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¿Quién es hijo de quién?
Por Eduardo Aliverti
Hubo el viernes una portada excepcional de Página/12, mostrando a dos
jugadores de fútbol, uno con la camiseta uruguaya y el otro con la brasileña,
tirados en el piso y tomándose las caras con ambas manos como cuando
se es víctima de un foul violento o se acaba de perder un partido decisivo.
El título era "Hijos Nuestros", en directa pero brillante alusión
al efecto de la crisis argentina sobre las economías vecinas.
Sin embargo, más allá de la creatividad y de que, en efecto, no deja de hablarse del contagio producido desde aquí hacia la región, bien puede repararse en que las cosas son al revés. No por Uruguay, porque su economía sí depende en gran medida de este otro lado del charco. Pero en el caso de los brasileños, desde una visión estructural, la Argentina es hija de lo que les pasa a ellos y no viceversa. Con mayor precisión, es hija de lo que Estados Unidos quiere que le pase a Brasil y de aquello para lo cual se trabaja en los niveles de decisión estratégica del gobierno norteamericano: desestabilizar al vecino, que antes que país es un continente; evitar con ello el potencial del Mercosur, como bloque regional antitético con los intereses norteamericanos; avanzar a la par con el ALCA, que es la nueva sigla bajo la que se esconde el viejísimo cinismo de que el zorro negocie con las gallinas. Y desde ya, en la coyuntura, afectar las posibilidades del PT en su marcha hacia la presidencia o dejarle un escenario terrorífico una vez que la alcance. Lula, según todos los indicios, no pretende dar más pasos que aquellos que puedan conducir a un modelo capitalista de inclusión social. No están en juego en Brasil revoluciones proletarias ni saudades de proyectos socialistas. Pero la sola probabilidad de objetivos autónomos de desarrollo en una de las principales economías del mundo alcanza y sobra para encender luz roja en la Casa Blanca, que tanto juega a la militarización planetaria como a la afectación política y financiera de sus adversarios reales, potenciales o necesarios. En el camino táctico de esa estrategia de Washington, una Argentina aplastada juega un papel relevante para ahorcar a Brasil; y, si se coincide con esa visión, habrá de convenirse en que es poco serio imaginar a los avatares sobre la Ley de Subversión Económica, o al propio corralito, como causales del fracaso o las trabas de las negociaciones locales con el Fondo Monetario (que en estos días parecen haber sucumbido definitivamente). La suma de excusa más excusa más excusa, cuanto más el gobierno de Duhalde satisface sus pretensiones, da que no quieren arreglar de manera alguna. Y detrás de eso está la tupacamarización argentina para apuntarle a Brasil.
Por supuesto que no se trata de una jugada carente de riesgos para el interés estadounidense. Y es desde allí donde deben verse las contradicciones entre varios funcionarios norteamericanos. Están los halcones como Paul O’Neill, secretario del Tesoro, que no dudan en admitir en público que la Argentina dejó de preocupar(les), en términos de su importancia geoestratégica. Naturalmente, no es que eso sea cierto sino que es la forma en que pueden justificar el porqué del "soltarle la mano" a estas pampas y asistir, "pasivos", a la disgregación nacional. Y hay quienes manifiestan sus temores acerca de las derivaciones políticas de un nuevo estallido. No es sólo el caso argentino, además, y ni siquiera el brasileño a pesar de su volumen gigantesco. En Perú, una creciente rebelión popular acaba de torcerle el brazo al gobierno en su proyecto de privatizar un par de empresas públicas. Otro tanto ocurrió en Paraguay hace apenas unos días, con la misma finalidad. Son datos sobresalientes, porque no se salió a la calle por reivindicaciones salariales de emergencia sino por percepción ideológica (la experiencia argentina habrá jugado un rol decisivo) acerca de lo que les espera si rematan sin más ni más los bienes del Estado. Significa que ya puede hablarse, en el gruesosudamericano, de fuertes síntomas de una ola antiliberal, embrionaria, que podrá no tener claro lo que sí, pero sí lo que no.
Está cristalino, también, que sea cual fuere la decisión final del Séptimo de Caballería necesitan avanzar en el cerco a los sioux. Si es por la Argentina, los últimos meses registran, en casi todo el país, un incremento notable de la represión hormiga. Aprietes, amenazas, secuestros, grupos comandos, "batatas", detenciones, golpizas, proliferan aquí y acullá de un modo que la recopilación de Miguel Bonasso, en un artículo del domingo pasado, reflejó con prolijidad indesmentible. Como toda la vida, el crecimiento o no de la coacción, su transformación o no en política de Estado directa, fascistizante, estará en relación directamente proporcional a la capacidad de organización y lucha de los sectores populares. Que de a poco, pero con algunas firmezas, parecen estar saliendo del letargo en que los sumieron genocidios y derrotas ideológicas. En una palabra, nada nuevo bajo el sol si se mira desde una perspectiva histórica. Pero novedades interesantes si se las contempla desde el terremoto ocurrido en los últimos doce años, cuando la caída del Muro y el paso implacable de una derecha salvaje hizo creer a tanto estúpido y a tanto progre en el Fin de la Historia