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Argentina: La lucha continúa


El endeudamiento, un entramado de delitos
La deuda externa o el país de los pigmeos*

por Carlos Tobal

La sentencia del Juez Ballestero en el caso "Olmos", desnudó la vieja mano del Estado mafioso. Cada argentino pagará de por vida los frutos colosales de esos delitos

Tal vez, la humanidad no llegue nunca a sustituir a la experiencia como recurso para conocer o verificar la realidad. Al encontrarse envuelto en una catástrofe, por ejemplo, el ser humano, no puede eludir un sentimiento de extrañeza, de cierta irrealidad. ¿Cómo pudo pasarme a mí? El contacto directo con el daño, le devuelve, entonces, la prueba, el sentido de lo que ocurrió.
Pero hay un tipo de catástrofe que, por su sofisticación, por su alta complejidad técnica, mediatiza, dificulta y confunde, la sensación de pertenencia, el sentimiento de ser víctima de los acontecimientos. Incluso, el oído es más propenso a separar el concepto de catástrofe de los estragos intencionalmente provocados.
Hace veinte años, el 4 de abril de 1982, un hombre Alejandro Olmos, denunció ante la Justicia que la concertación de la deuda externa Argentina, ya enorme para ese entonces, en relación con la anterior, era fruto de un entramado de delitos. Habían sido cometidos, en connivencia, por las autoridades del gobierno militar, por los que hacían las veces de miembros del Congreso durante la dictadura y por los funcionarios del Banco Central de entonces. También habían perjudicado a YPF. Los personajes del establishment acordaron tales delitos con la banca internacional la que, mediante maniobras contables, lograba así colocar sus excesos de dinero –que, además, enseguida volvería a sus arcas-, en condiciones usurarias.
En trasgresión de los principios de derecho internacional y fundamentalmente los del derecho común de las naciones civilizadas, que especificaba que los créditos debían otorgarse para el desarrollo, sin invadir la soberanía de los Estados y en pro del nivel de vida de los pueblos, estos dineros fueron colocados con fines especulativos. También se prorrogó ilegalmente la jurisdicción sometiendo al Estado Argentino al poder judicial extranjero. Se otorgaron avales irregulares a empresas privadas amigas del poder; se encubrieron autopréstamos. Se socializó absurdamente la deuda privada impaga.
Excediendo claramente las necesidades y las posibilidades de pago del deudor, se instauró el método particular de dominación, de dependencia creciente y destrucción del país, que aún se está sufriendo. Todo implicaba un vaciamiento gigantesco de los recursos materiales de la Nación. Se abrió paso al desguace desastroso del Estado que luego se consumó. Los funcionarios incriminados, se dijo, habían realizado hechos por los cuales la Constitución Nacional los calificaba como "infames traidores a la Patria".
También, con pericias realizadas mediante un despliegue de talentos científicos, académicos y de notables sin antecedentes en la historia judicial Argentina, el proceso logró probar la ilicitud de la deuda. Había sido concertada sin causa o con una causa ilícita, en abuso de derecho nacional e internacional, con usurpadores del poder, condenados luego por rebelión y delitos aberrantes, por sentencia firme en el juicio a las juntas del proceso. Personajes que carecían, a todas luces, de legitimidad para hacer lo que hicieron. Se incurrió en abuso de derecho, causa ilícita, lesión enorme, lesión subjetiva. Se violaron el rebus sic stantibus, y la prohibición de la usura.
A la causa se le fueron agregando otras y los vericuetos judiciales duraron dieciocho años. Olmos tuvo que haber dejado en ella sus últimos años de vida. Después, extrañamente, la sentencia sobreseyó a los responsables, por prescripción. Sin embargo, la misma dejó sentado un precedente de inestimable valor que debería, urgentemente, salvarse del olvido. La catástrofe, entonces, fue intencional.
Y el fallo firmado por el Juez Ballestero, con lúcida intervención de su Secretario, el Dr. Foerster, así lo declaró. También se deduce de la investigación y de la reticencia en mostrar las actas secretas mediante las que se pergeñaban tales conductas en el Banco Central, que los banqueros privados devenidos funcionarios, actuaban como agentes dobles representando, en realidad, a los acreedores y/o a los que serían beneficiarios de los delitos. Son delitos de efectos continuados, en la medida que persiste la obligación de devolver la supuesta deuda y de pagar los intereses.
Recorriendo la sentencia, accesible incluso por Internet, el lector va observando, como en las películas de gángsteres norteamericanas de qué manera detrás del gobierno aparente, se mueve y entreteje mafiosamente un poder verdadero. No se trata, entonces, sólo de un daño ya ocurrido, sino que la sociedad Argentina en su totalidad, como una cruz adecuada a la medida y atada compulsivamente a la espalda de cada habitante, está obligada a seguir pagando, en el futuro, los frutos gigantescos, de esos diversos delitos. Habría que pensar en la confusión que necesita la opinión general para creer que el pueblo, como si fueran impuestos, estaría obligada a pagar la "deuda" asumida por doscientos delincuentes. Más, ¿por cuál loca avivada la sociedad toda debe pagar (y lo está haciendo) la deuda propia, gigantesca, de unas doscientas empresas? ¿Quién será el encargado de enmendar tales entuertos? Hay que saber que las facultades para "arreglar" y "contraer" la deuda externa pertenecen al Poder Legislativo y son indelegables (inc. 3 y 6 art. 67; hoy inc. 4 y 7, art. 75, CN.) El Congreso no lo ha hecho, por lo que no se puede decir que le deuda haya sido democráticamente convalidada. A su vez, el fallo envió las pruebas de los delitos al Parlamento que, sordo y sumiso, dirige su sonrisa hacia otras influencias.
