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9 de junio del 2002
Las asambleas y el movimiento social
Cristina Feijóo y Lucio Salas Oroño
ZNet en español
"No somos nada, queremos ser todo"
Las asambleas surgen en los últimos días de diciembre
de 2001 y a lo largo de enero de 2002 como un intento de organizar la furia
popular expresada espontáneamente en los llamados "cacerolazos". Las
jornadas de lucha callejera de entonces evidenciaron la potencia de la movilización
de millones de personas que reaccionaban ante una crisis sin precedentes de
toda la sociedad argentina; lo que emergía con mayor virulencia era la
bancarrota del Estado y sus instituciones representativas, extendida a los tres
poderes propios de la organización republicana. En ese sentido, la motivación
más evidente para la creación de las asambleas fue de tipo tradicionalmente
político: se cuestionaba a las formas del poder, en primer lugar al gobierno
ejecutivo -que no pudo soportar la presión-, pero inmediatamente también
a los poderes legislativo y judicial, vistos con perfecta intuición como
conniventes con el ejecutivo. La consigna que expresaba este múltiple
cuestionamiento era la de "que se vayan todos", coreada por millones desde las
primeras jornadas del alzamiento popular.
Cuando se comienza la construcción de las asambleas -en la mayoría
de los casos desde la nada, en unos pocos en base a grupos de "vecinos autoconvocados
ya organizados desde antes-, se hace evidente que la crisis de la sociedad argentina
no se limitaba a las formas institucionales del poder, a los mecanismos con
que supuestamente se representaba la voluntad popular, sino que abarcaba todos
los ámbitos de la sociabilidad, a todo el sistema de socialización,
a todos los aspectos de la vida social y del imaginario de los argentinos. Fue
la misma intención de cuestionar un poder lejano y ajeno la que hizo
que "los vecinos" se organizaran desde esa condición, que les permitía
reconocerse por razones elementales de cercanía y, a su vez, poner distancia
con un poder autista que giraba en torno a sus propias necesidades, totalmente
escindido de los deseos de quienes debían representar o defender; la
autocalificación de "clase política", con la que los integrantes
del poder venían desde hacía años llamándose a sí
mismos, adquirió para quienes no participaban de ella toda su dimensión
de realidad.
Pronto se haría claro que esa caracterización de "clase política"
era instrumentalmente eficaz, pues permitía volver contra ella toda la
furia contenida ante la impresionante degradación de las condiciones
de vida. Sin embargo, y en medio de un proceso que todavía está
en curso en las asambleas a mayo de 2002 -y que seguramente durará mucho
tiempo-, la propia práctica de las discusiones comenzó a evidenciar
que los verdaderos factores de dominación en la sociedad argentina no
reposaban en esa supuesta "clase política" sino en el poder económico,
cuyo núcleo sólo "gerencialmente" estaba constituido por actores
argentinos ya que lo formaban los bancos extranjeros, las empresas productivas
y distributivas transnacionales y los grupos - también foráneos-
que se habían hecho cargo de los principales servicios públicos.
Con todo lo despreciable que pudiera ser el papel cumplido por quienes ejercían
los poderes del Estado, su impotencia para dar algún tipo de soluciones
a la crisis -cosa que tal vez deseaban, al hacerse evidente que ahora les iba
la vida en ello- hacía evidente que su poder de decisión era irrelevante
y que si el "espectáculo político" que brindaban era consentido
por el verdadero poder era sólo en la medida en que le resultara funcional.
Este aprendizaje, que implicaba el hacer conscientes intuiciones que estaban
en la mayoría, puso a los integrantes de las asambleas ante sus verdaderas
tareas: inducir cambios en el poder político -como se logró en
diciembre de 2001 con la caída del presidente de la Rúa-, o incluso
forzar cambios en la administración de justicia -la Suprema Corte estuvo
a punto de renunciar en enero de 2002- no era suficiente, pues los reemplazantes
harían más o menos lo mismo. El verdadero problema radicaba en
las relaciones más profundas existentes en la sociedad argentina, en
la producción de bienes y su distribución, en una organización
de la vida social que era suicida para la mayoría de la población.
