Ajedrez sobre el Pacífico
Por Claudio Uriarte
Del nuevo paso en el melodrama nuclear norcoreano, es difícil evitar la impresión de que es poco más que un acting-out internacional de los enfrentamientos políticos cada vez más agudos entre el Departamento de Estado y el Pentágono. De ser así, parecería un nuevo round que el Departamento de Estado ya ha perdido, pero que el Pentágono aún dista de haber ganado. Es, entre otras cosas, una batalla por la mente y por el corazón del presidente George W. Bush, como también lo fueron los interminables meses de escalada retórica que precedieron la invasión de Irak. Pero se trata de una batalla más difícil, porque hay más actores en juego que los que aparecen en primer plano: están Estados Unidos y Corea del Norte, pero también China, Corea del Sur, Japón, Rusia y Taiwán.
Primero que nada, es necesario aclarar que Corea del Norte es un Estado que vive de la limosna internacional. Que se recolecta merced al ejercicio de una doble extorsión: la de una posible explosión del régimen de despotismo asiático de Kim Jon-il –que inundaría a Corea del Sur de refugiados– y la de sus armas nucleares. Pyongyang ha testeado con éxito misiles que surcaron los cielos del Japón, y en una próxima etapa podría desarrollar otros capaces de llegar a la Costa Oeste de Estados Unidos. Tiene materiales nucleares para fabricar dos o tres bombas atómicas, aunque no es claro hasta qué punto los ha armamentizado. Y la fabricación de plutonio lo colocaría en posición de multiplicar ese potencial por tres. Desde luego, nadie puede imaginarse que un régimen cuyos súbditos son víctimas de hambrunas intermitentes puede desarrollar, por sí sólo, semejante potencial. En este punto, Corea del Norte no es nada más que un fantasma –o un seudónimo– de China, cuyos enemigos naturales en la zona son Taiwán, Corea del Sur y Japón. Y, desde luego, EE.UU. En este sentido, es irónico que el principal desafío al orden unipolar parezca provenir del Estado más reclusivo del mundo. Por supuesto, no es así, pero la amplitud real del desafío no se entiende solamente mediante la inclusión de China -y hasta cierto punto Rusia–, sino del gran juego que China –y hasta cierto punto Rusia– están haciendo con parte del resto de los actores. Que son también sus enemigos: Corea del Sur y Japón.
En los últimos años, Corea del Sur y Japón son escenarios de un sentimiento cada vez más intenso contra la presencia de tropas estadounidenses. Roh, el nuevo presidente surcoreano, ganó las elecciones basado en una plataforma de gran reconciliación con el norte y en la salida de las tropas. Después, con la escalada nuclear norcoreana, moderó su postura, pero es claro que el sentimiento estadounidense, de parte de una población joven muy parecida a la que protestaba en la Europa de los ‘80 contra la instalación de los misiles estadounidenses de alcance medio, ha llegado para quedarse. En Japón, pese a las lejanas promesas de remilitarización del premier Junichiro Koizumi, la política tradicional se mantiene, y la economía no ayuda. Dicho sin rodeos. Corea del Norte es sólo el ariete del desafío chino a Estados Unidos por el control del Pacífico, y Corea del Sur y el Japón son sus rehenes regionales.
En este punto entra la interna norteamericana. Parafraseando a Donald Rumsfeld, el provocativo secretario de Defensa norteamericano, podría decirse que hay una vieja y una nueva diplomacia estadounidense. Esto excede las rivalidades tradicionales –y, hasta cierto punto, funcionales- que separaban a los Departamentos de Estado y de Defensa. Rumsfeld es expresión de un Estados Unidos sin contrapesos militares internacionales, mientras Colin Powell, el secretario de Estado, es el heredero de una cancillería formada en la época de los equilibrios del terror de la Guerra Fría. En este sentido, el verdadero disuasor de una aniquilación estadounidense por aire de los reactores nucleares norcoreanos nunca fue el temor a una respuesta de Pyongyang –con todo el daño que su artillería puede causar en Seúl–, sino la presencia de Japón, China, Taiwán y Rusia en el conflicto, y el hecho de que el Departamento de Estado, en su rol deconciliador, es a veces menos la cancillería estadounidense ante el mundo que su embajada ante EE.UU.
Por eso, la escalada de ayer de Pyongyang, después del triunfo en Irak y en vísperas de negociaciones con Corea del Norte, es un avance de los halcones, que dirán que las negociaciones no llevan a ninguna parte y que es tiempo de bombardear solos de nuevo. También dirán que es tiempo de que Corea del Sur se defienda por sí sola, y de que Japón se remilitarice y nuclearice. Y que Taiwán pase a ser un nuevo eje en la política estadounidense en el Pacífico