En estas últimas semanas, aquí y allí aparecen noticias que parecen querer reemplazar el "Qué se vayan todos" por la frase 'Aquí no ha pasado nada', y demostrar que en la Argentina de 2002 las jornadas de diciembre han pasado al recuerdo, grato para los luchadores, amargo para los dueños del poder. Pero al fin no presente sino recuerdo, destinado a desvanecerse progresivamente por el mero transcurso del tiempo.
Menem realiza actos proselitistas en distintos lugares del país. El eterno gobernador de Santiago del Estero, Carlos Suárez gana su enésima elección provincial (ya no es gobernador en los papeles, pero sí en los hechos). El poder legislativo intenta clausurar definitivamente el juicio político a la Corte Suprema. Los 'cerebros' del presidente Duhalde pergeñan una y otra vez sus planes para garantizar que las elecciones de marzo de 2003 sirvan para perpetuar la hegemonía política actual. Y paradoja mayor, Adolfo Rodríguez Saa, expulsado 'cacerolazo' mediante en los últimos días de 2001 de su interinato presidencial, despunta como el candidato a Presidente con mejores perspectivas.
La demanda tiende a diluirse, incluso por las acciones de la propia oposición, que intentó primero un operativo mediático en torno a ella (Carrió+Kirschner+Ibarra), y luego apostó a una movilización callejera (Carrió+Zamora+De Gennaro), que no fue el éxito que se esperaba y que no dio lugar, hasta ahora, a ningún movimiento o acción ulterior. Cierta dolorida resignación, junto a un escepticismo indiscriminado que no debería confundirse con sabiduría, aparentan volver poco a poco a ser el talante habitual de amplios sectores de la sociedad argentina. La idea de que nada más o menos sustancial va a cambiar, se vuelve más plausible ante el leve adormecimiento que produce lo que algunos llamaron 'veranito' económico: Un par de meses con el dólar estable, la inflación importante pero en baja, e indicadores productivos que no descienden de modo tan catastrófico como hasta hace pocos meses. Allí están los aterradores niveles de pobreza, desocupación y precariedad laboral, pero se cierne el peligro de que pasen a formar parte de una perversa 'normalidad', que neutralice el sentimiento de indignada sorpresa que hoy producen. La degradación de la institucionalidad política sigue su curso, entre rumores de coimas, tentativas de trampa electoral vía ley de lemas y otros mecanismos que tienen en común la intención de distorsionar los resultados electorales, y nada de lo ocurrido, está visto, ha impuesto un cambio en los métodos y las conductas de los que ocupan esas instituciones.
Por 'abajo' las asambleas populares ocupan edificios abandonados para realizar actividades comunitarias, arman comedores populares, establecen centros culturales, y hasta quieren reconstruir clínicas desactivadas hace años. Numerosas empresas (en general medianas y pequeñas) retoman su funcionamiento bajo la dirección de sus trabajadores, algunas como cooperativa, otras como organizaciones bajo control obrero. Las organizaciones piqueteras continúan su trabajo en barrios y villas, mientras fluyen trabajosamente los fondos del Plan Jefes de Hogar, el último de los 'planes sociales' que da sustento a las organizaciones, pero también a los 'punteros' radicales y peronistas, que persisten en su accionar pese a la profunda crisis de las estructuras partidarias. La presencia ruidosa en calles y rutas del movimiento social ha descendido, si bien esto no puede asimilarse sin más a desmovilización, sino en muchos casos a un vuelco a trabajar en la consolidación de las organizaciones, en la satisfacción de problemas tan concretos como urgentes de sus miembros, en fundamentar con mayor amplitud las críticas al sistema social imperante y las propuestas alternativas al mismo. Se siguen tejiendo lazos entre las capas medias en descenso y los sectores más pobres; asambleas populares organizan la vacunación antitetánica de los 'cartoneros' que lastiman sus manos buscando el sustento entre la basura, o tratan de pergeñar una obra social para el personal de las empresas tomadas; y muchos vecinos de los barrios acomodados incorporan cada vez más la idea de que los pobres y desempleados pueden ser sus aliados en las soluciones, y no una parte de sus problemas. Pero también están 'los otros', el conglomerado más 'silencioso' que masculla en las esquinas contra las frecuentes manifestaciones y cortes de calles; pide más represión para los delincuentes, mientras sigue apostando a la preservación de su capacidad de consumo, de su lugarcito a la sombra de algún poder, a la restauración de algún 'orden' que les permita seguir ignorando con mayor comodidad todo lo que exceda su repliegue individualista, aunque el mundo se derrumbe a su alrededor.
Y todavía otros más, los que instalados en el 'progresismo' o al menos en la 'corrección política', están al acecho para partir nuevamente rumbo al limbo de su vida privada : 'Ah viejo, si después de todo esto la gente vota a Rodríguez Saa o a Menem, yo no quiero saber más nada', se los escucha decir. Como otras veces, esperan que ocurra algún sinsabor colectivo para volver a autojustificar la inacción, con la monserga de que la mezquina sociedad en que viven no merece que persistan en sus elevados ideales... Que estas actitudes no se generalicen y terminen prevaleciendo no está asegurado, ya que mucho importante pero casi nada irreversible ha ocurrido en el movimiento social en los últimos años, días 19 y 20 incluidos.
Entretanto, se debate una reforma constitucional de carácter radical, se espera una movilización popular que vuelva a desbordar el poder político y reactualice los temas del último diciembre. Una parte de la militancia lo aguarda todo de la acción de base y repite que no quiere tomar el poder sino desenvolverse al margen de él, a riesgo de que el poder desarticule, o directamente destruya, cualquier construcción alternativa que decida no cuestionarlo (o peor la coopte gradualmente mellándole su filo crítico). Otra parte insiste en confundir el avance de la organización popular y de la radicalización del movimiento con el crecimiento de su propia organización y con el principio de realización de lo que tienen 'planificado' como ineluctable futuro revolucionario.
Sin embargo, desde el poder, el escenario está preparado para deslizarse sin mayores novedades hasta el próximo marzo, y allí lograr, a tuertas o derechas, que un representante de la decadente 'clase política', peronista casi con seguridad, ocupe la Presidencia, seguramente con legitimidad 'manca' por la limpieza más que dudosa del proceso electoral, pero con el aparato estatal en sus manos, para continuar haciendo lo que el gran capital ordene, que no otra perspectiva se dibuja en el horizonte de la dirigencia, ya curtida en demasía en propiciar flagrantes inmoralidades con altivo gesto de estadista. Valdrá la pena tratar de impedir que esto ocurra, poner un coto a la persistente alianza de poder económico, político y comunicacional que no cederá un ápice sino se lo obliga a ello. Volver a repudiar con protestas activas, abstenciones y votos nulos comicios cada vez más farsescos.
Pero el apuntar a la construcción de una democracia radical inédita, al afianzamiento de una cultura de la participación activa y el debate público, la instauración de una voluntad colectiva dispuesta a correr riesgos, a sufrir esperas y retrocesos, y a asentarse en una perspectiva anticapitalista, requiere forzosamente plazos más largos que los meses que van de aquí a marzo. Además de constancia en la construcción de poder, y claridad sobre la necesidad de 'autorreforma' de un movimiento contestatario que arrastra variadas rémoras que abarcan desde lo más conceptual de la 'visión del mundo' hasta el modo de emprender las prácticas más cotidianas. Difícilmente derrotas o victorias de largo alcance en la prosecución de esos caminos se vinculen con el nombre del próximo presidente; y "Qué se vayan todos" quiere decir mucho más que la terminación del mandato de unos cientos de legisladores.