Las asambleas, que habían surgido al impulso de una reacción política,
fueron inevitablemente conformándose como organismos sociales, que desde
esa condición "hacían política", sí, pero una política
que por necesidad debía ser radicalmente distinta.
En este aspecto, las asambleas barriales seguían el curso que desde hacía
algunos años habían adoptado los piquetes de trabajadores desocupados:
partiendo de su base local, territorial si se quiere, comenzaban a cuestionar
el poder en función de comprender que debían ellos mismos hacerse
cargo de su existencia si es que querían sobrevivir. Puestas ante esa
tarea, las asambleas se encuentran con el desolador panorama de la desarticulación
social, que había alcanzado tal grado que casi podría hablarse
de disolución. El proceso iniciado en 1976 había arrasado con
el entramado de organizaciones trabajosamente construido hasta entonces:
en 2002 habían prácticamente desaparecido las juntas vecinales,
las asociaciones de fomento, las bibliotecas populares, los clubes barriales,
las actividades parroquiales, las sociedades mutuales y cooperativas. En medio
del páramo de la organización y representación social,
lo único que subsistía eran los sindicatos y los partidos políticos,
a los que con toda justicia los asambleístas consideraban como inútiles
-cuando no contrarios- a cualquier empresa de resistencia al aniquilamiento
y de reconstrucción social.
La responsabilidad por esta devastación era en parte debida a los factores
del poder real: el entramado de organizaciones sociales era disfuncional al
proyecto puesto en marcha en 1976, que impuso sus bases con los métodos
brutales de la dictadura. Pero había continuado al mismo ritmo desde
la redemocratización del país en diciembre de 1983 gracias a que
se apoyaba - especialmente durante los años del menemismo- en la extraordinaria
victoria lograda en el terreno del imaginario colectivo: la idea de la solidaridad
social, bastardeada en los discursos de Alfonsín y de la Rúa y
directamente rechazada en el de Menem, había cedido el espacio mental
a los espejismos del individualismo más craso. La ilusión inmediatista
del "salvarse solo" desplazó en el alma y el corazón de demasiados
argentinos a la larga constatación de que eso sólo era posible
con la acción colectiva, con la ayuda mutua; en la Argentina del 2000,
las ideas dominantes eran las de la clase dominante, las del neoliberalismo.
Con resistencias en algunos, con la intuición de la necesidad en otros
-los más "vecinos", los más ligados al medio territorial-, las
asambleas han ido de a poco asumiendo esta situación y el hecho de que
deben encarar simultáneamente todas las tareas que antes cumplían
los organismos que han desaparecido; más que "querer ser todo", los asambleístas
sentían que "debían serlo". En el nuevo contexto, conceptos antes
legítimamente rechazables como el del asistencialismo y hasta el de la
caridad perdían sentido, pues cualquier forma de solidaridad se hacía
necesaria para subsistir; de allí que tantas asambleas hayan instrumentado
compras comunitarias de alimentos o hayan organizados ollas populares en sus
zonas de influencia. En cuanto organismos sociales conscientes de los problemas
inmediatos -en tiempo y espacio-, las asambleas no se centraban en la forma
tradicional de "hacer política" sino que reinventaban la política
en sentido amplio, como búsqueda del bien común.
