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La lucha continúa

9 de enero del 2002

La crisis en la Argentina, explicada paso a paso

Mempo Giardinelli
Ciberoamérica

L
as imágenes recorrieron el mundo poco antes de la última Navidad: los argentinos salieron a las calles enfurecidos, golpearon cacerolas y gritaron y enfrentaron a la policía en abierto desafío al estado de sitio decretado por el presidente Fernando de la Rúa. Durante dos noches ocuparon todos los espacios públicos y, a un costo de más de 30 muertos, consiguieron la renuncia del odiado ministro de Economía Domingo Cavallo y, enseguida, la caída de todo el gobierno.
Fueron imágenes impresionantes, que se repitieron durante las dos siguientes semanas mientras se forzaban cambios de gobierno, uno tras otro, y este país sudamericano tenía 5 presidentes en 12 días. Decenas de miles de hombres y mujeres, la mayoría de clase media, con su novedosa protesta aún ahora en el inicio de 2002 siguen siendo los verdaderos protagonistas de la situación.
No es difícil explicar semejante fenómeno sociológico. Este país de 37 millones de habitantes, rico hasta la exageración y potencialmente una fabulosa reserva natural mundial, vive desde hace cuatro años una impresionante depresión económica, con un desempleo récord superior al 20 por ciento, y un desastre industrial y financiero sin precedentes. Estadísticas oficiales revelan que hay 14 millones de pobres en la Argentina (casi el 40 por ciento de la población), la mayoría provenientes de una clase media que fue el orgullo de este país pero que se desmoronó durante los 90 hasta sumirse en un estado de absurda miseria. La mitad de ellos sobrevive en condiciones de indigencia, con ingresos menores que 60 dólares por mes. Y la hasta hace pocos años emergente industria argentina hoy está completamente paralizada.
La pregunta que muchos se hacen es: ¿por qué la Argentina, que hacia 1910 era una de las siete economías más sólidas del mundo, se vino abajo? ¿Cómo un país que se mantuvo neutral en las dos guerras mundiales del siglo veinte y en 1945 tenía extraordinarias reservas en oro y divisas, llegó a esta situación? La respuesta es mucho más compleja, pero seguramente hay una responsabilidad fundamental: la inestabilidad institucional (entre 1930 y 1983 la Argentina fue gobernada por el militarismo, con pocas excepciones democráticas). Esto debilitó no sólo la democracia sino también todos los sistemas de control político, económico y jurídico. El principio del fin fue el golpe de Estado de 1976, cuando los militares asaltaron el poder por última vez. El régimen criminal encabezado por el general Jorge Rafael Videla y el almirante Emilio Eduardo Massera no sólo provocó un verdadero genocidio (30 mil desaparecidos y más de un millón de exiliados) sino que comenzó el actual sistema de corrupción bancaria e industrial.
Pero a partir de la recuperación de la democracia, en diciembre de 1983, no se produjo el esperado cambio. Al contrario, los sucesivos presidentes constitucionales -Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa- y en particular todos los ministros de Economía que ellos nombraron, sin excepción alguna respondieron primero y principalmente al interés de los acreedores, el Fondo Monetario Internacional y la banca global y nunca, en ningún caso, al verdadero interés nacional. Y esto es lo que tiene más indignada a la población en estos días: la furia contra los dictadores se convirtió ahora en furia por la traición de los demócratas.
Todo estalló a mediados de diciembre pasado, cuando el ahora ex ministro Cavallo tomó varias decisiones: a) decidió que en lugar de declarar el default para negociar la cesación de pagos con los acreedores externos iba a aplicar un nuevo plan de ajuste interno (hubo 11 ajustes sólo en 2001 y éste se veía como el más duro); b) decidió que la deuda externa privada (de las grandes empresas extranjeras con subsidiarias en el país) pasaba a convertirse en deuda pública, con lo cual a los 91 mil millones de dólares quedebían los argentinos se les sumaron 67 mil millones más (y así la deuda externa total es hoy de casi 160 mil millones); y c) decidió que nadie puede disponer libremente del dinero que tiene depositado en los bancos.
Esta última medida se tomó el 18 de diciembre, cuando el sistema bancario argentino, compuesto de unos 30 bancos en su mayoría extranjeros, cerró sus puertas luego de que se sacaron del país las fabulosas ganancias acumuladas durante los últimos 12 años (en 2001 se fugaron del país 26 mil millones de dólares) e incluso se vaciaron las reservas del Banco Central (donde quedaron apenas 3 mil 100 millones). La población contempló, horrorizada, cómo mientras eso sucedía Cavallo decretaba que los pequeños clientes (13.5 millones de argentinos que son titulares de depósitos, ahorros e inversiones de menos de 50 mil dólares) no podrían retirarlos por 90 días. La masa de dinero de esos ahorristas se estima también en 26 mil millones de dólares. La furia estalló cuando la ciudadanía advirtió la gigantesca estafa: menos de 100 empresas y millonarios endeudados, con la complicidad de la banca, se llevaban al extranjero el ahorro de millones de argentinos. Era lisa y llanamente un robo, aprobado y protegido por el gobierno. Por eso, espontáneamente y sin organización, la noche del 19 de diciembre todos en este país salimos a las calles y avenidas a batir cacerolas, tocar las bocinas de los coches, gritar y manifestar nuestra rabia exigiendo que renunciaran Cavallo primero, y el presidente De la Rúa después.
