Un mito de zolapa
Por Martín Granovsky
Pico máximo de la rebelión popular, momento culminante del descrédito
de la política tradicional, instante simbólico de un golpe institucional,
evidencia de la desarticulación política de la Argentina. Depende
de cómo se mire el 2001 habrá un 20 de diciembre a gusto del consumidor.
Pero, ¿tiene sentido fragmentar tanto el 20 de diciembre para quedarse con un
retazo y convertir ese pedacito en una fecha mítica? El mito no tiene
contradicciones. No puede tenerlas. Tampoco encierra pelea. Lo bueno es bueno
y lo malo es malo. Bien a la argentina.
Antonio Gramsci fue uno de los teóricos marxistas más originales
del siglo XX. Sin embargo, murió sin tener respuestas para un misterio
del pensamiento humano: por qué la Argentina tiene tanta pasión
por la lectura de solapa. Incluso, por la lectura del propio Gramsci.
Para el italiano, la sociedad civil era un terreno de conflicto, de luchas sociales,
de discusión de proyectos hegemónicos. Pero la lectura de Gramsci
al paso convirtió su riqueza en una caricatura de cuatro trazos:
n La sociedad civil es lo que se opone al Estado.
- La sociedad civil es lo mismo que la sociedad.
- Si el Estado es el aparato de control de las clases dominantes –y por eso
incluye entre otras cosas la política y los políticos–, quiere
decir que es malo.
- Si el Estado es malo, por contraste la sociedad es buena.
En los años ‘80 el Gramsci de solapa llevó a la santificación
del mercado. Todo consistía en pensar que el mercado era parte de la
sociedad y no del Estado. Una parte molesta, anárquica y difícilmente
controlable, si se quiere, pero parte al fin de la dimensión social de
las cosas, o sea la "buena". Era fácil, desde esa simplificación
brutal, endiosar al mercado como el mejor modo de asignar funciones y recursos
dentro de la sociedad. Así nació el Gramsci neoliberal, el Gramsci
pata izquierda de la constelación ideológica de moda en todo el
mundo.
En los ‘90 el neoliberalismo no dejó espacio ni para eso, con lo cual
la caricatura del Estado y la sociedad sufrió un salto. Quedó
suspendida y recién volvió a instalarse en la primera década
de este siglo. La consigna "Que se vayan todos", cuando se expresa
sin matices y en bruto, también quiere decir que todo lo malo está
en el Estado y la política y todo lo bueno en la sociedad. Es como si
en el Estado y la política no hubiera lucha. Y como si no la hubiera,
tampoco, a nivel social. De esa manera habría que pasar por alto un conflicto
esencial como la discusión de la deuda externa o un debate sobre la naturaleza
de los nuevos partidos políticos. Habría que olvidarse de que
la sociedad civil está formada por las ONGs que dan de comer a los hambrientos
del barrio pero también por instituciones como el Cema, encargada de
formar los cuadros de la desigualdad.
Un año después del 20 de diciembre del 2001, sólo el Gramsci
de solapa autoriza a pensar que la Argentina sería el mejor país
del mundo si sencillamente se extirpara la política. La vitalidad social
de este país es conmovedora. La gente organiza comedores, recupera empresas
quebradas, transforma los piquetes en formas de autogestión, inventa
nuevos métodos de lucha a partir del corte de rutas, hace florecer la
cultura y afronta la sustitución de importaciones con un empuje solo
parecido al de 60 años atrás. ¿Alcanza? La pregunta sería
si, carente de articulación política, la vitalidad social se basta
aunque más no sea para sostenerse en el tiempo. Es una pregunta para
todos, pero especialmente para los dirigentes y fuerzas de izquierda y centroizquierda,
más allá y más acá de las elecciones. Y aquí
se da una paradoja. Por un lado, este espacio político hizo todo lo posible
en los últimos años para consumar su autodestrucción. Por
otro, la aparición permanente de nuevos líderes –de Elisa Carrió
a Víctor de Gennaro, de Aníbal Ibarra a Hermes Binner– revela
que ni siquiera el fracaso sistemático y la estupidez propia alcanzan
para derrumbar las ilusiones de buena parte de los argentinos de contar, aquí
también, con una alternativa como el Frente Amplio uruguayo, el Partido
de los Trabajadores de Brasil o la alianza social que en Ecuador llevó
a Lucio Gutiérrez a la presidencia.
La diferencia es que en la Argentina el momento de construir la identidad de
cada uno –momento fundacional e insustituible de cualquier fuerza política–
suele ser eterno. Y que todo es divisible por dos, incluso cuando, como en el
caso del bloque de diputados de Autodeterminación y Libertad, la fuerza
de Luis Zamora, se trata literalmente de dos. Y que todo, a la vez, cumple el
principio de reducción a la unidad, al estilo del ultrapersonalismo del
ARI.
Puede ser que la anterior sea sólo una impresión. Que el momento
de la identidad dure poco, muy poco, y que muy pronto las principales fuerzas
del espacio de centroizquierda puedan articular una misma política liberándose
de la atadura ridícula, casi religiosa, según la cual no hay que
coincidir solamente en una propuesta concreta sino en los fundamentos teóricos
de esa propuesta. Pero, ¿y si no es una impresión? ¿Si otra vez los tiempos
no coinciden y todo se diluye? Alguien, desde una mezcla de Carlos Marx con
la Providencia, podrá decir que si eso ocurre es porque tenía
que ocurrir. Fatalismo puro.
Pensar el 20 de diciembre del 2001 como una muestra de que con la voluntad alcanza
(¿alcanza para qué, por otra parte?) sería un espejismo retrospectivo.
Y tirar la voluntad al tacho también. Si hay algo que el triunfo de Lula
revela es que la voluntad política puede construirse. Por eso tal vez
no haya que apurarse en imaginar de ahora hacia atrás, con ansiedad,
un 20 de diciembre recortado y mítico. Porque no está escrito
en ningún lado que el 20 de diciembre haya sido otra cosa que un cruce
fugaz entre la crisis de la convertibilidad especulativa y el descrédito
de la política tradicional, pero tampoco está escrito que del
hartazgo del modelo económico no pueda surgir una reacción a la
brasileña.
O sea: puede no llover sopa, pero también llover y que uno esté
con el tenedor en la puerta de casa, o llover y que uno busque la cuchara. Da
la sensación de que ahora llueve sopa. ¿Habrá cuchara?