6 de octubre de 2002
Entre el fascismo y el hastío
Manuel Vázquez Moltalbán
El País
Una de las novelas más reveladoras de Alberto Moravia es La noia, expresión del hastío vital que poco tiene que ver con la asepsia moral del conformismo, materia prima de la en mi opinión su mejor novela: El conformista. La noia (El tedio o El hastío o El aburrimiento), publicada en los años sesenta, refleja la desgana de una sociedad normalizada, en cambio La romana, editada en plena liquidación del fascismo, ubica su acción en los años de la conquista de Abisinia, tiempos de excepción en los que la lucidez narrativa y profesional de una prostituta, Adriana, sirve de punto de vista tanto de la Italia que pasa por su cama, como de la que comprende su derecho a la supervivencia. La propia madre de Adriana estimula el oficio de su hija, desde una percepción cínica de los valores convencionales de la mujer. El celestinaje de las meretrices pueden desempeñarlo madres desencantadas de su papel de hembras reproductoras sometidas a la más total de las relaciones de dependencia: el matrimonio.
El más cruel de los clientes de Adriana es Sonzongo, el fascista predeterminante y predeterminado, personaje opuesto al del irresoluto e indeterminado Astarita. La cama es el territorio del bien y del mal, porque el adolescente seriamente enfermo que fue Alberto Moravia en los años veinte hizo de la cama no sólo un lugar de postración y convalecencia de una tuberculosis ósea, sino también un territorio límite del comportamiento. El sexo revela pautas de conducta y repercute en lo individual y lo social, conclusión que subyace en la novelística de Moravia sin necesidad de haber leído textos de Wilhelm Reich. El sexo es desvelador porque desnuda a los protagonistas de sus disfraces sin que el escritor se pronuncie sobre la presunción de Paul Valéry: 'Lo más profundo en el hombre es la piel'.
He escrito que cuando Alberto Pincherle (Alberto Moravia) publicó en 1929 su primera novela, pagándose la edición de su propio bolsillo, sólo tenía 22 años y un desprecio total a la clase social de la que procedía. Debe su nihilismo no sólo a su enfermedad, sino también al hecho de pertenecer a una nítida promoción de nietos de Nietzsche, irritados por aquella sociedad dirigida por una burguesía acobardada por la rebelión de más masas. Moravia le hacía la autopsia al cadáver de una casta social dominante conformista, André Malraux fomentaba revoluciones en el mundo entero y ponía su literatura al servicio de un supuesto nuevo destinatario histórico. No es un paralelismo gratuito. Ambos partían de la náusea ante la conducta burguesa basada en la doble verdad: Malraux se investía de condottiero revolucionario ávido de una nueva comunión de los santos; Moravia, en cambio, tenía el talante marcado por su condición de adolescente largamente enfermo, luego joven apuesto de ojos magnéticos pero algo cojo, que no estaba para demasiadas acrobacias aéreas ni históricas. A pesar de aprehender la realidad desde el lecho, y del éxito de masas de La romana, considerada casi como una novela verde, Moravia historifica lo que ve y no recurre al erotismo como una audacia de la negación, caso de Henry Miller, o como un alarde descriptivo e igualmente desafiante, como el del Lawrence de El amante de Lady Chatterley, por citar los tres ejemplos que suelen darse de la hoy superadísima literatura erótica escandalosa. El sexo como canibalismo interpersonal le lleva a un pesimismo humanista, no sólo fomentado por la brutalidad de personajes como Sonzongo, sino también por la hipocresía o el conformismo que lo hacen posible, aunque siempre filtra una cierta compasión fatalista ante la imposibilidad del hombre para ser feliz o simplemente cumplir cualquier canon de ética necesaria. Literatura como trasunto de la cultura del desamor, practicada brutalmente en La romana o La campesina o con aderezos de gran cheff desganado en El conformista, el escritor fue frecuentemente considerado como un desafecto, instalado en un pesimismo aristocrático y desdeñoso porque los seres humanos no eran como él se merecía. Vigorelli, crítico imprescindible en aquellos años de explosión de la literatura italiana posfascista, escribió que Moravia estaba seriamente angustiado '... de la gangrena que amenaza al hombre moderno si no reencuentra la relación consigo mismo, con los otros, con las cosas, con la sociedad'. Si en la literatura de Moravia el sexo era la metáfora de la anexión, también representa la máxima afirmación de la vida, obligado a resolver el conflicto entre la nostalgia de la pureza y la utopía del paraíso. Escrita La romana en primera persona, en un lenguaje descaradamente culto, literario, impropio de Adriana, prostituta más pedagoga que erotizante que al final de su relato teme por la nueva vida que lleva en sus entrañas, hijo de padre asesino y madre puta. Pero resuelve, pragmáticamente, que lo importante era que naciera bien y se criara sano y vigoroso.