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Latinoamérica

30 de julio del 2003

La falsa neutralidad de las herramientas

Raúl Zibechi
Alainet
En seis meses el gobierno Lula consiguió bajar el riesgo país, estabilizar el real, contener la inflación, retornar capitales en fuga y sanear las cuentas fiscales, apelando a una herramienta ortodoxa como el clásico ajuste que, sin embargo, amenaza el relanzamiento de la economía.

Una vez puesta la "casa en orden", cosa que habría logrado durante los seis primeros meses, el gobierno petista apuesta ahora al crecimiento económico como clave para reducir las desigualdades sociales. La apuesta tiene dos ejes clave: auspiciar el consumo de masas utilizando la capacidad productiva del país y el potencial de consumo de una población de más de 170 millones de habitantes. O sea, propiciando un crecimiento a partir de la inclusión social de las mayorías hasta ahora marginadas, creando un vasto y dinámico mercado nacional para el consumo en gran escala. La segunda apuesta consiste en estabilizar las mayorías políticas necesarias para consolidar este proyecto de largo aliento, que debería desembocar en el aflojamiento de la dependencia financiera del país.

Ambos ejes enfrentan grandes dificultades, aunque por razones diferentes. Para crecer ampliando el consumo de masas hace falta reconvertir el aparato productivo, diseñado para el consumo de elites, dinamizar las exportaciones y renegociar el pago de la deuda externa en base al respeto ganado gracias al cumplimiento estricto de las metas fijadas por los organismos financieros internacionales.

Esos objetivos pueden tropezar con varias dificultades: para reconvertir el aparato productivo hacen falta capitales productivos, pero la política de elevar las tasas de interés atrae capitales especulativos; la recesión económica mundial, agravada por el inmenso déficit de Estados Unidos, dificulta el necesario crecimiento de las exportaciones. Los éxitos obtenidos en estos seis meses han sido posibles gracias a la utilización de herramientas ortodoxas que, necesariamente, traen resultados ortodoxos. En resumidas cuentas, Brasil profundizó en este breve lapso, siguiendo la tónica de los gobiernos anteriores, la dependencia estructural de su economía: hacen falta capitales para relanzar la producción, pero la política aplicada atrajo justo los capitales reacios a correr el riesgo de la inversión productiva.

El segundo problema es también complejo. Finalizó el "período de gracia" que se otorga a todo nuevo gobierno, sin que se hayan soldado alianzas políticas de larga duración. Por el contrario, el debate nacional sobre la reforma del sistema previsional puso en evidencia que el gobierno petista debió hacer concesiones a aliados inestables y, tan grave como eso, generó una fractura en su propia base partidaria.

En pocas semanas se iniciará el debate parlamentario sobre el nuevo presupuesto federal, para el cual el gabinete de Lula deberá tejer alianzas y, cosa natural, hacer nuevas concesiones a sus aliados. Para el gobierno, es una excelente oportunidad para abrir el "tiempo social", postergado hasta ahora, y comenzar así la lenta salida de la actual recesión, consecuencia de la dureza del ajuste implementado para estabilizar las cuentas fiscales. En este delicado panorama, reapareció la figura emblemática del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, dispuesto a unir y liderar a la oposición de cara a las elecciones municipales de 2004. Nadie mejor situado para trabar acuerdos entre bastidores con el objetivo de desgastar a Lula y dar la batalla política decisiva del año próximo para arrebatar la alcaldía de San Pablo al PT. Según todos los análisis, la disputa por la primera ciudad del país será "la tercera vuelta" de las presidenciales, y un eventual triunfo del partido de Cardoso le alfombraría el camino del retorno al poder.

La política ortodoxa aplicada hasta ahora ha sido visualizada desde la dirección del PT como la única capaz de evitar el fracaso de la gestión de gobierno. Por el momento ha dado resultados positivos, siempre según la lógica consistente en sanear las cuentas del Estado como primera prioridad. No se dice, sin embargo, que esos resultados comprometen los tres años y medio que restan de la gestión de Lula, y que nada asegura que sean la base del supuesto crecimiento que, inevitablemente, aguardaría al final del túnel. Peor aun: décadas de crecimiento económico –los llamados "milagros económicos"– nunca fueron la garantía, ni en Brasil ni en ninguna otra parte, de la reducción de las desigualdades.