Lo que son las asambleas a mayo de 2002
Procuramos describir un proceso en curso, con diversos grados de concreción
en las distintas asambleas, y que se expresa en un trabajo de campo de abril
de 2002 en el que se hacía el recuento de los "cacerolazos" que se habían
realizado. A finales de diciembre de 2001 fueron 66 por día; en enero
de 2002, 22; en febrero, 11, y en marzo 4 "cacerolazos" diarios. Estas cifras
evidencian que las asambleas, protagonistas principales de este tipo de acciones,
habían ido cambiando no sólo de métodos sino de orientación
para su actividad: se volvían hacia su base territorial, hacían
el aprendizaje de las necesidades de los vecinos e intentaban idear y concretar
soluciones. Estas nuevas respuestas no sólo encaraban el problema inmediato
de la alimentación sino que se extendían a áreas sensibles
como las de la salud y la educación, procurando que los sistemas existentes
no se terminaran de caer en pedazos e intentando aportar nuevas ideas para su
reconstrucción. Más allá de esto, en pocos meses las asambleas
han puesto en marcha miles de pequeñas iniciativas de tipo cultural -festivales,
talleres artísticos y literarios, revistas y boletines, jornadas abiertas
de debate de los problemas nacionales- signadas todas por el intento de reinstalar
los valores solidarios. Lo que estratégicamente puede ser aún
más interesante es la discusión -e instrumentación en algunos
casos- de emprendimientos productivos colectivos, algunos de índole autoeducativa
(como pueden ser las huertas orgánicas) y otros pocos en los que se generan
productos comercializables, dando trabajo a algunos desocupados de la zona.
Tal vez este último tipo de proyectos es el que ha puesto a las asambleas
ante sus propias limitaciones, y las ha hecho ir comprendiendo que "no pueden
ser todo", y que los ideologismos desde los que se las concebía como
únicos -junto a los piqueteros- instrumentos para la reconstrucción
social no se correspondían con la realidad. El único estudio que
conocemos sobre su real implantación es el difundido a mediados de marzo
de 2002 por el Centro de Estudios para la Nueva Mayoría, la consultora
de Rosendo Fraga; sus datos debieran ser leídos críticamente,
como todos los otros provenientes de institutos y organizaciones dependientes
del poder. Sin embargo, y refrendados por otras fuentes inorgánicas,
nos permiten reconocer una tendencia. De acuerdo al estudio, funcionaban entonces
272 asambleas en todo el país: 112 en la Capital Federal, 105 en la provincia
de Buenos Aires (la mayoría de ellas en el "primer cordón" del
suburbano bonaerense), 37 en la provincia de Santa Fe, 11 en Córdoba
y pequeñas cantidades en otras provincias. Según este informe,
no habría asambleas en Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago del Estero,
Mendoza, San Juan, San Luis ni en el Sur. Esto seguramente puede ser refutado
con el conocimiento de que sí existen algunas asambleas en esos lugares
pero, repetimos, nos da una imagen tendencial que nos muestra dónde las
asambleas se han implantado mejor. En la Capital Federal, donde vive menos del
10% de la población, funcionarían el 41% de las asambleas de todo
el país, y si se les suman las del gran Buenos Aires estamos ante un
75% del total, cuando la población de la zona es de menos de 1/3 del
total de la Argentina. Incluso dentro de la ciudad de Buenos Aires es muy marcada
la diferencia de desarrollo entre, genéricamente, "el sur y el norte"
(apenas hay una asamblea en Villa Lugano), aunque es muy fuerte su implantación
en barrios medios porteños como Almagro y Villa Crespo, Boedo y Palermo.
Estos datos debieran ser matizados con los que surgen de un estudio de Gallup,
que revelan que las asambleas -y su metodología, sintetizada en el estudio
por los "cacerolazos"- cuentan con una amplísima simpatía social,
cercana al 80%. Por contraste, los piqueteros -y su método del corte
de rutas- gozan de la simpatía de un 40% de la población, lo que
implica una creciente aceptación de su realidad a la par de la continuidad
de la desconfianza de los sectores medios y el oculto terror de quedar librados
o asimilados a su situación. Las conclusiones sociológicas que
pueden extraerse de estas mediciones son múltiples; limitémonos
aquí a retener lo obvio, que es la potencialidad futura que tienen las
asambleas, y la influencia que su actitud solidaria tiene ya en el conjunto
de la sociedad argentina, al triunfo ya logrado en el terreno del imaginario
y de los valores: el individualismo neoliberal está en retroceso, aunque
ni remotamente esté ganada "la batalla final".
