19 de junio del 2003
Morir en el Congo
Carlos Castresana Fernández
EL País
Un día cualquiera, hace millones de años, la evolución dio el salto definitivo y una hembra primate parió los primeros homo sapiens. Ocurrió en el valle del Rift, región de los Grandes Lagos, en el corazón de África. Algunos hijos de esa primera mujer permanecieron allí, pero otros emigraron, y conforme se alejaban y se establecían lejos del ecuador, su piel fue palideciendo. Muchos años después esos hombres, ya completamente blancos, regresaron a su tierra natal para secuestrar y hacer esclavos a sus oscuros hermanos.
La República Democrática del Congo, antes Zaire, antes Congo Belga, es ese corazón de África: una inmensa cuenca fluvial atravesada por el Zaire, Congo o Lualaba, el "río que se traga a los otros ríos". Los portugueses no encontraron otra forma de hacerse con las riquezas del Congo que negociar con las tribus de la costa la entrega de sus enemigos del interior para revenderlos después en América, y los árabes también sostuvieron una floreciente industria esclavista, pero la geografía inexpugnable del Congo le salvó durante siglos: sus ríos no navegables, su clima extremo, su naturaleza animal y vegetal inhóspita y salvaje, las enfermedades, la ausencia de caminos y, sobre todo, la mosca del sueño, que hacía caer fulminados a los caballos, retrasaron la conquista territorial. El Congo, tan extenso como toda Europa occidental, fue el último pedazo del pastel colonial, inexplorado hasta finales del siglo XIX, y finalmente adjudicado como dominio personal a un monarca inverosímil, Leopoldo II, rey de los belgas. Veinte años de explotación y cinco millones de muertos más tarde, el déspota murió siendo uno de los hombres más ricos del mundo, sin haber pisado jamás su preciada posesión. Otros cincuenta años de colonización belga, supuestamente modélica, católica y tutelar, permitieron saber que las entrañas del Congo albergaban las mayores reservas del planeta en yacimientos minerales de excepcional importancia geoestratégica; por ejemplo, de coltán, ese mineral con el que se fabrican nuestros teléfonos móviles, nuestros ordenadores portátiles, los videojuegos de nuestros hijos, y también las armas inteligentes recientemente arrojadas sobre Bagdad.
La independencia no trajo a los congoleños la paz ni la libertad. El Congo se pacificó bajo el dominio corrupto y sanguinario del sargento Mobutu Sesé Seko, pactado con las superpotencias durante la guerra fría a cambio del suministro equitativo de sus materias primas. Su reinado terminó cuando otro personaje que se le parecía bastante, Laurent Desiré Kabila, organizó una revolución "con diez mil dólares y un teléfono vía satélite", y con ayuda de tropas de Ruanda y Uganda, algunas milicias irregulares, y un ejército de niños, derribó en pocos meses el régimen de tres décadas de Mobutu, financiando la guerra con concesiones mineras futuras.
El precario equilibrio de los nuevos señores de la guerra duró lo que tardaron en discutir por el pastel. Uganda se quedó con el noreste, el alto Zaire, rico en oro. Ruanda se apropió de Kivu, la región del coltán. Kabila pudo retener Katanga y Kasai y sus yacimientos de cobre, cobalto y diamantes. La guerra recomenzó y todavía no se ha detenido. Laurent Kabila fue asesinado en 2001 y reemplazado por su hijo, y se han logrado precarios acuerdos de paz que han posibilitado el repliegue aparente de los ejércitos contendientes.
Pacificado Irak (es un decir), las agencias de prensa internacionales nos informan ahora de enfrentamientos tribales entre individuos salvajes y primitivos de las etnias hema y lendu en Bunia, provincia de Ituri, y de actos de canibalismo. La información oculta una gran parte de la verdad. Y no porque no sea conocida.
Esos enfrentamientos, "ambiciones regionales y disputas tribales" (editorial de EL PAÍS, 9 junio de 2003), comenzaron hace una década en Ruanda y han sido documentados por Naciones Unidas. La mayoría gobernante hutu asesinó entonces, en apenas tres meses de 1994, a más de medio millón de tutsis. El general canadiense Romeo Dallaire que comandaba los cascos azules en Ruanda advirtió a tiempo del peligro, pero no fue autorizado a desarmar a las milicias interahamwe, y el genocidio se consumó sin interferencias. A pesar de ello, el Ejército tutsi del Frente Patriótico Ruandés se hizo con el poder, y el nuevo Gobierno solicitó al Consejo de Seguridad un tribunal internacional como el de la ex Yugoslavia para juzgar los crímenes de los hutus. La ONU accedió, y el nuevo tribunal fue ubicado en Arusha, Tanzania.
La victoria militar tutsi en Ruanda provocó el éxodo de un millón de hutus y la extensión de la violencia hacia el Congo. Allí continuaron los combates y las masacres de población civil hasta la caída de Mobutu en 1997. Un año más tarde, Kofi Annan remitió al Consejo de Seguridad el Informe S/1998/581 de su Equipo de Investigación: describía las matanzas, imputaba a las tropas de Kabila y a las tutsis ruandesas crímenes de lesa humanidad y solicitaba que se pusiera fin al "ciclo inacabable de crímenes y venganza sustentado por la impunidad" ampliando el mandato del tribunal de Arusha, que tenía limitada su competencia a los hechos de 1994. El Consejo de Seguridad no lo consideró oportuno.
