Un siniestro grupo fundamentalista se reúne cada cierto tiempo lejos de las montañas de Afganistán. No tiene nada que ver con Osama bin Laden ni Al Qaida o con otros elementos calificados como terroristas, pero proyectan y realizan ataques devastadores a la infraestructura de la comunidad internacional.
Tan dañinas son sus acciones, que solo el pasado año provocaron 23 gigantescas manifestaciones de descontento por sus ataques contra la humanidad, resultantes de caos y conflictos, según datos de prensa.
El grupo detrás de esto se reúne periódicamente en lujoso confort junto a las aguas del lago Ginebra. Los "caballeros" se autodenominan El Cuarteto, y no encaran ataques ni represalias de la administración Bush, porque son los "talibanes" del libre comercio -representantes de EE.UU., Canadá, Unión Europea y Japón-, y manejan armas como desregulación, corte de tasas de interés, devaluación, elevación de precios y otras formas enmarcadas dentro de la globalización neoliberal.
Para mostrar su fuerza, y a manera de simples ejemplos, los instrumentos que manejan obligaron a Ecuador a elevar el precio del gas para cocinar en 80%, y cortar los emolumentos dedicados a los servicios públicos en 50%; en Tanzania, con 1,3 millones de personas sufriendo SIDA, se indujo a reducir el presupuesto para los hospitales y escuelas; Bolivia tuvo que entregar su agua industrial a una compañía de Londres, que subió los precios en 35%, y en Argentina, el gobierno ha sido conminado a reducir su déficit y salarios, y llevar a cabo un sinnúmero de medidas de perjuicio popular.
Mientras el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional obligan a reducir los programas para paliar la pobreza, el Fondo llama "resistencia al cambio" a las combativas protestas contra la injusticia.
Los "mullahs" del mercado han decretado que el pueblo tiene que ser golpeado para comprender la pureza y verdad de la nueva "teología", y es que la globalización que se conoce, la neoliberal, es un frente del capitalismo corporativo, el más grande triunfo hasta la fecha sobre el sentido común.
Comprende la transferencia de las decisiones de quienes detentan realmente el poder, a los gobiernos hechos elegir para que hagan respetar los derechos de corporaciones y redefinir el modus vivendi de los pueblos bajo su férula.
Paralelamente, necesita de modernos mitos de engaño, como el del libre comercio, que no es más que la explotación del débil por el fuerte, haciendo creer en la igualdad de intercambio.
Recordemos cómo en 1998, Sudáfrica intentó comprar medicamentos a Brasil y la India para combatir al SIDA, al costo anual de 250 dólares por paciente, y el entonces vicepresidente Albert Gore amenazó a Pretoria con sanciones económicas, si dejaba de adquirir ese tipo de remedio de las compañías farmacéuticas norteamericanas.
Bajo el manto de la Organización Mundial de Comercio, las compañías de los países ricos ostentan el 97% de las patentes mundiales, lo cual resulta, en términos monetarios, la transferencia de unos 6 000 millones de dólares de los más necesitados a los más poderosos.
Otro mito del libre comercio es la respuesta al problema de la pobreza y el subdesarrollo. Durante los últimos 20 años, los 49 países menos desarrollados solo intervinieron en el 0,4% del comercio mundial.
Los apologistas del libre comercio claman que ha habido un alza en el modo de vida (incluyendo el ingreso per cápita, la educación y la esperanza de vida) a partir de la segunda mitad del siglo pasado en las naciones subdesarrolladas.
Esto no es totalmente incierto, pero hay una notable diferencia en cuanto a su interpretación: hasta 1989, cada nación incluida en este crecimiento, o era del campo socialista o en ella el Estado tenía control sobre la mayor parte de los bienes. En ese mundo "prehistórico", el per cápita creció un 73% en América Latina y 39% en África (claro, con la enorme cadena de desigualdades que le acompaña en los países capitalistas), pero en las dos décadas de libre comercio "fundamentalista" que siguieron, el crecimiento en América Latina cesó virtualmente, apenas 6% en 20 años, y en África decreció 23%. Los niveles de alfabetización y esperanza de vida siguieron el mismo camino.
Los países que producen productos primarios para exportar encontraron que salía más caro producirlos, debido a la caída de los precios, y cuando la nación era forzada a devaluar para convertirse en más competitiva, las deudas en dólares se incrementaban. Los cortes en salario, salud y educación fueron el precio demandado para reprogramar el primer pago de las deudas.
Antes de la década de Thatcher y Reagan, se obligaba a seguir el ajuste estructural del FMI, pero era tan escandaloso el número de hambrientos que disminuían los dividendos corporativos, por lo cual era necesario un nuevo instrumento que sustituyese el programa del Fondo. Llegó la Organización Mundial de Comercio, y fue entonces que el Banco Mundial habló -solo habló- de una estrategia para reducir la pobreza, pero hoy es todo peor que antes.
Los países del Sur siguen encarando brutales presiones para liberalizar sus mercados, remover los controles sobre el movimiento de capital, reducir la participación estatal y utilizar las tasas de interés a fin de reducir la inflación.
Es el terrorismo económico de los más ricos contra los más pobres, del que poco se habla.