11 de noviembre del 2002
Intelectuales franceses que se escoran a la derecha
Los nuevos reaccionarios
Maurice T.Maschino
Le Monde Diplomatique, octubre 2002
El papel que deben desempeñar los intelectuales en nuestra sociedad es al mismo tiempo idéntico y muy diferente del que desarrollaron otros pensadores en el pasado reciente e histórico. Una rápida panorámica a la clase intelectual francesa permite describir las derivas políticas de algunos autores mediáticos que han abandonado sus compromisos progresistas y han abrazado la causa económica y moral de la derecha.
Cuando el pueblo está amordazado y la democracia está en peligro, "la insurrección es el más sagrado de los deberes". De Rousseau a Sartre ("On a raison de se révolter!"), desde Voltaire, que defendió a la viuda Callas, a Zola, que denunció la injusta condena del capitán Dreyfus, o Gide, que se sublevó contra la guerra de Marruecos y contra el colonialismo en el Congo, los intelectuales, en Francia -al menos los más importantes- han estado, durante dos siglos, a la vanguardia del combate por la justicia y la libertad.
Sin miedo a enfrentarse a los poderes establecidos, pagando con su persona (Hugo y Zola tuvieron que exiliarse), participaron en todas las luchas contra los opresores y los tiranos. La guerra civil española los movilizó, y Saint-Exupéry, Georges Bernanos, François Mauriac, André Malraux, entre tantos otros, formaron parte activa en la denuncia del fascismo. La guerra de Argelia los enfrentó, en su mayoría, contra la política de "pacificación": la mayoría (François Mauriac, André Mandouze, Pierre-Henri Simon) denunció la tortura y las exacciones del ejército francés, y más de 121 prestaron su apoyo a los desertores y a los insumisos en un conocido Manifiesto. A la cabeza (¿En primera línea?), por supuesto, Jean-Paul Sartre y su revista Les temps modernes, y también etnólogos (Jean Pouillon), historiadores (Pierre Vidal-Naquet), orientalistas (Máxime Rodinson), matemáticos de reputación internacional (Laurent Schwartz), escritores, artistas, actores, periodistas... Actualmente, nos cuesta imaginar qué impacto tuvo sobre la opinión, y sobre los poderes establecidos, semejante movilización de los mayores talentos de la época.
Y es que los tiempos han cambiado. Y aunque para muchos, el mayo del 68 pudo tener aires de revolución, el descubrimiento del gulag y del "socialismo real", así como la evolución de los países de África y Asia desde hace poco independientes, supuso un verdadero trauma para muchos intelectuales franceses.
La pérdida de sus ilusiones, o de sus esperanzas, llevó a muchos, en los años setenta y ochenta, a refugiarse en un silencio incómodo y a renegar de sus compromisos de juventud. O a intervenir, ruidosamente, con el ardor y la mala conciencia de los arrepentidos, en el sentido inverso, culpabilizándose, o culpabilizando a sus mayores, acusados de "haberse equivocado siempre". O también, adhiriéndose con aspavientos a la americanización del mundo, a la globalización económica y a la ideología neoliberal que ellos denunciaban tiempo atrás. A partir de entonces, algunos no dudaron en asumir una posición sobre las más diversas cuestiones (políticas, económicas o culturales), posiciones que ellos mismos habrían calificado de "furiosamente reaccionarias" hace unos años.
Otros siguen marcados por el shock sufrido en su juventud. Si el tiempo de las autocríticas se acabó, el fracaso de la perestroika, el desmoronamiento de la Unión Soviética les convenció de que la construcción de un socialismo con rostro humano era una utopía. Lejos de fortalecerlos, la política llevada a cabo por François Mitterand y la izquierda en los ochenta les reafirmó en su escepticismo, y continúan decididos a no dejarse engañar por las "apariencias de la historia". El término mismo de "intelectual comprometido" les repugna. Replegados en las universidades, confinados en sus despachos y manifestándose tan sólo en revistas destinadas a un público restringido, los más serios de estos intelectuales se dedican esencialmente a la "búsqueda de la verdad".
