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Frivolidad y cinismo
Por Sandra Russo
¿Cuál es el camino que lleva de "Es absolutamente falso que tenga
una cuenta en Suiza" a "Sólo tengo una cuenta en Suiza"?
¿Cuál es el laberinto mental que le permitió esta semana a Carlos
Menem esgrimir un disparate tal como que 200.000 australes se convirtieron en
600.000 dólares? Hay un umbral que cualquiera supone que se debe atravesar
para llegar tan lejos con una mentira, para seguir mintiendo, para creer que
lo que se dijo ayer puede confrontar de cuajo con lo que se diga hoy o con lo
que se dirá mañana. Ese umbral es el que, junto a Carlos Menem,
con él como emblema, como prohombre y protohombre, con él como
símbolo y como paradigma, atravesó la Argentina en los últimos
años. Un umbral tras el cual las palabras no significan nada, donde la
frivolización de la palabra llega a su máxima expresión
en esta nueva performance de Menem.
Lo malo de la frivolidad es que es engañosa. Porque lo peor de algunos
frívolos es que parecen ocuparse solamente de frivolidades y en realidad
usan la aparente levedad de sus gustos y de sus acciones para encubrir desastres.
Esos no son frívolos. Son cínicos. Este hombre que de pronto empezó
a sonar como posible nuevo candidato, este fantasma que regresa amparado por
una adhesión que nadie sabe exactamente quiénes sostienen y en
virtud de qué imaginerías estira aún sobre algunos sectores
argentinos al aura vaga de la pizza con champán, su bizarro matrimonio
con Cecilia Bolocco, su drama edípico con su hija treintañera
y su desamor increíblemente pasional con su ex esposa. Quedan de él
anécdotas flotando, la Ferrari que lo encandilaba puerilmente, el zoológico
con el que se sintió acompañado en Olivos, la anticarismática
lealtad de sus apóstoles que siguen yendo en procesión a Anillaco,
la promesa del viaje a Japón en dos horas, la promesa del salariazo o
la de la revolución productiva. Queda su imagen de muñeco de torta,
de gozador, de jugador de fútbol y de golf, su reloj Bulgari y su anillo
de oro, sus inefables camperas sport, el recuerdo de sus pasos de baile, Menem
bailando tango, Menem bailando cueca. Este hombre estira todavía sobre
algunos sectores de argentinos la masa informe de esa frivolidad con la que
entretuvo a un país durante dos presidencias, mientras ese país
era sistemáticamente destruido.
Las declaraciones del testigo C que fueron levantadas esta semana por The New
York Times no eran nuevas. Ya habían sido publicadas hace mucho por diarios
argentinos. Pero aquí todas las palabras están vaciadas. No hizo
falta que aquí Menem se defendiera. La pregunta inmediatamente posterior
a la publicación del diario norteamericano fue, más que por la
verosimilitud del testigo C, por la oportunidad, el tiempo y el lugar de una
imputación tan grave como haber desviado la investigación del
peor atentado de la historia a cambio de diez millones de dólares: tienen
razón los familiares y amigos de los muertos de la AMIA en sentirse nuevamente
usados por unos y por otros. A quien agitó las aguas para que el escándalo
estallara esta vez en Nueva York le importaron y le importan un comino los muertos
de la AMIA.
Justamente porque es probable que nuevamente todo quede en nada, el paso en
falso que dio Carlos Menem esta semana es llamativo. Y queda retumbando la voz
de acento riojano diciendo primero: "Es absolutamente falso que tenga una
cuenta en Suiza" y después "Sólo tengo una cuenta en
Suiza". Es increíble, pero no asombra a nadie. Aquí no asombra
a nadie. Es Menem. ¿Qué tiene? Primero dijo que no tenía cuenta
en Suiza y ahora admite que tiene una cuenta en Suiza de australes convertidos
a dólares. Menem diciendo eso es una gota de extracto de perfume, el
elixir en estado puro de la desinvestida palabra política argentina.
Lo raro no es que él mienta, sino que otra vez este país esté
considerándolo como candidato, que tenga todavía, en la devastación
profunda, sin precedentes, terminal que él cimentó, la oportunidad
de pelear el poder. Que su estilo cínicamente frívolo pueda aún
seducir a alguien, que haya sectores que adhieran tan crédula o criminalmente
al cinismo.
Pero lo peor es la percepción de que si Carlos Menem no tuviera la posibilidad
de ser nuevamente candidato a presidente, esa nota no hubiera aparecido en The
New York Times. Nadie se hubiera ocupado dos años más tarde del
testigo C. La cuenta en Suiza permanecería como hasta ahora como una
menemeada más, un desliz de la legalidad del que nadie estaría
dispuesto a ocuparse. Los delitos por los que se lo imputa ahora son omisión
maliciosa, evasión fiscal y enriquecimiento ilícito. Deslices.
¿Alguien dudó alguna vez de que Menem tuviera deslices? ¿No fueron sus
presidencias el apogeo de los deslices? ¿No han sido los funcionarios menemistas
la encarnadura perfecta del desliz, de la ilegalidad, de la corrupción,
de la letra chica, de los patrimonios personales inexplicables?
Menem probablemente sea el peor de todos, pero hay otros que no son mucho mejores.
En el fango sobre el que se montó esta escena, la de Menem admitiendo
su cuenta en Suiza, todavía nos estamos revolcando. Las toxinas menemistas
de esta sociedad siguen provocando dolores que tal vez no sean de parto sino
de pura infección.