Cada enfermedad, cada remedio, cada amor, cada odio, cada alegría, cada tristeza, sobre todo cada frustración personal y colectiva, está atada a esa deuda externa, que fue luego cuadriplicada. Su carga provoca, necesariamente, el apocamiento de las esperanzas individuales, sociales, por obra de la imposibilidad. El mundo se nos achica, como si hubieran convertido a la Argentina en un país de grises pigmeos carenciados.
La sentencia estableció la ilegitimidad, la ilicitud, de la deuda. Pero, ¿cuál es la importancia de saberlo? ¿Cuáles los efectos que esos hechos produjeron y siguen produciendo en el tejido social?
La legitimidad es una cuestión teórica, de correspondencia. Hace a la verdad del contenido de un acto, a la coherencia que una norma inferior, o un acto jurisdiccional, debe guardar con los principios rectores del orden jurídico nacional e internacional. Es, digamos, una relación intelectual.
Pero hay reglas que corresponden a lo que Kant llamaba la razón práctica. El individuo debería obrar, de modo tal, que su accionar pudiera establecerse como imperativo universal.
Están las reglas ejemplares, aquellas que son vividas como ejemplo por la sociedad toda; y cuya violación acarrea el derrumbe de la unidad del sistema. La tan mentada Seguridad Jurídica. Los filósofos neoplatónicos descubrieron la existencia de las causas ejemplares; que se transmiten por imitación.
De todo ello deriva el principio de legalidad, que puede coincidir o no con lo legal. El que depende, por ejemplo, de la corrección formal. Es una coincidencia mecánica, de procedimiento, en el dictado de una norma o de una sentencia.
En el caso, la supuesta "deuda" no es tal, está probado. Es ilegal, ilegítima y carece de causa válida. Ahora, el principio de legalidad o legitimidad sustancial es una cuestión de voluntad. Presupone una alianza básica, inviolable, con el fin último del orden jurídico. Los funcionarios encargados de los poderes del Estado deben tener una especie de cuidado, amor o celo hacia la Justicia, hacia el espíritu fundacional de la Constitución. Es como el amor que los médicos hospitalarios deben guardar por la higiene propia y del lugar de la cura, que es el sitio hacia donde la población lleva sus bacterias en busca de auxilio. De lo contrario, la función de sanar se transformaría en generadora de epidemia.
El principio de legalidad es la sangre del sistema, la coherencia práctica que debe navegar por debajo de la letra visible, como un anticuerpo alimentando todos los rincones.
Es decir, hay un presupuesto material que se conoce como la ejemplaridad de las reglas. Los habitantes de los poderes del Estado no deberían requerir que los ciudadanos respeten las leyes que ellos mismos transgreden. Más, el espectáculo de esas violaciones; la ostentación de sus riquezas mal habidas; la misma banalidad de sus excusas públicas, es una incitación general a la delincuencia. Una apología tácita del aquelarre. Una ratificación de la filosofía de la Biblia y el calefón.
¿Qué pasa con los valores de una sociedad que desconfía activamente de sus tribunales, de su imparcialidad e independencia? ¿Si siente que los gobiernos se pueblan de ladrones? ¿Y la Policía? ¿El Poder Legislativo por miembros que, sensibles al sobre del lobby, venden su voto, promoviendo políticas que cercenan sus derechos elementales? ¿Cuál es el producto de que el Banco Central esté dirigido por infames traidores a la Patria, o sus continuadores doctrinarios?
A saber: las consecuencias materiales, como la entrega de las riquezas de la Nación, son gravosas. Pero, lo peor de la devastación se produce porque esas conductas tienen resultados epidémicos y colocan a la soberanía, al país todo, en la antesala del desmembramiento. Como un pato listo para ser engullido por engalanados, alegres, voraces, comensales que conversan en extraños idiomas.
Quedó, entonces, vaciada, obsoleta, la ficción de la representación del artículo 22 de la Constitución, los representantes no representan al pueblo. Por causa de la corrupción desatada durante la dictadura, que hizo tumor en los hechos de este juicio, y que tomó carácter de epidemia durante las condicionadas democracias posteriores. Los gérmenes recibidos fueron expandidos y la salud moral de la República se apestó de cabo a rabo. Y ello no es sólo un tema espiritual, hace a la efectividad, al funcionamiento concreto del sistema democrático; a la defensa material de la integridad de la Nación.
La globalización quiso sustituir al ciudadano, dueño de las garantías constitucionales, por el consumidor; cuya entidad no es jurídica sino de hecho. Pero la mayoría de la población, sumida en la indigencia y la pobreza, ya no consume. Los otros estratos, colocados en las penurias del descenso social y la inseguridad de las calles, envueltos en lo que parece una guerra de todos contra todos y de pobres contra pobres, se debaten entre la angustia de ser o el dolor de ya no ser.


*Nota de opinión. Emitida en la portada por la Revista del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, en el número de Noviembre 2002, del día de la fecha.