Pierre Nora es un ejemplo. Según él, al intervenir en el presente, siempre equívoco y engañoso, el intelectual corre el riesgo de equivocarse y de engañar a los ciudadanos. Por lo tanto, el intelectual debe contemplar "con una mirada distante" la sociedad en la que vive, del mismo modo que un etnólogo observa a los nambikwaras: "¿Qué pensábamos de De Gaulle en 1958? Toda la izquierda gritaba contra el aprendiz de dictador y denunciaba un «golpe de Estado fascista». ¿Pensamos lo mismo hoy?" Prudencia ante todo: "Hay que desvincular la actividad intelectual de la actividad militante... Es horrible decirlo, pero cuando hace veinte años me preguntaron qué eslogan quería para Le Débat, respondí riendo: «Los intelectuales hablan a los intelectuales» como «Los franceses hablan a los franceses». Hay que aceptar no ser el portavoz de las masas". ¿Pero quién se dirigirá a ellos con el lenguaje de la verdad, si el intelectual se esconde y calla? "¡Si no hay relevo, mala suerte!".
Pierre Nora va incluso más lejos en lo que parece un desprecio aristocrático: no dudaría, llegado el caso, en "disociar lo que piensa de lo que escribe". Si estuviese convencido, por ejemplo, de que la salida al conflicto palestino-israelí es necesariamente trágica, no lo diría y dejaría al lector un poco de esperanza. Por otro lado, "es inútil escribir artículos de opinión pura. Añadir opinión a la opinión. Que un Téo Klein denuncie la política de Sharon está muy bien. ¿Pero yo? ¿De qué serviría?" (1). Si el ciudadano Pierre Nora es de izquierdas ("¡Por supuesto que voté a Jospin!"), el intelectual está en otra parte.
Otros, igualmente partidarios de la mayor reserva, no parecen afectados de esquizofrenia, a primera vista. Sin la menor vacilación, afirman que el papel del intelectual es el de "pensar el mundo para transformarlo": "El intelectual, afirma, por ejemplo, Pierre Rosanvallon, historiador y profesor en el College de France, es aquel que relaciona un trabajo de análisis con una preocupación ciudadana. Si no, es un especialista." Pero como estos intelectuales no están dispuestos a vulgarizar su saber y a rechazar estas "caricaturas" que son, a su entender, los "ensayistas superficiales" y los "abonados a los medios de comunicación", se condenan al individualismo y al conservatismo de los universitarios más clásicos.
Pierre Rosanvallon lo rechaza: "Hay relevos y mediaciones: profesores de secundaría, intelectuales ocupados de los asuntos sociales, periodistas... Nuestros estudios llegan, de una manera o de otra, a la sociedad". Ilusión: cincuenta años después del fin de la guerra de Argelia, numerosos profesores, incluidos los de izquierda, pasan muy rápido por las páginas oscuras de este periodo. Eso si no las ignoran (2). Creerse "relevado" cuando uno no llega más que a una fracción ínfima del público parece más bien imposible. y pretender que los "libros de intervención" de Pierre Bourdieu, por ejemplo, representan "un bajón en la exigencia de la verdad" (Pierre Rosanvallon) es adoptar una concepción elitista del intelectual, que sigue el juego del poder.
Frente a estos intelectuales que rechazan toda publicidad, ya sean abiertamente de izquierdas (Daniel Bensald, Miguel Benasavag) o "simplemente" demócratas (Clément Rosset, Marcel Gauchet), y que, por otro lado, no interesan a los medios de comunicación por demasiado "complicados", se oponen otros, que han sabido muy bien hacer ver que ocupan toda la escena y se confunden, para el gran público, con "los intelectuales". Su éxito se lo deben a su don de gentes, así como a la omnipotencia, políticamente orientada, de la televisión.
Antaño marxistas, o de tendencias más o menos marxistas, al principio de su carrera, ellos también se apresuraron -fue uno de los "efectos Solzhenitsin"- a renegar de sus primeros amores y a negar todo su valor: en su fantasmagoría, los maestros pensadores se convertían en "devoradores de hombres" –según ellos, del cerebro de Hegel, Marx, Fichte o Nietzsche había salido directamente el antisemitismo y el Estado totalitario. Era el momento de promulgar una "nueva filosofía", que se suponía iba a conferir al capitalismo un rostro humano: André Glucksman, Bernard-Henry Lévy,Jean-Paul Dollé y algunos otros se pusieron manos a la obra. Con toda sinceridad, sin duda; pero sin excesiva lucidez.
