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Latinoamérica

26 de septiembre del 2003

El señor Lee Kyung Hae

Luis Hernández Navarro / La Jornada

Antes de partir rumbo a su cita con la muerte en Cancún, Lee Kyung Hae visitó la tumba de su esposa y cortó el césped. El 9 de septiembre cargó, junto con sus compañeros coreanos, el ataúd de la OMC por las calles de la ciudad del "nido de las serpientes", mientras repartía su testamento político. Un día después, en Chusok -fecha para celebrar a los difuntos-, trepó la valla que separaba a la multitud de la reunión palaciega, arengó a los presentes y se clavó su pequeña navaja suiza en el pecho. Portaba un letrero que decía: "La OMC mata campesinos".
El señor Lee escogió el momento de su muerte, de la misma manera que decidió su misión en la vida. Según su hermana mayor, Lee Kyang, "lo más importante para él eran los campesinos, sus padres y sus tres hijas". Su inmolación fue un acto ejemplar, la representación dramática de cómo la OMC efectivamente mata campesinos.
Aunque los suicidios entre los pequeños productores rurales del mundo son una plaga, a muy pocos medios de comunicación parecen preocuparles. Más de mil campesinos se mataron en India entre 1998 y 1999. Muchos lo hicieron bebiendo insecticida. En Inglaterra y Canadá la tasa de suicidios entre agricultores es el doble de la del resto de la población. En Gales se quita la vida un granjero cada semana. En el medio oeste de Estados Unidos el suicidio es la quinta causa de muerte entre los agricultores familiares. En China los campesinos son el grupo social con mayor nivel de suicidios. En Australia el número de inmolaciones de productores rurales es similar al de fallecimientos provocados por accidentes laborales. Fue necesario que el señor Lee se quitara la vida para que este asunto comenzara a ser tratado en la prensa comercial.
Pero su sacrificio ha sido juzgado con incomprensión y ligereza. El peso de la tradición cristiana ha impedido ver su generosidad. Fue sólo después de s er de la Revolución Francesa cuando el suicidio fue eliminado de la lista de crímenes y se prohibió que el cadáver fuera arrastrado y enterrado sin ceremonia alguna. A pesar de ello, el Código de Derecho Canónico de la Iglesia católica de 1917-vigente hasta 1983- privó a los suicidas de sepultura eclesiástica y honras fúnebres, pues, como afirma Tomás de Aquino en Summa: "El tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre albedrío del hombre, sino a la potestad divina, y por esta razón no es lícito al hombre darse muerte para pasar a otra vida más dichosa".
El suicidio, en la lógica de la Iglesia católica, usurpa el derecho divino a la vida y a la muerte. A partir del Concilio de Arbes, en el año 452, estableció que se trataba de un verdadero crimen, y más tarde durante el Concilio de Praga, año 562, se dispuso que quien se quitara la vida no sería honrado con ninguna conmemoración en la misa ni se entonarían salmos al momento de darle sepultura. El Concilio Vaticano II estableció que "es infamante y deshonra a quien lo comete".
De la misma manera en que los ritos son anteriores a nuestra existencia individual y poseen vida propia, diferentes a las experiencias personales de quienes los practican, así la inmolación del señor Lee es un acto que rebasa la simple decisión individual. Lo que el dirigente campesino coreano hizo al quitarse la vida fue poner por delante la lucha por la sobrevivencia de una cultura amenazada por la liberalización comercial: la cultura del arroz.
Los coreanos son un pueblo hecho de arroz. El cereal es mucho más que una mercancía: es una forma de vida ancestral. La palabra coreana bap sirve para nombrar tanto al arroz cocido como a la comida. Cuando se pregunta a un niño coreano qué ve en la Luna, responde que mira conejos triturando arroz en un mortero. Su cultivo absorbe gran cantidad de mano de obra. Requiere que los agricultores vivan en aldeas ubicadas en los campos de siembra, y representa 52 por ciento de la producción agrícola.
A finales de la década de los ochenta Corea comenzó a reducir los subsidios agrícolas y abrir sus mercados a la importación de alimentos. Las reformas agrícolas aprobadas con la ronda de Uruguay y profundizadas por la OMC pusieron en peligro de muerte esa cultura milenaria. Si hace 12 años tenía una población de 6.6 millones de campesinos, en la actualidad se ha reducido a 3.6 millones. El cereal subsidiado producido en Estados Unidos cuesta cuatro veces menos que el cosechado en Corea. Abrir su mercado a las exportaciones de Washington será la ruina para los agricultores de ese país asiático.
La muerte del señor Lee es un intento por defender esa cultura. Una apuesta final realizada después de caminar muchos otros caminos. En la década de los setenta construyó una granja experimental modelo, de unas 20 hectáreas de extensión. Con ella quiso demostrar cómo los campesinos podían sobrevivir, incrementar la producción y competir, a pesar de la caída de los precios agrícolas. Sin embargo, en 1999 perdió la propiedad en un juicio hipotecario. En 30 ocasiones realizó huelgas de hambre, y otra vez intentó quitarse la vida como protesta contra la ronda de Uruguay. En tres ocasiones fue miembro de la Asamblea Provincial. Ninguna de estas iniciativas sirvió para defender suficientemente a los campesinos de los embates del libre comercio.
Su inmolación es, además, una acción destinada a evitar sufrimiento a los suyos. Dejó de testamento una nota escrita a mano en la que decía: "Vale más la pena que una persona se sacrifique por diez hombres, que sacrificar diez personas por un hombre".
El filósofo Carl Jaspers escribió que "el suicidio atestigua la elevada dignidad del hombre y es un signo de su libertad". La muerte del señor Lee nos recuerda que en tiempos de crisis la esperanza proviene de aquellos que, con su ejemplo de dignidad y como parte de un movimiento, se vuelven figuras únicas.
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