunstancia a las razones de los otros. Vale decir: la sangre de vuestros muertos tiene que ser la rabia que reivindique a nuestros verdugos, porque a través de una violenta compulsividad que descansa en el rito funerario sólo os vamos a dejar la opción adjetiva de elegir la forma de morir y no la sustantividad de la vida; porque no se trata de estar con ellos o con nosotros, se trata de perecer a manos de ellos o de nosotros, sencillamente porque ellos- los otros- no tienen derecho a existir y nuestra prevalencia está determinada a destruir cualquier contestación, incluso en la forma pasiva de una desconcertada mayoría silenciosa.
Bush y Putin, y tantos más, desde el pedestal de la razón de Estado, alimentan la violenta territorialidad del poder, amenazando con liquidar el excedente de humanidad que el modo de producción capitalista asimila a la sobreproducción de mercancías. Hay un pacto criminal, pues, para repartirse los beneficios secundarios de esta violencia. De ahí esa manera infame de titular, esa complicidad basada en la inconmovible resolución de extender la brutalidad sobre la sociedad inerme cuando, llegado el caso- y el caso puede ser mañana, aquí o en cualquier parte -, un comando terrorista o simplemente de los otros, de los humillados y los preteridos, de quienquiera que se resista a ser un pordiosero ontológico, responda al hierro con el hierro.
Con la presunción insoportable de sus excesos supersticiosos, el capital ha irrumpido decididamente en su fase final de canibalismo autodestructivo. Aquí no se salva ni Dios.