En el balance debiera agregarse que las asambleas fueron capaces de "recuperar"
su organismo coordinador -la Asamblea Interbarrial, controlada en los primeros
meses de 2002 mediante prácticas aparatistas-, y que abandonaron su inicial
vocación de movilizarse solas - expresada en los "cacerolazos" de todos
los viernes en Plaza de Mayo-, y fueron capaces de confluir con otros actores
en la gran manifestación de repudio al golpe del 24 de marzo de 1976,
y de participar en su mayoría -80 asambleas- en un acto por el Primero
de Mayo.
Las asambleas como parte del movimiento social
El descubrir que no es posible abarcarlo todo como protagonistas exclusivos
va llevando a las asambleas a comprender que son parte -sustancial, por cierto-
de un movimiento social más amplio en gestación, de un movimiento
que ya existe aunque todavía no se nombre a sí mismo. De ese movimiento
participan no sólo "lo nuevo" de nuestra realidad social, como son los
piquetes y las asambleas, sino también los "restos" de la antigua organización
social que están en vital oposición a la masacre instrumentada
por el neoliberalismo: sectores del movimiento sindical, asociaciones culturales,
ecologistas y feministas, y las representaciones aún inorgánicas
de mil intereses específicos pero legítimos que atraviesan la
sociedad. Entre ellos, también, las organizaciones políticas que
enfrentan este modelo -con distintos grados de profundidad en su cuestionamiento-,
fundamentalmente los partidos de izquierda.
El problema con estos partidos políticos es que no terminan de comprender
la dinámica horizontal del movimiento social, y lo piensan como ampliación
de sus propias organizaciones; sin atribuirles intenciones malignas, constatemos
que tienden a desarrollar -no sólo en el seno del amplio movimiento social,
sino hasta en las propias asambleas y muy especialmente en su órgano
coordinador, la Asamblea Interbarrial- prácticas hegemonistas, de control
político para la "correcta" aplicación de sus líneas políticas,
definidas ya hace tiempo pero de una vez y para siempre. La experiencia internacional
del movimiento social confirma que es un problema con el que hay que lidiar,
pero que puede irse resolviendo; el Segundo Foro Social Mundial realizado en
Porto Alegre en febrero de 2002 -del que participaron 65.000 personas de los
cuales casi 15.000 eran delegados de 150 naciones- demuestra que es posible
y fructífera la convivencia entre algunos partidos políticos y
las organizaciones sociales dentro del movimiento social; los casos del Partido
de los Trabajadores en Brasil y de Rifundazione Comunista en Italia parecen
ejemplificar esa posibilidad.
La importante presencia del movimiento social en el Brasil -organizaciones ecológicas
y feministas, agrupaciones de base urbanas, campesinos sin tierra, niños
de la calle, ocupadores de viviendas y de tierras, grupos religiosos contestarios,
más de 200 emisoras radiales comunitarias, etc.- está caracterizada
por su compleja relación dialéctica con el Partido de los Trabajadores
(PT), al que la mayoría de los integrantes de organismos sociales está
también afiliado. Estas relaciones se tensionan en la medida en que el
PT se acerca al poder y sus dirigentes se van alejando de las formas de vida
de las bases partidarias, mientras que los activistas sociales radicalizan su
intento de ir resolviendo desde la sociedad misma los problemas. El mejor ejemplo
de esta tensión, que hasta ahora no neutraliza la alianza, es el Movimiento
de los Campesinos Sin Tierra (MST), que ya concita a más de 3 millones
de brasileños que hacen su vida dentro de él, pues es el mismo
MST el que organiza servicios de salud y de educación (bajo la metodología
de Paulo Freire). En el caso italiano, Rifundazione Comunista -un partido de
mucho menos peso que el PT brasileño- participa de lo que es hoy la única
oposición al neoliberalismo filofascista de Berlusconi: las movilizaciones
de millones de italianos de los últimos meses han sido coordinadas por
el Foro Social de Italia (ampliación nacional del de Génova),
que incluye en su seno a las fracciones del movimiento sindical que no están
comprometidas con el poder.
