El fin de la infancia
Por Mario Wainfeld
- Si una o dos jornadas sellan un fin de época, queda claro que no son
una ruptura de la historia sino, más bien, una aceleración de
su continuidad. La –fenomenal y feroz– crónica del 19 y 20 de diciembre
de 2001 no debería ocluir la percepción de que todo lo que cambió
ya venía cambiando, de que todo lo que cesó venía caducando,
de que –si se me permite una metáfora banal– el cuerpo que se estrelló
contra el piso venía cayendo desde el piso 30. Lo que sellaron el 19
y el 20 de diciembre fue el fin de una etapa infantil e individualista de buena
parte de la sociedad argentina.
- La convertibilidad no fue, apenas, un plan económico. Fue un proyecto
de país acompañado –en las urnas y, lo que es más denso,
en la adopción de estrategias individuales de vida– por muchísimos
argentinos de bien, que eran en verdad sus víctimas. La Argentina renunció
a tener moneda, por ende a tener política monetaria, y luego a tener
política económica. Endeudó con magra contrapartida los
activos públicos, renunció a la renta petrolera y –ya que estaba–
a imponerla con impuestos. Atomizó sus sistemas de salud y de educación.
Hizo de la fragmentación social, política y económica una
estrategia. Dejó librados a su suerte a los más débiles:
pobres, viejos, mujeres, provincias chicas, municipios alejados de los grandes
centros urbanos. Narcotizados por algunos años de pseudo bonanza, millones
de argentinos se plegaron, de a uno y en fila india –como hacían precisamente
los indios en las viejas películas de vaqueros, para que los mataran
mejor–, a esa estrategia demoledora.
Muchos creyeron que el quiosco, el remise, el taxi, el plazo fijo, el retiro
voluntario, les servirían para entrar por alguna puertita al paraíso
globalizado. La democracia delegativa fue aceptada mansamente por millones de
víctimas que no se percibían como tales, renunciando así
a su derecho de legítima defensa. Muchos ciudadanos argentinos, en el
Conurbano o en Cutral-Có, creyeron que zafarían de a uno lejos
de la fábrica, del sindicato, sin YPF, alienados del ferrocarril. Compraron
espejitos de colores y se miraron en ellos por años, viéndose,
durante un lapso, rubios, altos y de ojos celestes.
- La mayor responsabilidad de esa diáspora la tuvieron los dirigentes
políticos y la aplastante mayoría de los intelectuales. La imbecilidad
del pensamiento cavallista tuvo una hegemonía afrentosa en los ámbitos
institucionales, universitarios e intelectuales. Una década se tardó
en alumbrar un Plan Fénix que debió ser pensado el mismo día
en que se adoptó el –por definición– contingente y de difícil
salida de la convertibilidad. Y hablamos de los mejores, de quienes saben oponerse.
- La destrucción del Estado y de la sociedad tuvo como socio del silencio
al miedo disciplinador, hijo bastardo de la dictadura militar y de la hiperinflación
que hizo bajar la guardia, aceptar el orden y la estabilidad (dos valores en
esencia conservadores) como vigas de estructura de la sociedad y posponer los
tradicionales reclamos de equidad, distribución del ingreso y solidaridad.
El dibujo de Rep publicado ayer en la contratapa de Página/12, que ilustra
esta nota, supera todo texto escrito sobre el punto y a él me remito.
- Sirva el dibujo para cambiar de pantalla. Cuando empezó a terminar
el miedo, terminó también la parálisis y cierta forma perversa
de infancia. Cuando, en esos días fundacionales, el pueblo argentino
salió a la calle, desafiando el estado de sitio, decidió volver
a ser pueblo. Volver a pelear por su destino, hacer del número poder.
Inició un trabajoso camino en pos de un diagnóstico más
preciso del país. Un diagnóstico que registra datos que parecen
obvios, pero que fueron traspapelados por añares: que el imperio persigue
su interés y no el nuestro, que los bancos extranjeros son precisamente
eso, bancos extranjeros. Que la corporación política ya no representaba
a nadie y que debía ser permanentemente desautorizada y, de ser posible,
desplazada. Que cada uno debe reclamar enérgicamente por sus derechos.
Que las calles, las rutas, las plazas históricas son el territorio donde
se hacen valer los humillados y los ofendidos. Que todas las luchas populares
deben confluir, que el futuro es difícil, pero que el único modo
de enfrentarlo es con protagonismo.
- Se ha puesto de moda demostrar los límites y los equívocos de
las consignas de época. Sin embargo, a la hora del balance, cabe advertir
que "Que se vayan todos" y "Piquete y cacerola, la lucha es una
sola" son esquemáticas, pero tienen la frescura de lo popular y
la sabiduría básica de la consigna política, están
rumbeadas al norte correcto. Lo fatal fue el silencio de los inocentes durante
una década y sobre todo las paparruchadas (ora ignorantes, ora abdicantes,
ora canallas) que se dijeron o escribieron desde centros del poder y del saber
sobre la "modernización", la "flexibilización laboral",
"la inexorabilidad de la globalización" y otras gansadas. Hoy
son mayoría los argentinos que saben quiénes son sus enemigos,
quiénes sus adversarios, que no creen en la bondad del Fondo Monetario
o de la banca foránea, que saben que su destino depende de sí
mismos. Con una templanza notable han sabido salir a la calle y controlar sus
reclamos, autolimitarse en la queja, dialogar con sus pares.
Mucho falta por hacerse y hasta parece ingenuo ser optimista tras un año
devastador, pero lo cierto es que la sociedad argentina maduró, dejó
de creer en tonterías y sobre todo en delegar en manos inhábiles
y corruptas. Duro es ser pueblo y querer ser una Nación en un país
pobre y devastado. Duro es hoy mirarse en el espejo y ver un país pobre,
desigual, hambreado, humillado. Peor es ser individualista, banal, delegativo
en política, insolidario. Peor es no entender que cada uno es cada cual.
Ser maduro tiene su precio, pero es siempre mejor y más digno que dejarse
lobotomizar por el enemigo. Lo demás, claro, está todo por hacerse.