Esto empezó con una explosión de violencia. Pocos días antes de la Navidad,
muchos hambrientos se lanzaron al asalto de los supermercados. Entre los desesperados,
como suele ocurrir, se colaron unos cuantos delincuentes. Y en esas horas del
caos, mientras corría la sangre, el presidente argentino habló por televisión.
Palabra más, palabra menos, dijo: la realidad no existe, la gente no existe.
Y entonces nació la música. Empezó de a poquito, sonando en las cocinas de algunas
casas, cucharones que golpeaban cacerolas, y salió a las ventanas y a los balcones.
Y se fue multiplicando, de casa en casa, y ganó las calles de Buenos Aires.
Cada sonido se juntó con otros sonidos, la gente se juntó con la gente, y en
la noche estalló el concierto de la bronca colectiva. Al son de los tachos de
cocina, y sin más armas que ésas, se alzó el clamor de la indignación. Convocada
por nadie, la multitud invadió los barrios, la ciudad, el país. La policía respondió
a balazos. Pero la gente, inesperadamente poderosa, derribó al gobierno.
Los invisibles habían ocupado, cosa rara, el centro de la escena.
No sólo en Argentina, no sólo en América Latina el sistema está ciego. ¿Qué
son las personas de carne y hueso? Para los economistas más notorios, números.
Para los banqueros más poderosos, deudores. Para los tecnócratas más eficientes,
molestias. Y para los políticos más exitosos, votos.
La pueblada que volteó al presidente De la Rúa fue una prueba de energía democrática.
La democracia somos nosotros, dijo la gente, y nosotros estamos hartos. ¿O acaso
la democracia consiste solamente en el derecho de votar cada cuatro años? ¿Derecho
de elección o derecho de traición? En Argentina, como en tantos otros países,
la gente vota, pero no elige. Vota por uno, gobierna otro: gobierna el clon.
El clon, desde el gobierno, todo lo contrario de lo que el candidato había prometido
durante la campaña electoral. Según la célebre definición de Oscar Wilde, cínico
es el que conoce el precio de todo y el valor de nada. El cinismo se disfraza
de realismo; y así se desprestigia la democracia.
Las encuestas indican que América Latina es, hoy por hoy, la región del mundo
que menos cree en el sistema democrático de gobierno. Una de esas encuestas,
publicada por la revista The Economist, reveló la caída vertical de la
fe de la opinión pública en la democracia, en casi todos los países latinoamericanos:
según los datos recogidos hace medio año, sólo creían en ella seis de cada 10
argentinos, bolivianos, venezolanos, peruanos y hondureños, menos de la mitad
de los mexicanos, los nicaragüenses y los chilenos, no más que un tercio de
los colombianos, los guatemaltecos, los panameños y los paraguayos, menos de
un tercio de los brasileños y apenas uno de cada cuatro salvadoreños.
Triste panorama, caldo gordo para los demagogos y los mesías de uniforme: mucha
gente, y sobre todo mucha gente joven, siente que el verdadero domicilio de
los políticos está en la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
Un recuerdo de infancia del escritor argentino Héctor Tizón: en la avenida de
Mayo, en Buenos Aires, su papá le señaló a un señor que en la vereda, ante una
mesita, vendía pomadas y cepillos para lustrar zapatos:
?Ese señor se llama Elpidio González. Míralo bien. El fue vicepresidente de
la República.
Eran otros tiempos. Sesenta años después, en las elecciones legislativas de
2001, hubo un aluvión de votos en blanco o anulados, algo jamás visto, un récord
mundial. Entre los votos anulados, el candidato triunfante era el Pato Clemente,
un famoso personaje de historieta: como no tenía manos, no podía robar.
Quizá nunca América Latina había sufrido un saqueo político comparable al de
la década pasada. Con la complicidad y el amparo del Fondo Monetario Internacional
y del Banco Mundial, siempre exigentes de austeridad y transparencia, varios
gobernantes robaron hasta las herraduras de los caballos al galope. En los años
de las privatizaciones rifaron todo, hasta las baldosas de las veredas y los
leones de los zoológicos, y todo lo evaporaron. Los países fueron entregados
para pagar la deuda externa, según mandaban los que de veras mandan, pero la
deuda, misteriosamente, se multiplicó, en las manos ágiles de Carlos Menem y
muchos de sus colegas. Y los ciudadanos, los invisibles, se han quedado sin
países, con una inmensa deuda que pagar, platos rotos de esa fiesta ajena, y
con gobiernos que no gobiernan, porque están gobernados desde afuera.
Los gobiernos piden permiso, hacen sus deberes y rinden examen: no ante los
ciudadanos que los votan, sino ante los banqueros que los vetan.
Ahora que estamos todos en plena guerra contra el terrorismo internacional,
esta duda no está de más: ¿qué hacemos con el terrorismo del mercado, que está
castigando a la inmensa mayoría de la humanidad? ¿O no son terroristas los métodos
de los altos organismos internacionales, que en escala planetaria dirigen las
finanzas, el comercio y todo lo demás? ¿Acaso no practican la extorsión y el
crimen, aunque maten por asfixia y hambre y no por bomba? ¿No están haciendo
saltar en pedazos los derechos de los trabajadores? ¿No están asesinando la
soberanía nacional, la industria nacional, la cultura nacional?
Argentina era la alumna más cumplida del Fondo Monetario, del Banco Mundial
y de la Organización Mundial de Comercio. Así le fue.
Damas y caballeros: primero son los banqueros. Y donde manda capitán no manda
marinero. Palabras más, palabras menos, éste ha sido el primer mensaje que el
presidente George W. Bush ha enviado a Argentina. Desde la ciudad de Washington,
capital de Estados Unidos y del mundo, Bush declaró que el nuevo gobierno argentino
debe "proteger" a sus acreedores y al Fondo Monetario Internacional
y llevar adelante una política de "más austeridad".
Mientras tanto, el nuevo presidente provisional argentino, que sustituye a De
la Rúa hasta las próximas elecciones, metió la pata en su primera respuesta
a la prensa. Un periodista le preguntó qué iba a priorizar, la deuda o la gente,
y él contestó: "la deuda". Don Sigmund Freud sonrió desde su tumba,
pero Adolfo Rodríguez Saá corrigió de inmediato su respuesta. Y poco después,
anunció que suspenderá los pagos de la deuda y destinará ese dinero a crear
fuentes de trabajo para las legiones de desocupados.
La deuda o la gente, esa es la cuestión. Y ahora la gente, la invisible, exige
y vigila.
Hace cosa de un siglo, don José Batlle y Ordóñez, presidente del Uruguay, estaba
presenciando un partido de futbol. Y comentó:
-¡Qué lindo sería si hubiera 22 espectadores y diez mil jugadores!
Quizá se refería a la educación física, que él promovió. O estaba hablando,
más bien, de la democracia que quería.
Un siglo después, en Argentina, el país vecino, muchos de los manifestantes
llevaban la camiseta de su selección nacional de futbol, su entrañable señal
de identidad, su alegre certeza de patria: con la camiseta puesta invadieron
las calles. La gente, harta de ser espectadora de su propia humillación, invadió
la cancha. No va a ser fácil desalojarla. La Jornada
- Mexico