APRIETES A LOS QUE HABLAN DEL 20 DE DICIEMBRE
Una sombra sobre los testigos Tres casos ilustran los esfuerzos para enrarecer
el clima en las vísperas del primer aniversario de la caída de
De la Rúa. Uno es el del vecino de Palermo Viejo que le salvó
la vida al policía Cristal jugándose la suya: ahora está
procesado y amenazado. Otra es la del manifestante que salvó al joven
Galli en diciembre, amenazado groseramente junto a otros testigos de la masacre.
El tercero es el de los motoqueros agredidos, enjuiciados para que paguen "daños
a patrulleros."
Por Miguel Bonasso
Reina un clima ominoso en estas vísperas del 20 de diciembre: amenazas
encubiertas o desembozadas a testigos y víctimas de la masacre, atentados
a balazos, denuncias sobre nuevos saqueos inducidos (esta vez con punteros barriales
del menemismo), propuestas de ahogar en sangre la protesta social, rumores y
trascendidos sobre una posible carnicería que bien puede ser una campaña
de acción psicológica para desalentar las movilizaciones conmemorativas
de la gesta popular. Por si fuera poco, la Justicia aportó lo suyo, colocando
bajo la mira a quienes debería defender. Tres casos grafican estas aberraciones:
el del vecino Roberto Turano, quien le salvó la vida al sargento Francisco
Evaristo Cristal, que custodiaba el domicilio del autor de esta nota; el de
Héctor Luis García (el Toba), que resucitó el 20 de diciembre
al joven Martín Galli, y el de los motoqueros David Acevedo, Sebastián
Gianetti y Verónica Viega, quienes fueron heridos por la represión
y, de yapa, procesados.
El que se mete, se embroma
Roberto Turano es un hombre afable, corpulento, de cara redonda y sonrisa franca,
que trabaja hace más de veinte años en el Hospital Durand como
técnico radiólogo. Nadie diría a priori que es un héroe
y a él mismo le molesta sinceramente que lo digan. Pero lo es. El pasado
martes 26 de noviembre, a las once y cuarto de la mañana, una amable
tertulia en la vereda de la calle Uriarte casi esquina con Jufré, estuvo
a punto de llevarlo a la tumba. De la grata charla entre vecinos participaba
Roberto, sus hijos adolescentes Mariano y Martín, la vecina Mercedes
Lizarraga y el sargento Cristal, cuando vieron venir (al comienzo sin alarma)
a dos hombres jóvenes uniformados con gorritas donde se leía "seguridad"
y equipados con chalecos antibala que en un santiamén se arrojaron sobre
el policía, le pusieron una pistola en el cuello y acabaron por tirarlo
al piso para sacarle el arma y el chaleco antibalas. Con mayor rapidez de lo
que se tarda en relatarlo, el radiólogo intentó que uno de sus
hijos se metiera en su casa para dar aviso a la comisaría.
La cosa empeoró en segundos: los tipos habían volteado boca abajo
al policía y amenazaban fusilarlo, uno de los hijos de Turano era obligado
a levantar los brazos y ponerlos contra la pared. Sin pensarlo mucho, el vecino
se zambulló en la pequeña casa de departamentos donde vive y escarbó
en el ropero hasta dar con un cuasi inservible revólver 32 que nunca
había usado. Salió gritando: "¡Paren, paren!", justo
cuando uno de los atacantes le decía al otro señalando al sargento
Cristal; "¡dale, quemalo!". Al ver a Turano en la puerta de su casa
los agresores dejaron al sargento de la comisaría 25 y empezaron a tirarle
al vecino. Recién entonces (detalle clave) Turano abrió fuego
disparando tres veces. Pero uno de los tiros de los sujetos le dio de refilón,
sin penetrar, y lo puso fuera de combate. Los dos agresores, sorprendidos por
esa irrupción inesperada que daba al traste con sus planes, se fugaron
en una camioneta nueva, gris metalizada, que habían estacionado sobre
Jufré.
En el hecho intervino el juez Eduardo Moumdjian, a cargo del juzgado 35, secretaría
120 del doctor Osvaldo Daniel Rapp y el titular de la fiscalía 41, doctor
Jorge Sacco.
Letra y espíritu
La actuación del vecino fue ampliamente reconocida por los medios y el
público, pero comenzó a causarle una serie de problemas al hombre
que se atrevió a romper la consigna secular del "no te metás".
