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Latinoamérica

La Iglesia y los Derechos Humanos

Iván Cepeda Castro

La Iglesia Católica ha emprendido, desde fines de la década de los años noventa, un proceso de reflexión pública sobre esta clase de asuntos. En 1998, dispuso la apertura de los archivos de la Inquisición a la consulta de los investigadores y del público en general, como un primer paso en la dirección de reexaminar críticamente la historia de su comportamiento hacia el respeto de la dignidad y la integridad humanas.
Con ello se ha enriquecido sensiblemente el trabajo de investigación acerca de los elementos componentes de ese tribunal eclesiástico: la personalidad de los inquisidores, los procesos y métodos inquisitoriales y, en fin, el funcionamiento de la Congregación por la Doctrina de la Fe; instancia que, después de la reforma de la institucionalidad eclesiástica romana en los últimos siglos, ocupa el lugar de la Orden del Santo Oficio. También en 1998, se dio a conocer la declaración del Papa Juan Pablo II y la Comisión del Vaticano para las relaciones con el Judaísmo a propósito de la reflexión sobre la posición de la Iglesia Católica durante la Segunda Guerra Mundial; declaración en la que se reconoce que el antijudaísmo cristiano creó un ambiente favorable para la persecución de los judíos y para el Holocausto. El Vaticano reconoció en un pronunciamiento, al final de 2002, que la actitud del Papa Pío XII durante la perpetración de este genocidio fue limitada en la defensa del pueblo judío y, en consecuencia, ordenó abrir los archivos de este período a consulta pública. Además, el Vaticano ha dado su apoyo a la creación y puesta en marcha de la Corte Penal Internacional.
Sin embargo, contrastando con estas declaraciones y acciones de esclarecimiento histórico, el actual Sumo Pontífice ha contribuido igualmente ha consolidar tendencias que históricamente han sido adversas a los procesos de verdad y justicia frente a las violaciones contra los derechos humanos bajo dictaduras militares y regímenes autoritarios. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, el Vaticano privilegió frecuentemente en el tratamiento de su posición sobre las violaciones cometidas por los Estados un sistema ambivalente que consistía en adecuar sus condenaciones o silencios de acuerdo a la ideología del régimen político respectivo.
En América Latina el papel contradictorio desempeñado por la Iglesia Católica con relación a la tarea de la erradicación de estas atrocidades y su impunidad ha dado lugar, por una parte, al aporte que la acción pública de muchos de sus prelados y congregaciones han hecho a la defensa de los derechos y libertades, pero por otra, a la responsabilidad que algunos representantes y sectores de su jerarquía han tenido en el silencio frente a la perpetración de estos delitos o la justificación de su impunidad. En un extremo de esta parábola se encuentran los nombres de una gran cantidad de mujeres y hombres de la Iglesia que, en ocasiones al precio de su vida, han apoyado a las víctimas en su trabajo de establecimiento de la verdad y la justicia. En esa larga lista figura en un lugar especial Monseñor Juan Gerardi, quien junto con las comunidades de base de la Iglesia Católica en Guatemala organizó uno de los más importantes procesos de rememoración e investigación sobre crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra llevado a cabo en nuestro continente: el proyecto de Reconstrucción de la Memoria Histórica (REMHI) que logró la recolección de 40.000 testimonios de las víctimas y que aportó información decisiva a los trabajos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico creada al final de la guerra en ese país de América Central.
