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8 de junio del 2002
Entre degradación y heroismo
Heinz Dieterich Steffan
"Es más duro el sapo que la rana", dice Ariel, alumno de la Escuela
65 del Distrito de Quilmes, a pocos kilómetros de la Casa Rosada, sede
del gobierno federal argentino en Buenos Aires. Y sigue la conversación
sobre su dieta, revelando que la caza de ratones, ratas, gatos y perros es común
en la localidad, para poner algo en la mesa de los pobres. Caballos enfermos
o accidentados terminan también en las ollas de esa comunidad, en la
cual el cien por ciento de los chicos está por debajo de los índices
de pobreza y donde el 90 por ciento de los padres no tiene trabajo.
Ciudadanos de uno de los países exportadores de carne más importantes
en el mundo y con una gigantesca producción de trigo destinada al consumo
de las naciones del primer mundo --- donde un 60 a 70 por ciento de los granos
es utilizado para engordar a los animales que el 20 por ciento privilegiado
de la aldea global consume holgadamente--- los niños desprotegidos de
la Argentina tratan de sobrevivir, reducidos a la dieta de los recolectores
y cazadores del paleolítico. No les sirve para nada la Magna Carta de
las Naciones Unidas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
las diversas organizaciones internacionales de protección de la niñez
y, tampoco, el gobierno nacional que prefiere gastar su tiempo en las intrigas
anticubanas de Washington en la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra,
en lugar de atender la situación denigrante de su población indefensa.
Mientras el diario Página 12 publicaba su estremecedor reportaje sobre
la situación en Quilmes, las Madres de la Plaza de Mayo de la agrupación
de Hebe de Bonafini, decidieron tomar la catedral, para protestar contra la
infamia infantil. Llegó el secretario del arzobispo de la capital, Jorge
Bergoglio y las "quiso sacar". Sin embargo, las Madres se negaron a abandonar
el sacro recinto, considerando que era más importante el hambre de los
niños que la realización de los rituales eclesiásticos.
Llegó la policía, pero no se atrevió a remover a las protestantes
por la fuerza, limitándose a cerrar el acceso a la catedral, para que
1a prensa no pudiera informar y las personas éticas no pudieran solidarizarse.
Ese mismo día se formaron largas filas ante la "Mutual de Sentimiento"
en el barrio de Chacarita, ante un edificio donado por el ex presidente Carlos
Saúl Menem a víctimas de la dictadura militar. Ahí, a unos
cuantos metros de las tumbas de Carlos Gardel y del General Peron, se aglomeraron
las familias desempleadas con sus niños, las personas mayores sin ingresos,
los solteros solitarios y demás golpeados por la vida, en pos del trueque,
para remediar el hambre.
Avanzó lentamente la fila de gente pobre, mal vestida, pálida,
con miradas de ira, desesperación y resignación, con sus bolsas
de plástico que ocultaban algún valor de tiempos mejores que pudiera
ser objeto de cambio en la Mutual. Desfilaron "los miserables", como en las
grandes obras de Víctor Hugo, de Charles Dickens, de Bertold Brecht y
de Bertolucci, como fantasmas de un pasado olvidado, marcados por la angustia
del vendedor que no sabe, si "el mercado", el otro, aceptará su mercancía.
Si tiene suerte, recibe un "Ticket Trueque" que vale 0,50 o uno o diez "créditos"
que puede cambiar por otra mercancía, que en muchos casos es una empanada,
vendida ahí mismo.
No hay romanticismo en este trueque; no existe la empatía que excitan
las operaciones premonetarias en nuestras Escuelas de Antropología o
en el fóbico que cae víctima de la ilusión monetaria; no
se encuentra la idea de "ayuda mutua" en que se traduce todavía el trueque
de algunos pueblos indígenas de Oaxaca. Lo único presente es el
horrible rostro de la destrucción humana, de existencias y esperanzas
de vida aniquiladas sin piedad por el Leviathan del siglo XXI, el mercado: es
decir, la oligarquía financiera mundial.
Contra ella se levanta este heroico pueblo cimarrón en las protestas
de las Madres de la Plaza de Mayo; de los desempleados que hacen piquetes en
las carreteras (piqueteros); de las Asambleas de Barrio; del Movimiento de los
Trabajadores Desempleados (MTD) y de muchos otros actores sociales, como los
jóvenes Diego Quintero y Carlos Bertola que se encuentran detenidos por
el Estado, después de haber sido víctimas de un atentado con explosivos
y ser torturados con los métodos de la dictadura militar.
En esta accidentada escenografía socio-política del país
de San Martín, donde cada noche miles de argentinos acuden de la periferia
de Buenos Aires a la capital, para revisar en escenas apocalipticas los botes
de basura en búsqueda de comida desechada, los desempleados del MTD del
barrio de Solano son un farol de luz. Han entendido la lógica de destrucción
del sistema y se enfrentan a ella para vencerla.
Al destruir un puesto de trabajo, el capital le comunica al trabajador que es
superfluo. El trabajador, convertido en objeto desechable, pierde en mayor o
menor grado, la autoestima, el sentido de la dignidad personal y la identidad
que tenía. Ese efecto objetivo es reforzado sistemáticamente por
los aparatos ideológicos que denigran a las víctimas como marginales,
perezosos y violentos.
Al comprender este mecanismo de degradación de la elite, los desempleados
de Solano han encontrado un mecanismo de digníficación y resistencia
popular, que es la lucha y la educación colectiva o, como ellos dicen,
la secuencia de: práctica-teoría-práctica. No aceptan ser
marginados o excluidos. No toleran la mentira de ser la retaguardia de la sociedad
actual, sino entienden que son la vanguardia de la sociedad del futuro. Son
la alternativa de la sociedad actual, resultado de la lucha y la conciencia.
Sin duda, hay mucho que aprender en la Argentina de hoy.