Tuvo que "tocar el piano" en la 25 –donde los compañeros del
sargento que salvó su vida gracias a Turano debieron cumplir órdenes
judiciales– y empezó a cernirse sobre su cabeza la amenaza de una causa
por tener un arma sin permiso yhaberla usado. Una vez más, la letra pesaba
más que el espíritu de la ley. A la maquinaria kafkiana no parecía
importarle que hubiera salvado la vida del policía, la de su propio hijo
y la de una de las vecinas. Tampoco que hubiera respondido el fuego en defensa
propia, desde la puerta de su domicilio y no desde la vía pública.
Habrá que ver, todavía, en qué termina todo esto.
Además de la ley, Roberto Turano, tuvo que enfrentarse a los fantasmas
clandestinos. Los desconocidos de siempre telefonearon a su trabajo para preguntar
sus horarios y le hicieron varias llamadas a su casa colgando sin responder
a los que contestaban. El que esto escribe no puede ser neutral frente a esos
padecimientos, porque muy probablemente fue otro de los directos beneficiarios
del heroísmo de Turano. Hay fundadas sospechas en ámbitos políticos,
judiciales y aún policiales de que los supuestos agentes de la seguridad
privada que le dispararon, se aprestaban a operar sobre mi casa tras dejar fuera
de combate al policía que la custodiaba. Debido a esas sospechas tanto
Turano como yo debimos prestar testimonio en Seguridad de Estado en la causa
9736 "N.N. S/DELITO DE ACCION PUBLICA", que sustancia el juez federal
Jorge Luis Ballestero (Secretaría 4, a cargo de la doctora Agustina Rodríguez).
Donde también se investigan las amenazas al fiscal de la masacre del
20 de diciembre, Luis Comparatore. Todo se vincula perversamente: como los lectores
de este diario ya saben, el presunto atentado frente a mi casa fue perpetrado
pocos días antes de que apareciera mi nuevo libro sobre los asesinatos
del año pasado, la materia por la cual amenazan al fiscal.
Desde el 26 de noviembre han ocurrido varios hechos sugestivos en el barrio:
hace pocos días uno de los custodios detuvo en horas de la madrugada
a otro presunto empleado de una agencia de seguridad, que fue finalmente liberado
por falta de antecedentes. Poco antes, uno de los policías de consigna
observó a dos sospechosos en un auto estacionado sobre Uriarte, casi
en la esquina de Jufré. Se acercó a interrogarlos, pistola en
mano y los desconocidos se escaparon a toda velocidad. Hace pocas horas, mientras
conversábamos casualmente con Turano y otro vigilante, advertimos el
curioso movimiento de dos presuntos policías (uno de ellos sin gorra),
que merodeaban por la cuadra y se alejaron rápidamente antes de que el
custodio pudiera interpelarlos.
Después del incidente, Roberto Turano se ríe deportivamente y
no porque no tenga miedo, porque no es un héroe de cartón. Pero
ratifica sus actos:
–No me arrepiento. Lo haría de nuevo si volviera a ocurrir.
El delito de ser motoquero
El 21 de diciembre de 2001, cuando ya se había levantado el estado de
sitio en la Capital Federal, los motoqueros agrupados en SIMECA (Sindicato de
Mensajeros y Cadetes), convocaron a una marcha "en repudio a la salvaje
represión del 20 y en homenaje a Gastón Riva, un compañero
nuestro asesinado por la Federal". La concentración había
sido citada para las seis de la tarde en el Obelisco. A las seis y media –según
el relato de los motoqueros– irrumpió en el lugar un Ford Falcon sin
identificación que casi aplasta a los manifestantes sentados en el cordón
de la vereda. Según testimonia el motoquero David Acevedo: "La primera
reacción nuestra fue salir corriendo atrás de los agresores. Los
seguimos por Diagonal y a la altura de Talcahuano nos interceptan, había
celulares estacionados, autos, motos, todos de la Federal. Y uno de los canas
le pega un itakazo a uno de los pibes, Sebastián Gianetti, y lo tiran
junto a su acompañante, Verónica Viega. La compañera sufrió
la fractura de su brazo izquierdo y ambos tenían golpes en el cuerpo.
