Jolanta Kwasniewski, esposa del presidente polaco, sonreía arrobada al presidente norteamericano Bush. Ambos estaban sentados en la mesa principal, antes de que se iniciase el banquete de Praga, mientras, a su lado, el presidente checo Václav Havel, pulcramente vestido con su impecable pajarita, leía un discurso lleno de referencias a la democracia, a los riesgos del terrorismo, a la imprescindible libertad. Sin duda, Jolanta Kwasniewski estaba feliz por su cercanía al poder, y podemos comprenderla, puesto que no es frecuente sentarse al lado del presidente de los Estados Unidos de América. También Bush le sonreía a ella, satisfecho por las deferencias con las que le obsequiaban, seguro de que su poder político y militar le añadía encanto personal ante las damas. Casi podríamos decir que coqueteaban, si no fuera porque el momento requería cierta contención: era una ocasión histórica.
Ese banquete, amable y distendido, era una cita más en la reunión de Praga de la alianza militar dirigida por Estados Unidos, la OTAN, que ha tenido un gran simbolismo, no sólo por los acuerdos y por el hecho de celebrarse por primera vez en lo que fue territorio de los países del socialismo europeo, sino por el hecho de que la mayoría de los Estados presentes han aceptado de buena gana -como buenos países satélites, aunque unos lo sean mejores que otros- las decisiones preparadas por el Pentágono y por el Departamento de Estado norteamericanos: entre ellas, la ampliación de la alianza militar hasta las puertas de Rusia y la asunción de la doctrina de los ataques preventivos, una doctrina fascista gestada en Washington que, aunque rompe cualquier legalidad internacional y abre una peligrosa deriva dictatorial y colonialista para el resto del mundo, anunciando una nueva era mundial, no ha inquietado a los gobiernos a los que se invitaba a asociarse, ni apenas a los aliados veteranos.
Bush y Jolanta Kwasniewski no parecían escuchar, pero no era necesario que nadie prestase atención a las palabras de Havel, un hombre que se encuentra incómodo en los salones del poder, como él mismo ha explicado, pese a que nadie lo diría a la vista de su complacida actitud: al fin y al cabo, todos conocían la retórica de las ocasiones solemnes. Tampoco era necesario que nadie escuchase las condiciones norteamericanas para la nueva OTAN, apenas órdenes disfrazadas de petición por las buenas maneras que deben mostrarse en los banquetes y en las galas. Ni era necesario escuchar el cada vez más cercano ruido de los tambores de guerra: las reticencias francesas quedaban casi ocultas. Después de todo, ża quién importan esos desgraciados afganos, olvidados ya por el mundo?, ża quién importan esos iraquíes, que mueren lentamente en un bloqueo criminal?, ża quién, esos coreanos, casi chinos, a los que Bush ya ha declarado su peligrosa animadversión? żO a quién le importa la destrucción de Argentina o el sombrío futuro de millones de personas en África o en América Latina? Havel no tuvo palabras para ellos. Tampoco las tuvo la nueva OTAN, segura de que los grandes medios de comunicación no repararían en esos extremos, por mucho que después los expliquen con medios rudimentarios y escasos los jóvenes revolucionarios y los activistas de la izquierda que permanece.
