Luis Menéndez (a Héctor Gigena, el Negro Héctor, cantor ambulante, amigo, militante,
desaparecido el nueve de junio de mil novecientos setenta y siete)
Junio de 1977. Argentina e Inglaterra juegan fútbol en Buenos Aires. El
partido es uno de los numerosos preámbulos con que el seleccionado local
anticipará el mundial futbolero del año siguiente. El gaucho Mundialito,
la mascota animada del Mundial, ideada por Producciones García Ferré,
con la pelota muerta bajo el pié y el rebenque aferrado en una mano, ayuda
a los generales en una vigilancia sin descanso. Roggio sueña cálculos
en los que prevé ganar mas de mil millones de dólares por las construcciones
cementales que ha arreglado con el gobierno militar. Lacoste, contralmirante,
columna ejecutora del torneo en el país, estima que los ingresos finales
del Mundial superarán a los gastos en un treinta por ciento. Una iracunda
discusión se instala entre las calles: si tiene que jugar Passarela o Mouzo,
si Pernía u Olguín. Se protesta porque un ignoto cordobés,
Valencia, ocupa el lugar que por derecho taquillero le corresponde a Jota Jota
López. Impertérrito y cesáreo, Menotti pasea enhiesto su
perramus negro, cortesía de Thompson y Williams, la empresa que viste al
mundial. Veinticinco años después la disputa se pierde en los senderos
de una difusa evocación. ¿Cuál habrá sido, finalmente, el
equipo que el técnico argentino dispuso para el partido? ¿Cómo decir
con certeza, y sin consultar alguna estadística especializada, el resultado
final del encuentro?
Buenos Aires, otoño del 77. Futbolistas ingleses y argentinos hacen gambetas,
quiebres, corridas y tiran centros a la olla. El estadio se aprecia rebosante
de hinchas clamorosos y también de esforzados defensores del ser y el ente
nacional. El gauchito animado sale a recorrer las calles, con su sonrisa anónima
y mirada desafiante. Tras él van Hijitus y Pichichus; los grupos de tareas
y la oquedad. Argentina e Inglaterra en el estadio, en un enfrentamiento anticipado
al que pocos años más tarde encarnarán sureramente difusas
sombras sin tribunas, reflectores ni cornetas, entre tenebrosas islas trajinadas
por el frío. Anhelantes manos que enarbolan banderines en el paraíso
de los sueños. Alaridos de aliento que se impulsan para sofocar los otros
gritos, de terror. Algarabía, aplauso, saltos y marabarismos. Canto, abrazo
y corazón enfrentando un juego sordo, de honda diapasón, entre contorsiones
eléctricas, llanto, destrucciones y cuerpos en el río.
Inglaterra y Argentina futbolearon. Para alentar, miles de brazos se enredaron
en los accesos agitando los tickets de entrada, fragmentos de cartulina que franquean
alegrías. Uno de esos tickets, sin embargo, se extravió, intrusamente:
el del Negro, quien no pudo llegar al estadio, lejano. Tampoco pudo ver. No pudo
oir. Tal vez gritó, pero no lo escuchamos. Y sin embargo, sin saber, supimos.
Sentimos la presencia de su ausencia y presagiamos. Adivinamos la negación,
la percibimos como impertinente falta. No acudirían a nosotros ni la risa
despojada ni el canto bosquejal agreste de su boca. Tampoco la mirada inquieta,
anteojada y cristalina; el anhelo implacable de su estómago jamás
colmado; el medio vaso de vino tinto aceptado en un convite. Intuimos el tajo
desgarrante entre sus dedos, los mismos que corrían presurosos a danzar
sonoramente entre las cuerdas de una guitarra ajena. ¿En qué impostoras
manos habrá quedado, al fin, la entrada que pertenecía al Negro
Héctor? ¿Qué aviesa sombra gambeteante y desatinada le birló
su espacio en la butaca?
Otoño, junio de 2002. Días, semanas en que nuevamente un mundial
de fútbol ronda los oídos y titulares periodísticos. Y otra
vez, en obstinada reiteración, un partido entre ingleses y argentinos.
Con otros jugadores, otros protagonistas. Otros nombres. Las banderas argentinas
se venden profusamente en las avenidas de Buenos Aires para vestir la euforia
y la ilusión, para envolverlas. Por un peso o poco más se ofrece
maquillaje en celeste y blanco para colorearse la boca, las mejillas, en una desaforada
pretensión de arraigo argentinesco. ¿Que oscura disyunción de ajenidades
estremecen la memoria? Caras pintadas para gritar goles. Un tiempo atrás,
no tan lejano, caras tiznadas en negro, para gritar órdenes, para matar.