Probablemente, esta agitación habría durado lo que duran las rosas, si estos jóvenes que tenían a su favor más relaciones mundanas que libros, no hubieran suscitado la curiosidad, y posteriormente el entusiasmo, de los medios de comunicación, entre otros, de la televisión. ¿No aportaban su aval (de "izquierdas") al orden existente, y un poco de alma a un mundo cínico? ¿Acaso no contribuían a mantener la leyenda de una Francia a la vanguardia del combate por la libertad, al condenar sin vacilación los atentados a los derechos humanos en Bangladesh o en América Latina? Fueron rápidamente lanzados a la primera línea de la escena mediática y ahí se han quedado.
No por su "obra" -una serie de ensayos hechos de cualquier manera no hacen una obra, algunas ideas de choque no hacen un pensamiento-, sino porque están en simbiosis con una época que, en todos los campos, se muestra arrogante y ofrece, como la alquimia del siglo XVI, cobre por oro y latón por dinero. De esta perversión de valores, que transforma un suceso, por trágico que sea, en acontecimiento de primer orden, que hace de Loft Story (el Gran Hermano en versión francesa) "una especie de curso de educación amorosa" (Luc Ferry) (3) o de un presentador de "debates" televisivos un profesor de filosofía, estos intelectuales son los primeros beneficiarios.
Efectivamente, pasaron los tiempos en los que un intelectual se definía, en primer lugar, por su trabajo como intelectual. Por una obra que lo daba a conocer y, cuando intervenía en los asuntos del siglo, justificaba su legitimidad. Voltaire, Hugo, Zola, Sartre, Gide, Foucault, Bourdieu... todos fueron, antes que nada, creadores, que no debían su celebridad más que a sí mismos, a su talento ya la fuerza de sus escritos. Hoy en día, importa poco la calidad o nulidad de una producción: son los medios de comunicación, y la televisión antes que ningún otro, los que consagran a los intelectuales. Les dan existencia como intelectuales. Deciden quién lo es y quién no. Y son estos mismos los que modifican su estatus: ya no se trata de escribir los libros más enjundiosos, más profundos, para ser reconocido como intelectual, sino ser lo más visible posible, aparecer lo máximo posible en pantalla, en antena, y en "uno" de los periódicos. En Libération o en Le Monde a ser posible, y en las revistas.
Mejor aún: mientras se ocupe un puesto de editorialista asociado en una gran publicación de París, en Le Point, en Le Nouvel Observateur o en Express, sin olvidar la dirección de una colección en una editorial, se tiene asegurado un lugar bajo el sol, gracias a la red de relaciones parisinas creadas de este modo.
Intercambio de servicios: en los medios de comunicación, los intelectuales pagan el favor recibido, y los medios de comunicación, que los solicitan a cada paso, mantienen su reputación.
Semejante dependencia, servil respecto de aquellos que os hacen rey y pueden arrojaros al olvido de la noche a la mañana, repercute en la naturaleza misma de la producción intelectual: ésta debe ser constante -un libro por año, o, al menos, cada dos años, aunque sea un comentario deslavazado de la actualidad más heteróclita, titulado "diario"-, y, entre un libro y otro, artículos, conferencias, participaciones en el programa de un compañero o de un director cualquiera de redacción, cuyo nuevo libro será alabado (no siempre leído...). Y todo esto, en detrimento de la calidad, de la seriedad, del rigor, del trabajo sólido, y con el mayor desprecio hacia los hechos.
Jugando, gustosos, a los periodistas, estos "intelectuales de parodia" (4) raramente trabajan sobre el terreno (si lo hacen, cuentan con autoridades que controlan el territorio, guiados por éstas, protegidos por un guardaespaldas, cuando no es la seguridad militar del país que visitan...), y apenas se dedican al trabajo minucioso de investigación del reportero, que asume riesgos, recopila pacientemente informaciones, concede la misma atención a los simples ciudadanos que a los jefes de Estado o de la guerra. "No sirven a una causa, dice de ellos Pierre Nora, ellos utilizan la desgracia del mundo en beneficio de su ego". Y de un narcisismo desorbitado.
Reporteros de un día o autores prolijos, todos cultivan su diferencia. Y, a falta de innovar -de crear- se repiten, para acentuarla: ruidosa defensa de los derechos humanos, preferentemente en Croacia, en Bosnia o en Ruanda, más "exóticos" que Francia; estruendoso elogio del neoliberalismo y de la globalización económica (forzosamente "feliz"): incesante apología de Estados Unidos; constante crítica del "tercermundismo"; permanente denuncia del "progresismo" y de toda modernidad; incansable e incondicional apoyo al Gobierno de Israel... A cada uno su estandarte, que lo hace inmediatamente reconocible. A cada uno su fondo de comercio. Siendo mínimamente sólido, su poseedor puede permitirse cualquier fantasía.