Sin embargo, más allá de los acuerdos con los que Estados Unidos ha armado a esa nueva OTAN, con licencia para matar fuera de lo que había sido su territorio histórico fundacional, algunas de las escenas que hemos podido contemplar, servidas por las televisiones y por la prensa, podrían pasar a componer el catálogo del museo imaginario de los ridículos contemporáneos y del servilismo democrático ante el imperio norteamericano. Porque la esposa del presidente polaco no era la única que se esforzaba por adular al hombre llegado del otro lado del océano Atlántico. La señora Kwasniewski, compañera de su marido en el viaje sin retorno de los conversos al capitalismo, sonreía feliz a Bush, sin duda no por la inteligencia o la simpatía del mandatario norteamericano, sino por la íntima satisfacción de estar al lado del poder, del verdadero poder. También ha adulado a Bush el presidente rumano, Ion Iliescu, otro converso surgido del frío; o los enviados por los países del Báltico, que participaban de las galas principescas en los hermosos salones reservados por Havel casi como si fueran poetas para orlar la historia. Y los viejos aliados no quisieron ser menos: Javier Solana, el esforzado socialdemócrata, hizo lo mismo; Berlusconi enhebró un sonrojante discurso a mayor gloria de los Estados Unidos, y Aznar, presidente del gobierno español, sonreía satisfecho por la deferencia que Bush tuvo con él saludándole al pasar. Después, algunos de los mandatarios acompañarían al inquilino de la Casa Blanca en emotivas manifestaciones de agradecimiento en plazas públicas, preparadas de antemano, con banderitas norteamericanas agitadas al unísono, como en Vilna o en Bucarest.
De todos ellos, merece mención aparte Václav Havel, el valeroso defensor de la libertad, el hombre providencial celebrado por los grandes medios de comunicación internacionales como una de las conciencias críticas de nuestro tiempo, el estadista que no ha tenido ningún empacho en convertirse en un acólito de Washington, adulando hasta el ridículo a Bush y al país que está quebrantando la legalidad internacional. Era el anfitrión. Havel, engolado, vestido con pajarita, paladeando su presencia entre los grandes del mundo, citó el palacio de Congresos de Praga como "una reliquia del sistema totalitario y de sus oscuras ideas", pero -sensible como es a todos los atropellos a la libertad y a la justicia- sorprendentemente no supo ver la menor oscuridad ni ningún motivo de crítica en los bombardeos indiscriminados de Washington en Afganistán, o en la criminal política de bloqueo contra la población iraquí, o en la ruptura unilateral por parte de Bush de los tratados internacionales de desarme, ni en las acciones terroristas protagonizadas por los militares norteamericanos -como los bombardeos de poblaciones civiles o el asesinato de sospechosos en Yemen-, ni supo ver rasgos preocupantes en el quebranto de la Convención de Ginebra o en el apoyo norteamericano a siniestros dictadores en numerosos países del planeta; Havel ni siquiera supo ver motivos de censura en las matanzas de la cárcel de Mazar-i-Sharif, o en la población de Miazi Jala, en Afganistán.
Havel, capaz de escribir hermosos discursos sobre la libertad, aloja con gusto en la República Checa a Radio Free Europa, una sucia emisora de la CIA que lleva décadas sembrando mentiras sobre el continente, o acepta la tutela de Washington hasta el punto de que dos mil quinientos policías y militares norteamericanos se desplegaron por Praga, en una prepotente manifestación de su fuerza, similar a la que mostraban en el pasado las tropas británicas cuando se desplegaban sobre las colonias del imperio, para controlar cualquier incidente. Miles de policías llegados para impedir cualquier protesta de la población, estaban allí para que nada enturbiase el viaje de inspección de los señores del Pentágono. Incluso aviones de combate norteamericanos se hacían dueños del espacio aéreo checo, subrayando la limitación de su libertad. No sé qué pensarían los ciudadanos de París, de Roma, o de Barcelona, si miles de policías norteamericanos se apoderasen de sus calles, y es probable que ni siquiera la derecha de esos lugares aceptaría una intromisión semejante. Pero a Havel no le pareció insultante para la soberanía de su país, tal vez porque, tan aficionado ayer a hacer preguntas al poder, no se le ocurrió ninguna ante la presencia de Bush.
