Es una de las víctimas de Warisata
bolpress.com
Entre la decisión presidencial de organizar un operativo policial y militar para "rescatar" a los ciudadanos bolivianos y extranjeros retenidos en Sorata y la autopsia realizada al cuerpo muerto de una niña, hay una escabrosa historia que repite a gritos la desnudez de una democracia enferma.
Marlene Nancy Rojas (su padre la llama "Marleni") tenía ocho años cuando una bala le atravesó la vida para matarla.
Marlene fue una de las cinco hijas de Eloy Rojas (albañil, 29 años) y Etelvina Ramos (27 años).
Marlene era hermana de Haydeé (10 años), Rosalina (6 años), Maruja (3 años) y de una niña que todavía no tiene nombre, porque nació tres semanas antes de la tarde del sábado 20 de septiembre, cuando Marlene se convirtió en la hermanita asesinada.
Un día antes de la muerte de Marlene, el 19 de septiembre, otra niña boliviana, Gabriela Azurduy, le decía a la "V Conferencia Iberoamericana de la Infancia y la Adolescencia" realizada en Santa Cruz, que los niños y niñas indígenas "sufren una discriminación constante", que esos niños y niñas "tienen que soportar condiciones de pobreza y el hecho que siempre se les niega sus derechos, su identidad cultural y su acceso a los servicios de educación y salud". Gabriela, si habla frente a los jefes de Estado iberoamericanos que van a reunirse en Bolivia en noviembre de este año, tendrá que contarles algo más: un sábado 20 de noviembre, mataron a una de esas niñas indígenas, ¿por qué la mataron? Marlene vivía en una casita de adobe de dos pisos, en la comunidad de Cariza, a tres kilómetros de la plaza principal de Warisata. En la planta baja de la casita, construida por su padre albañil Eloy, hay un pequeño patio alli habitaban los chanchos que cuida su mamá Etelvina. En el segundo piso de la vivienda hay dos pequeñas habitaciones, cada una con una cama. En una de las habitaciones hay una cocinilla que funciona con una garrafa de gas licuado. El sábado 20 de septiembre, en la tarde, Marlene pasaba de la habitación donde está la cocinilla de gas a la otra habitación, donde descansaba su madre. Tres semanas antes, su madre había parido a la quinta de sus hijas, la que todavía no tiene nombre. Allí se acabó la vida de Marlene. Una bala atravesó una de las dos ventanas de su casa de adobe.
Eran horas en que las fuerzas militares perseguían a los campesinos y pobladores que resistían la ocupación de Warisata.
Frente a la casa de Marlene está el cerro K´ullu Umaña.
"Cadáver de sexo femenino", dice uno de los tres médicos forenses que llegó a Warisata, a las 14.15 del lunes 22 de septiembre, casi dos días después de que Marlene había muerto (una de las funcionarías de la Fiscalía, que masca chicle con fruición, anota los datos en un formulario con membrete del Estado boliviano). "¡Ah, es una niña!", exclama otro de los tres forenses. "El cadáver viste un buzo azul pastel con vivos de color plomo y blanco (...)"; "se evidencia en el cuerpo del cadáver un orificio de forma circular, de 1,5 centímetros de diámetro, en el tercio medio del hemitórax (...)"; "los ojos evidencian deshidratación y hundimiento ocular (...)"; "hay otra herida en la espalda, de dos centímetros de diámetro (...)"; "se evidencia la muerte producida por un arma de fuego (...)".
La autopsia al "cadáver de sexo femenino", realizada en el Centro de Salud de Warisata [en una de sus paredes hay un afiche con una frase: "Métale un gol a la tuberculosis"], no puede haber sido sino un acto brutal de vejación del cuerpo muerto de una niña. Hay que contarlo, apretando los dientes de la pura ira. Los forenses —burócratas de la muerte, quizá sin saberlo— se arman de un artefacto llamado "sonda metálica exploradora" —de unos 20 centímetros de largo— y penetran el cadáver, desde "el orificio de forma circular", por donde ingresó la bala, hasta encontrar el orificio circular de salida del proyectil. Un acto de carnicería en pleno siglo XXI, eso y nada más. Dejemos ese acto de barbarie, estatal y organizado.
Hay que decir algo más, en nombre de Marlene. Entre la decisión presidencial de organizar un operativo policial y militar para "rescatar" a los ciudadanos bolivianos y extranjeros retenidos en Sorata y la autopsia realizada al cuerpo muerto de una niña, hay una escabrosa historia que repite a gritos la desnudez de una democracia enferma. Hay —tiene que haber— una responsabilidad política, hoy arrinconada en su región menos transparente, la violencia organizada. Hay una democracia arrinconada en esa especie de "adicción represiva de los gobiernos en democracia", tal como dice el ex soldado de la patria Juan Ramón Quintana, una democracia que ha matado más que la dictadura.
Hay unos ministros jugando a generales, hay —dice Quintana— "una distorsión premeditada del uso de las Fuerzas Armadas por la urgencia represora de la política, y esto es humillante para las propias Fuerzas Armadas".
Ha muerto asesinada una niña en Bolivia, y hoy mismo, a 15 kilómetros de Achacachi, están desplegadas dos unidades de artillería del Regimiento Bolívar de Viacha, dispuestas a ofrecer una cortina de fuego para esos 65 mil indios quizá cada vez más dispuestos —si las cosas siguen como hasta ahora— a tomar los cuarteles del Regimiento de Ayacucho en Achacachi, el cuartel de Chaguaya, entre Huarina y Carabuco, y el cuartel de Guaqui, todos nombres que recuerdan un altiplano boliviano indígena y levantisco. La política, la que debiera asumir la muerte de la niña Marlene Rojas, todavía tiene tiempo para reflexionar un país al borde del suicidio.