Por ejemplo, decir que un gato no es un gato, o que un racista no es un racista. Como Alain Finkielkraut, a quien el antisemitismo de un Renaud Camus no conmueve demasiado. Decir que "un judío es realmente incapaz de asimilar la cultura francesa" no le parece escandaloso: si se reconoce algo sobre "la parte de la herencia en la identidad", y sobre "los niveles de pertenencia nacional", estas declaraciones, considera, "adoptan otro sentido" (5).
Como tampoco tiene nada de racista, afirma también Finkielkraut, el reciente panfleto anti- musulmán de Oriana Fallaci, La rage et l'orgueil (6). Injuriando a "los hijos de Alá", que "se multiplican como ratas", nos obliga a "mirar la realidad de frente" y a ver, por fin, con la conciencia tranquila, lo que son verdaderamente los árabes. Rompedora de tabúes, "tiene el insigne mérito de no dejarse intimidar" y libera la palabra (7).
En efecto, preocupado por las reacciones que estas declaraciones han provocado, el "humanista" rectifica y decreta que, se mire por donde se mire, el libro de Oriana Fallaci es "indefendible". Después de haberlo defendido. Pero en la entrevista que nos concede, no puede evitar encontrarle virtudes y defenderlo nuevamente: "Me ha impresionado su fuerza. Oriana Fallaci se ha propuesto decir sus cuatro verdades a Europa. Su libro es un libro antieuropeo".
En definitiva, anti todo.
Táctica de Finkielkraut: atacado en un punto concreto, cambia de objeto, se escabulle, se desliza como una anguila entre las objeciones. De ahí ese empleo constante del pero, que tiene la función de negar -y no de matizar- lo que, por sumisión aparente a lo políticamente correcto, acaba por reconocer. No es conservador, pero "cuidado con el progreso" (con la clonación, con el PACS -Pacto Civil de Solidaridad, ley francesa que ampara a las parejas de hecho- con el divorcio por consentimiento mutuo, con la paridad...); no es moralista, pero juzga; se dice de izquierdas, pero "no le gusta en absoluto esta tendencia de la izquierda a ser binaria"; no está de lado de los dominadores, pero "los dominadores no son siempre los que tienen todas las culpas"; hay que "salir del discurso liberal", pero, sobre todo, no hay que encerrarse en el discurso progresista.
Evocando el racismo anti-árabe, Finkielkraut enseguida encadena con el antisemitismo. ¿Por lo tanto, es más difícil ser judío que árabe en Francia y, por ser judío, más difícil encontrar vivienda, empleo, ocupar altos cargos... ? Molesto, se va por las ramas: "No es fácil ser judío en un barrio árabe". No le repliquen que es más difícil ser árabe en Israel porque se altera: "Los árabes israelíes gozan de los derechos civiles y sociales comunes a todos los israelíes", y sobre todo, no le digan que Israel lleva a cabo una guerra colonial en Palestina: se pone al borde del infarto.
Parcialidad, miedo impregnado de odio hacia los árabes, apoyo ciego a Israel, ampulosidad narcisista: Alain Finkielkraut tiene al menos un mérito. Por sus excesos, permite captar, como en una caricatura, rasgos comunes a muchos intelectuales franceses de hoy, a pesar de sus diferencias:
. El depósito de cadáveres de la aristocracia y el desprecio hacia el pueblo: Luc Ferry, quien no ha hablado nunca de masas francesas, no duda, en cambio, en hablar de "masas árabes": Es cierto que no tiene en gran estima a las primeras: "Tengo a veces la sensación de que hay casi demasiados programas interesantes en televisión" (8).
. La descalificación injuriosa de aquellos que piensan de forma distinta: el periodista Didier Eribon no es más que un "pitbull", los pedagogos a lo Philippe Mérieux son "guardias rojos de la cultura" (Alain Finkielkraut) (9). Pierre Bordieu era "tremendamente orgulloso, narcisista, manipulador, hipócrita, perverso, grandilocuente, ridículo, insoportable" (Alain Minc) (1O), "el antiamericanismo es el progresismo de los gilipollas" (Pascal Bruckner) (11).