Nosotros quisimos asistirlos pero la policía no nos dejaba y nos decía
que nos fuéramos porque ya venía la ambulancia. Estos polis eran
todos de las comisarías 17ª Y 4ª". Tras una tensa discusión
entre motoqueros y policías llegó la ambulancia del SAME y se
llevó a los golpeados. Los otros manifestantes de SIMECA regresaron entonces
hacia el Obelisco, pero a la altura del pasaje Carabelas fueron interceptados
por unos 40 o 50 policías armados de garrotes que les daban palazos mientras
iban pasando. El denunciante Acevedo y Leopoldo Tiseira, un militante de HIJOS
de Zona Oeste, se desprendieron entonces de la columna por la calle Perón
y tomaron por Suipacha donde empezó a perseguirlos "un auto de civil,
al que pronto se sumarían un patrullero y una moto. Nos tocan la rueda
de atrás, pegamos con el cordón de la vereda y nos caemos. Ahí
nos detuvieron y nos llevan a la comisaría 4ª. Ese mismo día la
policía nos arma una causa por daño calificado. Gracias a la presión
de los compañeros y a la intervención de los abogados de la CTA,
nos largaron a las seis horas".
Pero no terminó allí la cosa: en marzo de este año recibieron
una citación para presentarse en el juzgado número 30, a cargo
del juez Luis Héctor Yrimia, Secretaría 164. Allí se enteraron
que estaban imputados por disturbios en la vía pública, resistencia
a la autoridad y daños y lesiones a la policía. Se negaron a declarar
y uno de los imputados, el golpeado Gianetti, querelló por lesiones a
la Policía Federal en el juzgado de María Romilda Servini de Cubría.
Hace poco los motoqueros recibieron una notificación donde se les informaba
que la Justicia les había dictado un embargo preventivo por tres mil
dólares, el monto de los repuestos de los coches policiales que les acusan
de haber dañado.
La Justicia es lenta y demasiado ciega: hasta este momento no hay ni un solo
imputado por el asesinato del motoquero Gastón Riva, ocurrido a las cuatro
de la tarde del 20 de diciembre, ante miles de testigos.
El Toba en peligro
Héctor Luis García, a quien le dicen el Toba porque su madre pertenecía
a esa etnia, es un personaje singular. Fue militante en los setenta, tiene desaparecidos
a su hermana y su cuñado y sobrevivió a la dictadura en "medio
de la nada", en el exilio interior de Tupungato. El 20 de diciembre sintió
como muchos otros que "la gente" había vuelto a ser "pueblo"
y se lanzó a la Plaza. A las siete y 20 de la tarde, cuando Fernando
de la Rúa ya había renunciado, recaló con otros manifestantes
agobiados por los gases, en la plazoleta que divide la Nueve de Julio de Cerrito,
entre Sarmiento y Perón. Fue testigo presencial del último asesinato
de ese día, el del veterano militante justicialista Alberto Márquez,
y logró resucitar (dos veces) a Martín Galli, un chico de 26 años
que ese día manifestaba por primera vez y fue herido de un tiro en la
nuca por policías de la División Asuntos Internos. Mientras lo
auxiliaba, cubriéndolo con su cuerpo, fue atacado con dos disparos de
balas de goma, por un policía que circulaba en un patrullero y pretendía
llevarse a Galli.
A sus cincuenta años, el Toba guarda una impecable coherencia consigo
mismo, con las razones que hace treinta años lo llevaron a militar. En
el barrio Sol de Oro, cercano a Ezeiza, en una quinta que heredó de su
padre, un antiguo suboficial de la Resistencia Peronista, el Toba ha levantado
a pulmón "Hermanecer", una organización humanitaria
para sacar a jóvenes adictos de la droga y un comedor ("Pancita
llena") donde diariamente almuerzan y meriendan 177 chicos de un asentamiento
cercano. Y tal vez esa sea una razón adicional para aumentar el odio
de ciertos personajes tenebrosos, que en el último mes no han dejado
de acosarlo.
El 17 de noviembre pasado, el Toba fue uno de los testigos principales en la
reconstrucción judicial de los hechos que culminaron con el asesinato
de Márquez y las graves heridas infligidas a Martín Galli y otros
manifestantes que descansaban, pacíficamente, en la plazoleta de la 9
de Julio. Por esos hechos, cabe recordarlo, están procesados cuatro policías
de la División Asuntos Internos: los comisarios Orlando JuanOliverio
y Carlos López, el oficial principal Eugenio Figueroa y el agente Ariel
Firpo Castro.