La discusión de la cuestión del poder del Estado y de qué
hacer eventualmente con él son centrales para las asambleas y para el
movimiento social argentino. No es sólo la presencia en él de
los partidos políticos, sino más bien una larga herencia de concebir
las soluciones a los problemas sociales como algo que debe esperarse de la acción
del Estado, lo que determina la persistente tendencia a pensar que "todo pasa
por allí". Las fórmulas mecanicistas de "estatizarlo todo" siguen
siendo preponderantes, aun cuando la realidad esté diciendo a gritos
que el Estado argentino está quebrado, sin capacidad para dar respuestas
a la sociedad. Pese a su evidencia, no se termina de comprender que los poderes
del Estado son puro espectáculo, y que las fuerzas reales se mueven -en
un sentido y en otro- por fuera de él. Esta crisis de la función
estatal, que va más allá de la representatividad, es mundial,
pero en el caso argentino la insuficiencia se acentúa por la falta de
la condición material que determina la viabilidad de un Estado en el
contexto capitalista: un mercado interno suficiente para basar en él
la producción económica. Ya los emancipadores -Bolívar,
San Martín- intuyeron esta limitación, compartida por todos los
latinoamericanistas del siglo XX; la necesidad de construir una nación
común es una exigencia de la realidad más que de las concepciones
ideológicas. Sin tener esa nación, las limitaciones universales
del Estado para dirigir o siquiera administrar la construcción de una
sociedad al servicio de las mayorías se duplica. De allí que el
actual gobierno tenga tal incapacidad de maniobra, que ni siquiera le permite
implementar políticas económicas paliativas dentro del sistema
capitalista, que morigeren la destrucción social emprendida por el neoliberalismo
(Plan Fénix de los docentes de la Facultad de Ciencias Económicas,
propuestas de Daniel Carbonetto y su grupo, del Frente Nacional Contra la Pobreza).
La cuestión del poder del Estado, intensamente discutida en las asambleas,
se relaciona como decíamos con el qué hacer con él; a estos
efectos, muchos asambleístas -en función de viejos prejuicios
o de la desorientación propia de organismos "en fundación" y de
prácticas nuevas- han resuelto, a veces formalmente, que hay que hacerse
del poder para construir el "socialismo". Este socialismo consistiría
fundamentalmente en la reestatización de las empresas de servicios públicos,
de la banca y el comercio exterior. Parece obvio que, así definido, este
socialismo no tiene nada de socialismo, como que sus recetas han sido implementadas
en muchos países -incluyendo la Argentina- en períodos anteriores
del capitalismo, y que durante la crisis de los años 1930 sirvieron,
precisamente, para salvarlo. Más aún: muchas de las empresas privatizadas
hoy quieren ser reestatizadas, y el ejemplo más claro es el de la proveedora
bonaerense de aguas corrientes Azurix (dependiente del grupo norteamericano
Enron, suprema muestra de la corrupción neoliberal), que fue "reestatizada"
por la provincia de Buenos Aires pero sigue siendo gerenciada por Azurix.
Esto demuestra que la reestatización puede ser una forma hueca, que socializa
las pérdidas y sigue reservando las ganancias, y que lo necesario no
es estatizar los principales resortes económicos sino socializarlos,
en muchos casos a través de cooperativas y mutuales, y sólo en
circunstancias muy determinadas apelando a la estatización. Esta posición,
hoy en franca discusión por las asambleas, implica también la
lectura de ciertas lecciones del siglo XX que no pueden ser dejadas de lado.
Rodolfo Walsh decía que "nuestras clases dominantes han procurado siempre
que los trabajadores no tengan historia. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada
de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones
se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños
son los dueños de las otras cosas. Esta vez es posible que se quiebre
ese círculo".