. La incoherencia: Philippe Sollers denuncia el racismo de Renaud Camus, pero publica en su revista L'infini un artículo de Marc-Edouard Nabe, quien prorrumpe en amenazas contra el "retorno del antisemitismo. Esta zorra de Sinclair ya se relame"... (12).
. Una mayor sensibilidad respecto al antisemitismo que respecto a la fobia hacia el Islam. Si las reflexiones de Renaud Camus sobre los judíos provocaron una oleada de protestas que duraron más de tres meses, las 175 páginas de injurias de Oriana Fallaci contra los musulmanes apenas han alterado el microcosmos intelectual: a excepción de Bernard-Henry Lévi, que reaccionó al momento en el número mismo de Le Point que publicaba las vociferaciones de la periodista italiana, y Laurent Joffrin, quien arremetía contra ella en un artículo de Le Nouvel Observateur, casi todos los demás guardaron silencio. Empezando por algunos de aquellos (Claude Lanzmann) que habían protestado acaloradamente contra las declaraciones de Renaud Campus. ¿Diferentes raseros? . Una cierta indiferencia respecto a las víctimas de guerras, embargos, hambrunas y enfermedades que sacuden al Tercer Mundo: más de 3.000 muertos el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, es horrible, y "todos somos norteamericanos", pero cientos de miles de muertos en Rwanda, tres millones en tres años en Zaire, es horrible también, pero no conmueven a nadie: ¡norteamericanos sí, africanos no! André Glucksmann, que se apresuró a denunciar los crímenes de los rusos, de los chinos o de los norcoreanos, no tuvo "una palabra de compasión, observa Gilbert Achcar, para las víctimas de los Estados de la OTAN y asimilados, como los kurdos y los palestinos" (13).
¿Humanismo a la carta? Eso no es todo.
Un intelectual, afirmaba Herbert Marcuse, "es alguien que rechaza comprometerse con los dominadores". Y cuya tarea principal, dice Pierre Rosanvallon, es hacer el mundo un poco más inteligible y producir "una legibilidad sin concesiones". La mayoría de intelectuales franceses de hoy no reúne esas características: en lugar de incitar a la reflexión, siembran la confusión. Como los medios de comunicación. Incluso cuando no desconocen la realidad.
Como Pascal Bruckner, que recuerda, en las primeras páginas de su reciente ensayo, Misere de la prosperité (14), algunas cifras terribles sobre las desigualdades del mundo contemporáneo: "el 20% de los habitantes de la Tierra subsiste con menos de un dólar por día y uno de cada cuatro niños padece malnutrición en el sur… el 10% de la población del globo produce y consume e170% de los bienes y servicios...". Lógicamente, se impone un única conclusión: un modo de producción que hace que dos terceras partes del planeta pasen hambre y que produce centenares de millones de excluidos es un escándalo y debe ser combatido.
Lo que escapa, aparentemente, al entendimiento de Pascal Bruckner. Sin transición, arremete contra los "antiglobalizadores" -celosos que denuncian a los amos del mundo porque no están entre ellos-, lamenta que Estados Unidos intervenga tan poco en los asuntos de otros. "No es el liderazgo norteamericano inquietante sino más bien su discreción", con claros síntomas de amnesia, dice "sí al capitalismo" cuyas fechorías acaba de condenar, y sugiere a aquellos a los que les "obsesiona" de "no pensar más en él": "Ser anticapitalista (….), es pensar en otra cosa.
Más que estar contra, ¿Por qué no estar al lado, zafarse?" ¿Y, olvidando "el orden de las utilidades", dedicarse a "la poesía, al amor, al erotismo, a la contemplación de la naturaleza"? Pascal Bruckner es seguramente un caso a parte entre los contemporáneos. Pero representativo de una actitud muy extendida entre muchos intelectuales, salvo en lo del amor y las flores del campo.
Con matices, ciertamente. Si la globalización liberal vuelve eufórico a Alain Minc, "cercano al blairismo", "luchar contra la globalización (permitanme la expresión) es escupir contra el viento"; otros hacen algunas matizaciones. Pero incluso si denuncian el intervencionismo norteamericano o desean una globalización más "humana" que respete "los valores no mercantiles: la felicidad, la amistad, la solidaridad" (Jacques Julliard), la mayoría considera que el capitalismo es el menos malo de los sistemas y que debe ser, simplemente, "arreglado". Todos hablan de la necesidad de contrapoderes y cuentan, unos con la sociedad civil y la concertación entre "interlocutores", los otros con las luchas sociales.