La historia se trastoca en madeja enmarañada. Uno de los muchos y repetidos
hipermercados bonaerenses obliga a sus empleados a cubrirse con gorritos de refulgentes
colores patrios y ajustadas camisetas de albicelestes franjas que, en medio del
pecho, con prepotencia casi obscena, exhiben una leyenda: Wal Mart.
Junio, Buenos Aires, 2002. Abro una página en la trastornante Internet.
No una cualquiera, sino aquella que conforma un largo listado de nombres y apellidos.
De tanto en tanto, se entremezclan un par de frases cortas que pretenden dar cuenta
de años, lugares, nacimientos, desapariciones. Busco y me pregunto: ¿cómo
es posible que algunas palabras desoladas, entre miles de otras en idéntica
orfandad, sean la referencia obligada a una persona? ¿qué oculta conjunción
de hechizerías se proclama para que aceptemos semejante tránsito
indiscreto? Y sin embargo, sigo buscando. El scroll, frenético, hace un
vértigo de mis ojos, el pasar acelerado de nombres, me subyuga, me intimida.
Siento que soy un husmeador furtivo que está escudriñando en algo
que no le ocurrió tan sólo por algún desvío intrincado
de los días. Al fin mis ojos, mi mano, el mouse y el scroll se solidifican.
Héctor Gigena. De él, restalla sólo el nombre, una fecha,
un número de legajo. Nada más. Hace veinticinco años el Negro
Héctor me llevaba trece años. Un brutal escamoteo lo dejó
varado en treinta y uno. Hoy, soy yo quien le lleva casi trece. En alguno de sus
cumpleaños mecanografié porfiadamente todo un relato de Cortázar,
y acelerado y lleno de tachaduras lo puse entre sus manos. Puedo evocar precisamente
el cuento cortaziano: una reunión, un cruce del Che con Mozart, Jack London
y el desembarco guerrillero en la Cuba batisteana. Pero no hay forma de recordar
el día en que el Negro cumple años.
Débil e infortunada memoria. Desapasionadamente elige senderos rasgados
de recuerdos que desandan caminos que no siempre son los esperados. El rostro
del Negro se difumina como el humo de las palabras, fotos y cuadernos cremados
en un rincón del patio de una casa en aquel junio del 77, mientras alguien,
un inglés o un argentino con una camiseta de fútbol y una sonrisa
amplia, empujaba una pelota hacia un entramado de lazos inquietantes. Tal vez
esto ocurriera una semana, un mes o dos, antes o después: el tiempo empareja
las distancias. Pero si no hay rostro, si la nariz, ojos, labios y pestañas
se pierden en un pase mágico de la memoria, queda aún la voz. El
canto persistente. No el de oídos mezquinos que se niegan bruscamente a
la evocada resonancia, sino el tono medular. El restallar que crece de la nuca
y se derrama en versos, canciones, laberínticos silencios. Y si faltan
cejas, lentes, tacto, duelo; hay en cambio una corrida, con la policía
detrás. Un susto compartido, un grito de aliento, un abrupto tantear de
una puerta cualquiera que se abre, en la noche. Y el momento después, en
la oscuridad, en silencio y con los pies adormecidos, apretados. Entonces el susurro,
un cigarrillo y una risa sofocada porque esa vez la tiniebla fue burlada. Veinticinco
años atrás, o un poco más, y el alivio de saber que aún
existía alguna puerta que no se cerraba con llave. En ese pueblo escondido,
furtivo, entre las sierras pampeanas, donde el Negro Héctor navegaba sin
su barco, como una sombra inmaculada.
Veinticinco años, ¿son muchos años, pocos? Vivir en el horror, haber
caminado en el tormento no permite el sonreir indemne. El Mundial, finalmente,
costó más de quinientos millones de dólares y Lacoste fue
presidente del país, aunque sólo por pocos días. El gauchito
animado, hastiado tal vez de tanta gritería, fue a hacerse el guapo en
unas lejanas islas, enfrentando a otras islas más lejanas aún y
acabó extraviándose en las turbias aguas de un mar indiferente.
Alguna vez se ganó un mundial, y después otro. Quizás se
gane alguno mas. Existió alguien clamado Maradona y otro Alfonsín.
Hubo un indulto. Un muro se cayó, y muchas ilusiones se colgaron de los
años, desorientadas. Obstinadamente hay quienes que -como ayer, como mañana-,
continúan almorzando pulcramente indiferentes. Obstinadamente el horror
continúa agazapado en una esquina de Buenos Aires, a la espera de otro
mundial, otro partido de fútbol, otros cantos, evocaciones, sonrisas, esperanzas.
Permanece. Obstinadamente se aviene fragmentada y esquiva la memoria. Duros, intransigentes,
los recuerdos. Obstinadamente el dolor es una estaca que no acepta extraviarse
jamás en ese carrousel de iniquidades que es el tiempo. Persistente dolor:
llagado, insepulto camino para seguir en desande con los labios rechinando. El
dolor no desaparece.