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La vieja Europa

1 de noviembre del 2002

Chechenia de nuevo

Carlos Taibo
La Vanguardia

Al parecer, y en el mundo en que vivimos, hay que aguardar a que espectáculos como el registrado en un teatro de Moscú reaviven nuestro mortecino interés por un conflicto como el que acosa, desde tiempo atrás, a Chechenia. Uno más, por cierto, de los muchos en los que un gobierno que exhibe un pésimo registro en materia de derechos humanos ha movido pieza en los últimos trece meses y, amparado en una sórdida legitimación internacional, ha optado por imprimirle una nueva vuelta de tuerca a políticas nada edificantes.
La acción guerrillera ha suscitado, por lo demás, la misma reata de noticias de siempre. Se han manejado nombres dispares --así, los de Movladi Udugov y Movsar Barayev-- en lo que hace a sus presuntos responsables, se ha mencionado, cómo no, el espectro de Shamil Basáyev y la sombra paralela de Osama Bin Laden y no ha faltado, en fin, quien se ha visto obligado a recordar que todas las acciones atribuidas a la guerrilla chechena en la capital rusa han suscitado vivas polémicas en las que a menudo se ha invocado el presunto papel de los servicios de inteligencia rusos. La última de las grandes polémicas al respecto se registró en septiembre de 1999, cuando las bombas emplazadas en dos edificios de viviendas en las afueras de Moscú --nunca se demostró que gentes como Basáyev estuviesen detrás de los atentados-- permitieron que el entonces primer ministro, Vladimir Putin, reabriese belicosamente el contencioso correspondiente a la república secesionista. Hoy es inevitable que los analistas se pregunten, por lo demás, cómo es posible que un número tan alto de guerrilleros cargados de armas y explosivos opere a sus anchas sin que la policía rusa se dé por enterada.
Pero, especulaciones aparte, lo suyo es que prestemos atención a un conflicto, el de Chechenia, que parece hallarse en la trastienda de los sucesos de Moscú. La situación actual en este atribulado país es fácil de resumir: aunque la posición militar rusa es hoy más cómoda que la de la guerra librada entre 1994 y 1996, la resistencia guerrillera sigue siendo feroz en las montañas meridionales de la república. No sólo eso: de un tiempo a esta parte, y pese a lo que se barruntaba tras los atentados de septiembre de 2001 en EE.UU., la guerrilla ha acrecentado sensiblemente su capacidad de acción en las propias ciudades del norte del país. Significativo es que, a la postre, el Kremlin se haya mostrado reacio a reducir el número de soldados presentes en Chechenia.
El panorama se completa con media docena de datos poco esperanzadores. El primero nos recuerda que ha fracasado, y palmariamente, el proyecto de gestar una administración chechena prorrusa. Sus dirigentes se hallan hoy en visible descrédito, tanto a los ojos de la población local como --según se dice-- a los de sus valedores en Moscú. El fracaso que nos ocupa algo le debe, en segundo lugar, al escasísimo vigor de fórmulas que permitan encarar una reconstrucción económica del país y, con ella, el retorno de los refugiados. La prosecución de la guerra ha sido al respecto decisiva. Un tercer dato de relieve lo aporta el hecho de que, con el paso del tiempo, un elemento central en la estrategia del Kremlin ha demostrado tener efectos negativos: hablamos de una cruda demonización de toda la resistencia chechena que no distingue entre radicales y moderados. Al amparo de esta maniquea forma de razonar Moscú se ha encontrado, a la postre, sin interlocutores reales del otro lado, algo que a buen seguro no llena de contento a figuras moderadamente críticas con el discurso de Putin, como es el caso del ex primer ministro Yevgueni Primakov. Una cuarta circunstancia importante es la ausencia, del lado de los dirigentes rusos, de un proyecto político que plantee alguna perspectiva creíble de concesiones, y de negociación, con la resistencia. En los hechos, la única propuesta formulada por Putin al efecto fue la que cobró cuerpo a finales de septiembre de 2001 y adoptó la forma de una oferta en virtud de la cual se anunció que los jueces serían generosos si los resistentes deponían las armas. La propuesta, realizada en la estela del represivo orden internacional que empezaba a revelarse tras los atentados de Nueva York y de Washington, nada tenía --como puede apreciarse-- de generosa y estaba muy lejos de la demanda principal de la guerrilla: el reconocimiento de un derecho de autodeterminación que Rusia había acatado, por cierto, en el verano de 1996 al amparo de acuerdo de Jasaviurt. Agreguemos, en fin, para cerrar este triste panorama de desafueros, que el ejército ruso se ha entregado a una auténtica orgía de violencia en Chechenia que no ha suscitado inquietud alguna en nuestras cancillerías: aquí como en tantos otros escenarios el terror de Estado campa por sus respetos. Aunque sabemos que en la guerra iniciada en octubre de 1999 han muerto ya 4.500 soldados rusos nadie se atreve a aventurar la cifra de víctimas mortales registrada entre la población chechena.
El presidente ruso, Putin, se encuentra, por lo demás, en una situación delicada. Mientras una parte de la opinión pública, y acaso --y bien que con alguna fisura-- la cúpula militar, le pide mano dura, las voces que reclaman una reapertura de la vía de la negociación son cada vez más numerosas. Con un conflicto armado estancado y peligroso, lo menos que puede decirse es que Putin no le ha sacado partido, por fortuna, al sinfín de miserias que se han abierto camino en el planeta tras el 11 de septiembre de 2001.