Tampoco reparó Havel en que los nuevos socios que pronto serán admitidos en la OTAN lo son para comprar armamento: las multinacionales del crimen y los mercaderes de la guerra ya están husmeando los territorios del Este europeo. Václav Havel debe juzgar que es el precio por la conquista de la libertad, aunque la destrucción social de la última década en el Este de Europa haya lanzado a la pobreza y a la marginación a millones de personas. Pero ese es un asunto que no conmueve a los comisionistas de la guerra: los nuevos aliados deben comprar aviones de combate, tanques, acorazados y limitarse a seguir las indicaciones de Washington, como hace Praga en las propias Naciones Unidas, sea para atacar a Cuba o para cualquier otro asunto para el que sea requerida. Tampoco reparó Havel en que la restauración del capitalismo en los países de la Europa oriental ha traído consigo un largo rosario de decepciones, de crímenes, de engaños. El capitalismo sin escrúpulos, el desempleo, la corrupción y las mafias, el abandono de millones de personas a su suerte, la delincuencia, la desnutrición infantil, la aparición de enfermedades que estaban erradicadas, la prostitución y el comercio de seres humanos, hasta la venta de esclavos, forman ahora parte del paisaje de la libertad. En ninguno de esos extremos ha reparado Václav Havel, hombre justo entre los justos, y nada de eso parecía inquietarle en el banquete de Praga. Podría pensarse que Havel es un poeta, un dramaturgo que se siente incómodo -nos dice él mismo- en los salones del poder, un presidente poco inclinado a bregar en los círculos de los grandes del mundo, pero su sonrisa le traicionaba. Sabía que estaba entre los suyos.
Es cierto que, en Praga, a nadie sorprendió ese desdén por el mundo que muestra Václav Havel, ahora que dice adiós a la política: la servil actitud de algunos mandatarios presentes en Praga -que les ha llevado a anteponer su condición de fieles aliados a la dignidad de sus países- como Tony Blair, como el español Aznar, o como los dirigentes de la Turquía de los militares cómplices de las matanzas contra los kurdos, les ha hecho mostrar igual que Havel su disposición para entrar en combate a las órdenes de Estados Unidos en la guerra que se prepara contra Irak. Ni siquiera consideran necesaria la cobertura de las Naciones Unidas. De hecho, para entenderlos, nada ha sido tan revelador como el silencio de empleados educados con el que recibieron todos los dirigentes de los países de la OTAN al presidente Bush: todos hablaban distendidamente cuando se hizo un opresivo silencio de sacristía ante la entrada del presidente norteamericano. Ese gesto espontáneo era la aceptación tácita de que estaban allí a sus órdenes, mostrando inadvertidamente sus temores, su inseguridad, su dependencia, hasta el punto de que un crítico severo tal vez afirmaría haber visto maneras de lacayo en muchos de los nuevos aliados y de los viejos.
Vista la reunión de Praga, no es necesario que los ciudadanos se estrujen el cerebro. Washington está llevando la nueva OTAN hasta las fronteras rusas, con el acuerdo tácito de Putin, y pretende llevarla hasta los límites de China, agitando el espantajo del terrorismo internacional, aunque todos sepan que lo que está en juego es la consolidación del dominio norteamericano y un nuevo reparto del mundo armados con la feroz proclama de la guerra preventiva sin límites geográficos. El inexperto Bush lo ha dicho con claridad: "Mi tarea consiste en hacer que la hoja siga afilada". No es un poeta, desde luego, pero parece que sabe lo que quiere, a juzgar por la inquietante mirada de Condoleezza Rice. Bush es un hombre de acción, dispuesto a todo, seguro de que su país debe guiar al mundo; un hombre riguroso en sus visitas de inspección al territorio de los nuevos aliados, que acepta con benevolencia las sonrisas zalameras de Havel, convencido de que el mundo necesita la libertad, aunque sea esa peculiar libertad norteamericana que trae la sumisión o la guerra, la muerte y la destrucción. En Praga, Václav Havel estaba con él, con palabras de poeta, al lado de la libertad, persuadido de que el mundo es un lugar peligroso y de que alguien debe tener licencia para matar.