"Liberal de izquierdas", Alain Minc admite que "el mercado crea desigualdad", pero está convencido de que éste puede "regularse" y "limitarse/encuadrarse". En cuanto a Laurent Joffrin, moderadamente reformista, partidario de una socialdemocracia "renovada", considera necesario "rehabilitar lo político": "Todo pasa por la izquierda clásica. Los partidos de izquierda deben reinventar nuevos métodos de acción y ponerse de acuerdo a escala europea con vistas a intervenciones comunes".
Quimeras, según Jean-François Kahn: en el momento en que cada vez más hombres y mujeres, en los países ricos, están condenados a una vida cada vez más dura, en que los países del Tercer Mundo sufren más que nunca hambre y una mortalidad cada vez más alta, en el momento, por lo tanto, en que el capitalismo mata, directamente o indirectamente, a millones de seres humanos, imaginarse que puede "humanizarse" cuando, en su esencia misma, es inhumano, es engañarse completamente.
Si esto se rechaza, no queda otra solución que un frente común de los demócratas para sentar las bases de otro tipo de sociedad: "En mayo del 68, continúa el director de Marianne, me parecía completamente ridícula -el contexto no se prestaba a esto- la agitación "revolucionaria". Pero actualmente, pienso que hay que hacer la revolución. Respecto a la lógica neoliberal -que es una dinámica desquiciada, que provoca estragos terribles, que desgarra, tritura, rompe, que destroza al hombre y representa un verdadero retroceso de la civilización- hay que frenarla con una revolución. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará? Los que ya lo están haciendo, los integristas religiosos, los islamistas, los populistas, los neofascistas, los nacionalistas étnicos… La elección es clara: o construimos un proyecto revolucionario para bien, o aceptamos que otros lo lleven a cabo para mal. Y esto, la mayoría de los intelectuales no lo comprende".
¿Porque se han aburguesado, no? Sin duda. "Muchos de los que participaron en mayo del 68 se han introducido en la economía de mercado para modificar su curso y han acabado plenamente integrados", constata, con conocimiento de causa, Laurent Joffrin. "El régimen liberal paga caro a los intelectuales que se involucran, denuncia Michel Onfray, éste sabe hacer deseable la afiliación. Conferencias a 70.000 francos (10.000 euros), integración del filósofo en los brain-trust de las empresas, participación en comités de dirección, presentación de noches de debate muy bien pagadas, lugares preferentes en los medios de comunicación colaboradores donde sus libros se reseñan positivamente: pocos resisten a estas sirenas".
Philippe Sollers, André Glucksman, Alain Minc, Pascal Bruckner, André Comte-Sponville, Luc Ferry, entre otros, no resisten y se presentan gustosos en las empresas. Bernard-Henry Lévi se guarda de hacerlo, pero en sus bloc-notes de Le Point, no deja de alabar a los que las dirigen, como Jean-Luc Lagardere, "Me gusta de él ese lado de general condotiero o de Cyrano conduciendo su propia vida" -y Jean-Marie Messier, quien "se abre a los cuatro vientos, fuerza el destino, invierte el orden prescrito de las cosas" (15)...
Otros, o los mismos, no dudan en cortejar o servir al príncipe. Hace tres años, Luc Ferry se jactaba de haber compartido un desayuno con el secretario general del Elíseo, convertido en ministro de Asuntos Exteriores: "Tenía un desayuno con Dominique de Villepin. Quería verme solo… ¿y a que no sabéis quien asomó la cabeza? ¡Chirac! (16). Basta con que un ministro o un presidente les confíe una misión o una cartera para que den saltos de alegría.
Sin embargo, su modo de vida no explica, por sí sólo, su incapacidad para valorar el mundo en su justa medida. Sería necesario que hubiesen realizado una verdadera revolución interior. No es el caso: contrariamente a lo que ellos creen, no han cambiado. No se han despojado del hombre viejo. Sus estructuras mentales continúan siendo idénticas: "Con la misma pasión que en otra época denunciaban el "socialismo" porque sacrificaba el hombre por el Estado, celebran el neoliberalismo y no comprenden, o no quieren comprender, que éste sacrifica el hombre por el dinero, constata Jean-François Kahn. De la misma manera que eran estalinistas o maoístas, se han convertido en proamericanos. Y de la misma manera que se llamaban internacionalistas, se proclaman mundialistas. Siguen siendo maniqueos. Y no se dan cuenta de que han cambiado de campo".