Ese día, a vista y paciencia de la jueza federal Servini de Cubría,
aparecieron en el lugar una serie de extraños personajes de civil (entre
ellos varios "Sérpicos" melenudos y barbados) que observaban
de manera intimidatoria a testigos y víctimas. En esa larga jornada,
que se prolongó desde las 9 de la mañana hasta altas horas de
la noche, se multiplicaron las provocaciones. En un momento dado el Toba fue
a orinar y tuvo que hacerlo flanqueado por dos de esos sujetos. A las presiones
sutiles, que minaron el ánimo de algunos testigos, le sumarían
luego algunas humillaciones, como la padecida por la señora Marta Pinedo,
viuda de Alberto Márquez. Mientras los testigos aguardaban, observados
por los Sérpicos, la mujer se descompuso. Llegó una ambulancia
del SAME y una médica joven la interrogó de mala manera: "¿Qué
le pasa?" "Estoy nerviosa", fue la respuesta. "Entonces
la voy a tener que trasladar al hospital", replicó secamente la
médica. "No, no –protestó la viuda de Márquez– yo
de acá no me muevo." "¿Entonces para qué me llamaron?",
completó con insensibilidad mineral la joven profesional. El Toba se
indignó y le preguntó por qué no podía atenderla
en el lugar, por qué no podía –al menos– tomarle la presión.
Intervinieron entonces tres policías que en vez de auxiliar a la testigo,
la hostigaron pidiéndole documentos. Hasta que el Toba explotó
y se produjo el siguiente diálogo:
–¿Por qué no la dejan tranquila?
–Y usted, ¿quién es? –preguntó el policía de mayor rango.
–Y vos ¿quién sos? –replicó el Toba con la mirada encendida.
Entonces lo relojearon con odio, pero dieron media vuelta y dejaron de agredir
a la víctima.
La tensión estalló cuando otra testigo que había sido agredida
el 20 de diciembre, Marta López, estalló ante el cerco de miradas
intimidatorias y le exigió a la jueza Servini de Cubría que hiciera
sacar esa gente del lugar si quería seguir con la reconstrucción.
Marta es la compañera de Alberto Horacio Quintas, un testigo clave porque
afirmó en su testimonio inicial que podía reconocer a los agresores.
En junio pasado, el matrimonio fue atacado a balazos. Servini accedió
al pedido y expulsó a los inquietantes personajes con apoyo de la Gendarmería.
No acabaron allí las penurias: hubo una interminable discusión
con los abogados de la Policía Federal (que son comisarios) a causa de
ciertos groseros errores en las actas, y los testigos se negaron a firmar, provocando
la ira de Servini de Cubría. Finalmente, tras un tenso tironeo, ganaron
también esa batalla. Para rematar la insólita reconstrucción,
el Toba reconoció entre los testigos aportados por la Federal al policía
que le había disparado mientras lograba sacar a Martín Galli de
su primer paro cardíaco. Es el comisario Juan José Fraga, que
el 20 de diciembre era todavía subcomisario. Tres días más
tarde el Toba presentó una querella en su contra, patrocinado por el
abogado Rodolfo Yanzón de la Liga Argentina por los Derechos Humanos.
Entonces comenzaron las visitas al barrio Sol de Oro.
El 27 de noviembre pasado, Toba y su segunda esposa habían llevado a
su hijito Sacha Guaira (Viento Salvaje) al Hospital de Niños. Cuando
regresaron al barrio, ya de noche, uno de los vecinos le dijo que había
tenido una inquietante visita: ocho tipos que se movían en dos autos
(un Peugeot 504 y un Peugeot 206). Los desconocidos le habían preguntado
al vecino si allí vivía "un tal Toba" y cuando éste
quiso saber quiénes lo buscaban la respuesta fue más que elocuente:
–El ya sabe quiénes somos.
Por si no había entendido, regresaron el domingo primero de diciembre.
Lo hicieron en un emblemático Ford Falcon sin identificación.
El Toba los vio venir mientras tomaba mate con su esposa y el pequeño
SachaGuaira. De inmediato le dijo a su compañera que metiera al chico
dentro de la casa. Hizo bien. Los del Falcon bajaron una de las ventanillas
de vidrios polarizados y un personaje de siniestra sonrisa sacó una Itaka
y se la mostró durante algunos segundos. Luego se fueron. El Toba no
supo si estaba en el año 2002 o en el pozo más negro de los años
setenta