En Europa y Norteamérica puede resultar extraño que se hable de "bancoterrorismo", pero eso fue lo que irritó sobremanera a las clases medias y medias altas, que son mayoritariamente las titulares de esos depósitos. Además, el "terrorismo bancario" se explica recordando que lo que deben al sistema bancario argentino los 87 principales deudores suma un total de, precisamente, 26 mil millones de dólares. O sea la misma cantidad que se fugó del país durante 2001 y la misma que constituye la masa del ahorro nacional. ¿Quiénes son los que fugaron ese dinero?Las mayores empresas nacionales y extranjeras y, sobre todo, las que surgieron de las privatizaciones de la década pasada, cuando prácticamente todo el patrimonio estatal fue liquidado a precio vil y mediante contratos leoninos en contra de los intereses nacionales. Y muchas de las cuales pertenecen a bancos extranjeros.
Lo que siguió fue un agravamiento político de la situación. Porque la pregunta: ¿quiénes son los responsables del desastre? tiene una única respuesta: sin dudas las clases dirigentes argentinas, que permitieron el descontrol y alentaron los abusos de bancos, empresas y acreedores, a todos los cuales protegieron como nadie jamás ha hecho, creo, en toda la historia del capitalismo. La clase dirigente argentina acumula hoy un porcentaje altísimo del Producto Bruto Interno, que fue hasta ahora de casi 9 mil dólares per cápita anuales. Cifra que parece elevada, pero que se relativiza con los datos del absurdo reparto interno: menos del 10% de la población acumula el 80 por ciento de la riqueza nacional.
Por eso, cuando en el mundo nos preguntan cómo llegó la clase media argentina a tomar conciencia política, mi respuesta es que quizá nunca llegó sino que fue empujada por la desesperación que le produjo la prohibición de disponer del dinero que cada uno tenía en los bancos. Sin dudas, ésa fue la gota que colmó el vaso y la paciencia de la gente, cuya furia hoy alcanza no sólo a la dirigencia política sino también a la sindical y empresarial, y a los comerciantes, industriales, profesionales, exportadores e importadores. E incluso a la eclesial que fue tan amiga de los dictadores. Todos tienen cuotas de responsabilidad en el desastre.
Y hay que recordar en este punto que la destrucción del Estado argentino parió una clase de nuevos ricos que hoy son terratenientes, ganaderos, dueños de caballos de carrera y frívolos personajes que han sacado gigantescas sumas de dinero del país (se calcula que hay unos 150 mil millones de dólares en el extranjero, o sea más o menos el total de la deuda externa argentina).Primero al amparo de la dictadura, y luego protegidos por mafiosas interpretaciones constitucionales de la Corte Suprema, ellos son, de hecho, los únicos beneficiados del perverso modelo económico que se viene aplicando en la Argentina desde hace un cuarto de siglo. Por supuesto, son gente que tiene nombres y apellidos que todos conocemos en este país y sabemos que siguen haciendo negocios fabulosos a costa del Estado. También contra ellos se levantó la ciudadanía. E incluso la furia de los argentinos tiene que ver -y me parece importante reconocerlo- con las propias malas decisiones que como pueblo ha tomado. Porque esta sociedad votó reiteradamente, por lo menos durante los últimos 15 años, propuestas políticas que solamente podían conducirla al abismo en que hoy se encuentra. Lo que algunos llamamos "voto suicida" y que el líder opositor brasileño Lula da Silva ha definido, con acierto, como la tragedia de los pueblos ignorantes que "votan a sus verdugos".
Todo esto, además, permite explicar por qué las protestas continuaron y aún hoy la desconfianza popular es tan grande. Porque tras la renuncia del presidente De la Rúa la Asamblea Legislativa designó a un político del establishment peronista sin prestigio y sospechoso de corrupción, quien decretó medidas populistas incumplibles y no respondió a las demandas de la población. Entonces las clases medias, ya entrenadas y autoconscientes de su poder, hartas de las disputas internas de peronistas y radicales (los dos partidos que cogobiernan la Argentina junto con los militares desde hace medio siglo) volvieron a batir cacerolas en el fin de año y tumbaron también a Adolfo Rodríguez Sáa, presidente por sólo siete días que debió renunciar al perder el apoyo de su propio partido.