La desgraciada verdad es que entonces el círculo no se quebró,
y que pasaron 25 años de culto al olvido, a la frivolidad y al individualismo
de los que nadie puede considerarse enteramente exceptuado. En medio de los
sueños y utopías que se agitan en las asambleas, en medio de la
ruptura con esos valores y la intuición de que la dominación de
los globalizadores neoliberales no es más que un intento por disfrazar
de "natural" su apropiación de los recursos naturales del planeta y de
las riquezas producidas por la humanidad, la idea de reinstaurar un socialismo
a la soviética -o a la china, si se quiere- implica no sólo desconocer
las imposibilidades del proyecto, dadas las actuales relaciones de fuerzas (el
Estado es un tigre de papel a todos los efectos, menos el de reprimir) sino
también olvidar que esos regímenes implosionaron por la falta
de participación y satisfacción popular, por las relaciones de
dominación que implicaban -de unos países por otros, y de castas
burocráticas dentro de cada país- y por el fracaso de la planificación
económica central, dirigida por el Estado (por mucho que se llamara Estado
proletario). Si hemos de seguir apelando a la utopía del socialismo,
debemos considerar que debe ir siendo redefinido sobre la marcha; el propio
Fidel Castro reconoció últimamente que no hay nada parecido a
un modelo unívoco.
Un futuro para las asambleas
Comencemos por afirmar: los futuros que valen la pena son los que se construyen,
los que van realizando paso a paso nuestros sueños. De allí que
lo más importante que se debe decir con respecto a las asambleas es que
es necesario participar de ellas; el análisis anterior no se basa -sólo-
en teorías e intuiciones, sino en la perspectiva que aporta el ser, trabajosamente,
asambleísta de base. Es difícil de transmitir el mundo de sensaciones
a veces opuestas que genera esa participación: el dulce sabor de los
pequeños aciertos, de las cosas que salen bien, y la amargura de lo desgastante,
de la penosa forma en que percibimos cómo aún está presente
en muchos el individualismo imperante, que seguramente refleja el que no vemos
en nosotros mismos. Lo notable es que las asambleas hayan subsistido a semejantes
tensiones, a los intentos de ser manipuladas, y que cuenten con "núcleos
duros" fundacionales que están empezando a discernir las funciones que
les competen y a desarrollar las nuevas redes de lo que, confiamos, será
nuestro futuro entramado social.
El camino es el de la horizontalidad organizativa, el de la autonomía
con respecto a los partidos políticos y el Estado, el de la participación
igualitaria de cada ciudadano, de esos ciudadanos que prefieren llamarse "vecinos"
porque rechazan -a veces hasta grados exasperantes- las antiguas formas de nombrar
a los agentes y relaciones políticas. Como parte de un gran movimiento
social en gestación -en Argentina y en el mundo-, las asambleas surgidas
en 2002 suponen una histórica respuesta cultural (dicho casi en sentido
antropológico) a la cultura de guerra, de muerte y destrucción
humana y de recursos que imponen por todo el globo los imperialistas neoliberales.
Cada paso que dan las asambleas es expresión de resistencia a ese supuesto
orden hecho de caos, y una afirmación de la posibilidad de contraponerle
una cultura de paz, de vida, de creatividad. Nunca en nuestra historia hemos
estado tan mal los argentinos, nunca tan empobrecidos material y moralmente,
y sólo los estúpidos -o los provocadores- creen en aquello de
que "cuanto peor, mejor". Hasta allí la realidad "objetiva". Subjetivamente,
si recordamos la situación en la que estábamos hace apenas unos
años, cuando íbamos cayendo derecho hacia esta degradación,
veremos que ahora contamos con más instrumentos de resistencia, que hoy
son también parte de la realidad los piquetes y asambleas, y que el nuevo
movimiento social también se está conformando. Y esta percepción
ayuda hoy a sobrevivir, en una sobrevivencia que podemos hacer que se preñe
de las utopías de una vida nueva.