Como el informe había predicho, la impunidad provocó la nueva guerra, la "guerra mundial africana". Kabila no cedió, y los mismos que le habían conducido al poder en 1997 le combatieron después, agregándose a congoleños, ruandeses y ugandeses, tropas de Burundi, Zimbaue, Namibia, Angola, Chad y Sudán. Las matanzas prosiguieron y, en 2001, los expertos del Consejo de Seguridad volvieron a emitir un informe, el S/2001/357, en el que señalaron a los Gobiernos de Uganda y Ruanda como principales responsables del "saqueo masivo" de las riquezas del Congo en una guerra "autofinanciada". Los expertos denunciaron duramente el trato de favor que ambos países han recibido del Banco Mundial, que ha puesto a Uganda como modelo de Estado que hace frente a su deuda externa merced a sus exportaciones de oro, coltán, diamantes y niobio, sin reparar en que no produce nada de eso en su territorio. Así pues, el banco felicita a los saqueadores.
La ONU propició entonces los acuerdos para la paz, pero el Consejo de Seguridad tampoco adoptó medidas eficaces para terminar con el expolio que, según sus propios expertos, está financiando la guerra. Un año más tarde, el Informe S/2002/1146 ha expuesto cómo queda la situación. La República Democrática del Congo se divide en tres zonas. En la primera, controlada por Joseph Kabila con ayuda militar de Zimbaue, se malversan los diamantes, y sus élites corruptas han conseguido desviar y repartirse cinco mil millones de dólares en tres años, en un país que se muere de hambre, que no tiene carreteras ni hospitales, y en el que falta el suministro de agua potable y electricidad a la inmensa mayoría de la población. En las zonas segunda y tercera, las provincias orientales del Congo, militarmente controladas por Uganda y Ruanda, el saqueo se ha producido igual, pero además se estiman entre 3 y 3,5 millones el número de personas cuya muerte es "directamente atribuible" a la ocupación, y se reitera que la causa principal no son los enfrentamientos tribales, sino la explotación de los recursos naturales del territorio.
El informe del Panel de Expertos, presentado por el secretario general el 15 de octubre de 2002, señala algo más: aparte de las personas físicas y las empresas ruandesas y ugandesas responsables del saqueo, están las empresas destinatarias, las que compran. La comunidad internacional ha puesto en pie un mercado ético, el de la "globalización buena", en el que la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico ha establecido unas normas básicas para las transacciones internacionales, unas directrices que los Estados deben hacer cumplir a sus empresas. Los expertos del Consejo de Seguridad de la ONU dicen cuáles son las empresas que están comprando minerales del Congo violando las normas de la OCDE. En la lista hay, entre otras, 21 empresas belgas, 12 británicas, 12 surafricanas, 9 estadounidenses, 5 alemanas, 5 canadienses, 2 suizas, 1 francesa, 1 holandesa y 1 finlandesa. Pocos cambios desde que las primeras naves portuguesas atracaron en la desembocadura del Zaire.
El informe advirtió al Consejo de Seguridad de algo más: le informó de que el Ejército de Uganda seguía armando a los grupos locales y provocando conflictos étnicos, por lo que, de no impedirse, la retirada de Ituri de las tropas ugandeses vendría seguida de matanzas entre hemas y lendus. En esas fechas, el Consejo de Seguridad estaba muy ocupado discutiendo sobre Sadam Husein y sus armas de destrucción masiva. Retirado el Ejército ugandés, la predicción del Panel de Expertos se está cumpliendo palabra por palabra. Para que una mina resulte rentable, basta obtener 12 gramos de oro por tonelada de mineral bruto, y allí donde se matan los caníbales, la tierra esconde 18 kilogramos por tonelada. Los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgan libremente sobre África. La muerte, la enfermedad, el hambre y la guerra están destruyendo ese continente sin esperanza, y los supervivientes del infierno llegan en patera a nuestras playas. No debería sorprendernos cómo se juegan la vida: allí de donde vienen, el suelo que pisan vale demasiado, y la vida no vale nada.
El Congo está en el ojo del huracán de una guerra verdaderamente moderna: el Primer Mundo suministra las armas y retira discretamente el botín. Es cierto que se necesita una "implicación concertada y decisiva de Europa, Norteamérica y Suráfrica para detener ese genocidio", pero no es la implicación que descarnadamente patrocina The Economist (24-30 mayo de 2003): "A veces, los países ricos deben estar preparados para matar... Si Francia envía pacificadores al Congo, el mundo le ovacionará". Hará falta mucho más que 1.400 cascos azules para pacificar esa región, y nuestros Gobiernos deberían empezar por adoptar medidas con respecto a sus empresas. Entretanto, es bueno que los soldados españoles que van a integrar esa fuerza de paz de la Unión Europea sepan, esta vez antes de ir, dónde les mandan y por qué.