Una nueva Asamblea Legislativa se reunió el primero de enero para consagrar presidente a Eduardo Duhalde, un político conservador del establishment peronista que fue vicepresidente con Carlos Menem y cuyo discurso populista dice que va a cambiar lo que muy pocos creen que vaya a cambiar realmente. De hecho, los dos partidos tradicionalmente rivales ahorase han fusionado en una especie de alianza conservadora que ellos llaman "de salvación nacional" pero que está bajo la mira de la ciudadanía, que aprendió a estar alerta y sospecha (y bien que hace) de todos los dirigentes.
Ahora le toca a este país reorganizar su futuro, pero la solución a la crisis no está a la vista ni es sencilla. Tendrán que producirse grandes cambios en el campo político y económico. Y en primer lugar, habrá que definir quién paga los platos rotos. Si el gobierno no exige a los bancos que respondan trayendo nuevamente los dineros que hoy tienen en el exterior y que es de sus clientes (que todavía tienen sus depósitos confiscados) e intenta nuevamente transferir el peso de los ajustes a la población, los cacerolazos y el descontrol popular van a repetirse. Y si en cambio el gobierno se decide a impulsar una distribución más democrática de los recursos financieros, afectando a los bancos y empresas que fugaron capitales, tendrá que soportar las enormes presiones de gobiernos y empresas extranjeras, como ya está sucediendo (junto con la devaluación del peso dispuesta el 6 de enero por Ley del Congreso empezó el desabastecimiento de algunos productos esenciales, como los medicamentos).
Desde hace tiempo sostengo que el problema de la Argentina no es la economía, como suele proclamar la prensa mundial. El problema es político y sobre todo es moral antes que económico. Por eso aquí no habrá ninguna solución económico-financiera mientras no se cambie el modo de conducción política del Estado y se cambie la Corte Suprema de Justicia, que es la institución republicana más desprestigiada de este país. El nuevo presidente, Eduardo Duhalde, tiene en sus manos hacer ese cambio o frustrarlo nuevamente. Y de paso le tocará decidir quién paga la fiesta que fue este país durante el gobierno que encabezaron Carlos Menem y él mismo en los 90. De esas decisiones dependerán no sólo que haya o no futuros cacerolazos, sino también la supervivencia misma de la democracia argentina.
Se trata, como se ve, de un dilema netamente político. Sostener lo contrario es parte del discurso neoliberal, que todo lo reduce a variables macroeconómicas sin tener en cuenta a las personas de carne y hueso, y así ha impuesto en muchas sociedades periféricas la ilusión del discurso globalizador. Que seguramente es beneficioso para sociedades avanzadas como la estadounidense o las europeas, pero que es letal en países de estructuras sociales débiles. Donde los tejidos de la solidaridad deben ser protegidos en todas sus etapas y donde la salud, la educación, la vivienda y las fuentes de trabajo deben ser cuidadas como si fuesen de oro. Y no como sucedió en la Argentina, donde fueron literalmente arrasadas mediante la mentira y la corrupción.
Si desde el final de la Guerra Fría se convenció al mundo de que no hay alternativas ni propuestas que disputen el terreno al discurso globalizador y neoliberal, en la Argentina esa tarea fue realizada por un verdadero ejército ideológico. El gobierno peronista de Carlos Menem entre 1989 y 1999, y el radical de Fernando de la Rúa desde entonces, fueron dos versiones idénticas de un mismo sometimiento sutilmente totalitario. Lo paradójico ahora es que los peronistas neomenemistas que acaban de volver al gobierno hace una semana son exactamente lo mismo.
Podríamos ironizar diciendo que una vez más le toca a la Argentina ser pionera en algo desdichado: quizá este país sea el primer testimonio cierto y profundo del agotamiento del capitalismo neoliberal. Sólo podría superarnos, si finalmente la inventan, la feroz guerra entre India y Pakistán, donde viven más de mil 200 millones de personas, o sea la quinta parte de los habitantes del planeta. Quizá hoy el mundo mira a la Argentina porque somos, inesperadamente, el país donde todas las clases sociales salen a repudiar el modelo ultraliberal. Quizá. Por eso la televisión lleva nuestras imágenes, como para que el mundo se mire por un instante en un espejo indeseado.
No está mal, quizá eso sirva para que los hacedores y beneficiarios del modelo descubran que en la Argentina se está viendo el peor efecto de la globalización: que la gente no sólo está harta de la injusticia sino que hay algo peor: está quebrada económicamente y entonces no consume. Y ya se sabe que los desocupados son no consumidores, por definición. Nada le duele al capitalismo más que eso.
* Mempo Giardinelli es escritor y periodista

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