Fervientes defensores, dicen, de los derechos humanos, apoyan un Estado que ya no respeta esos derechos ni en su país/hogar, ni en los países que domina más que en la ex-Unión Soviética. Ayuda incondicional a las dictaduras más sanguinarias, así como a las políticas más ciegas y asesinas, golpes de Estado, atentados, condena a muerte lenta (hambre, enfermedades) de centenares de miles de seres humanos (Irak, Sudán) -Estados Unidos es "un estado terrorista de primer orden" (Noam Chomsky) (17), y es a este estado al que llaman "democrático" (Jacques Julliard), al que la mayoría apoya, cuando no le profesa una admiración ilimitada.
Políticamente sometidos, ideológicamente serviles, aduladores de los grandes, cortesanos zalameros, cubiertos de títulos que lucen como medallas (profesores en la École polytechnique, catedráticos de la universidad, "filósofos"), a menudo picos de oro y a veces brillantes estilistas, tienen, como se dice, "todo lo que hay que tener para agradar". No es de extrañar que hayan seducido a los medios de comunicación, ni que, a cambio, los medios se sirvan de ellos. Olvidando, de ese modo, la función primordial del intelectual "marginal, inútil y esencial", como dice Pierre Nora: la función crítica, el rechazo total de compromiso con los dominadores.
Contrariamente a estas mentalidades tristes, que, tomando sus deseos por la realidad, anuncian regularmente el "fin de los intelectuales", los intelectuales -los verdaderos- son más necesarios que nunca: en una sociedad en la que la escuela se desmorona, en la que la televisión vierte sus necedades a grandes dosis sobre millones de ciudadanos, en que los periódicos se envilecen y, con demasiada frecuencia, cultivan los sucesos más que el hecho verdadero, tan sólo los intelectuales pueden incitar a la reflexión; a tomar cierta distancia respecto del acontecimiento burdo. A ver, leer y escuchar de otra manera.
"El papel de un intelectual es hoy el mismo que antes, apunta Michel Onfray: sobre el principio de Diógenes (o de Bordieu), ser la mala conciencia de su tiempo, de su época. El tábano, el guía, el rebelde con el que nunca se reproduce el sistema social. El intelectual puede pensar y aportar ideas a los políticos, poco dotados para el pensamiento y la reflexión. Debe denunciar las injusticias, las taras del sistema, los mecanismos alienantes...". Sin concesiones.
Han rechazado participar en esta investigación: Pascal Bruckner, Jean-Claude Casanova, André Glucksman, Serge July y Jorge Semprún.
Se ha "reservado" su respuesta: Luc Ferry.
Notas:
(1) Théo Klein, Le Manifeste d'un Juif libre, Liana, Lévi, Paris, 2002.
(2) Cf. "la mémoire expurgée de la guerre d'Algerie", Le Monde diplomatique, edición francesa, febrero de 2001.
(3) En Le Monde télévision, 12 de agosto de 2002.
(4) Louis Pinto, "Des prophétes pour intelectuels", Le Monde diplomatique, edición francesa, septiembre de 1997.
(5) Alain Finkielkraut, L'ímparfait du présent, Gallimard, París, 2002.
(6) Oriana Fallaci, La rage et l'orgueíl, Plon, París, 2002.
(7) Alain Finkielkraut, Le Point, 24 de mayo de 2002.
(8) Luc Ferry, en Le Monde télévísion, 12 de agosto de 2002.
(9) Mkarion Van Renterghem, "Entre chiens de garde et pitbulls", Le Monde, 1 de mayo de 1998.
(10) Alain Minc, Le fracas du monde, le Seuil, Paris, 2002.
(11) Le Fígaro, 22 de febrero de 2002.
(12) Guy Birenbaum et Yvan Gattegno, "les obsessions racistes de Renaud Camus", Le Monde, 3 de agosto de 2000.
(13) Gilbert Achcar, Le Choc des barbaries, Complexe, Bruselas, 2002.
(14) Pascal Bruckner, Misére de la prospérité, Grasset, París, 2002.
(15) Le Point, 5 de mayo de 2000 y 23 de julio de 2002.
(16) Philippe Lançon, "Le philosophe du président", Libération, 3 de marzo de 1997.
(17) Noam Chomsky, La loí du plus fort, Le Serpent à plumes, Paris, 2002.