En el otro extremo se ubica la connivencia de sectores del clero católico con los aparatos de terror, promoviendo el tratamiento de la culpa de los victimarios o contribuyendo a la aceptación social de la ejecución de los crímenes. La mejor ilustración de estas actuaciones favorables a la impunidad se encuentra en la línea de conducta oficial asumida por el Opus Dei en varios países latinoamericanos y por el apoyo que el Vaticano y el Sumo Pontífice han dado al fortalecimiento de esta tendencia ultraconservadora en el seno de la Iglesia mediante la canonización de su fundador, José María Escribá de Balaguer, y mediante la designación, por primera vez en la historia, de cardenales de este movimiento de laicos cristianos. Así, contradiciendo la gestión de sectores de la Iglesia peruana proclives a la protección de los derechos fundamentales, el Cardenal de Lima -perteneciente al Opus Dei- Monseñor Juan Luis Cipriani ha sido infatigable defensor de las arbitrariedades cometidas por el régimen de Fujimori y Montesinos, y ha declarado públicamente que ³las muertes, las desapariciones y los abusos hacen parte de la confrontación² vivida por la sociedad peruana durante dos décadas. Palabras que recuerdan las declaraciones del propio José María Escribá de Balaguer, en su visita a Chile en 1974 en las que, el hoy Santo de la Iglesia, afirmaba que la sangre que corría en los primeros meses del régimen de Pinochet ³era necesaria². [Ver para el contenido total de ambas declaraciones la Revista DIAL -Difusión de la Información sobre América Latina-, No. D2584 y D2567, Lyon, 2002] La complacencia frente a las atrocidades ha tomado a veces la forma de un respaldo institucional como lo reconoció la Iglesia argentina que en su declaración del 27 de abril de 1996 pidió perdón por los silencios de los cuales es responsable ante la tortura y la persecución política, y aceptó haber sido indulgente frente a las actitudes totalitarias que atentaron en el marco de la dictadura militar contra las libertades democráticas.
Por su parte, la Iglesia Católica colombiana ha sido duramente golpeada, como tantos otros sectores de la sociedad, por el escalonamiento de la guerra. En 2001 fue asesinada la Hermana Yolanda Cerón, defensora de derechos humanos y miembro de la Pastoral Social en Nariño, quien consagró su vida a la protección de las comunidades amenazadas por la violencia.
Durante 2002, 12 miembros de la Iglesia, entre quienes se encuentra el Arzobispo de Cali, Monseñor Isaías Duarte Cancino, fueron víctimas de muertes violentas por la acción de las partes del conflicto armado interno. En sus pronunciamientos la Conferencia Episcopal de Colombia ha expresado que es consciente de las repercusiones que el silencio y la indiferencia ante las violaciones y los crímenes que se cometen en el contexto del conflicto armado interno tienen para el futuro de la sociedad. En diversos contextos, la Conferencia ha manifestado además su convicción profunda sobre la necesidad de la solución política negociada del conflicto, y en consecuencia ha prestado sus buenos oficios para la creación de condiciones favorables para la paz con los grupos insurgentes.
Sin embargo, insistiendo en el mensaje de la necesidad del perdón como camino hacia la reconciliación, no siempre la alta jerarquía de la Iglesia ha hecho escuchar su voz en la condenación de las graves violaciones a los derechos humanos y al derecho humanitario que se cometen actualmente en Colombia, y sobre todo, con relación a la exigencia del esclarecimiento de las responsabilidades penales, políticas y éticas que tienen quienes las han auspiciado, cometido o tolerado. Recientemente, la Iglesia aceptó estar presente y facilitar los encuentros con los grupos paramilitares que han contando, como bien se sabe, con la complicidad de agentes y sectores del Estado, y que han sido responsables de toda clase de crímenes de especial sevicia y crueldad. Como parte de los presupuestos de estos acercamientos se han diseñado formulas para legitimar la institucionalización de estos grupos para-estatales. Uno de tales mecanismos sería el otorgarles indulto y perdón sin considerar la posición de las víctimas de sus crímenes ni la de la sociedad colombiana ni la de la comunidad internacional. Es por ello necesario hoy, en un momento decisivo de la búsqueda de la justicia como camino de reconciliación para los colombianos, interrogar a la Iglesia Católica por la posición que asumirá ante esta encrucijada.
La búsqueda del perdón para lograr la reconciliación sin contar con procesos de verdad y justicia es un camino seguro para continuar en el circulo vicioso de la violencia en Colombia. A nuestro modo de ver, un acto coherente de la alta jerarquía de la Iglesia Católica colombiana -con la experiencia histórica acumulada en los procesos frente a los hechos atroces del pasado, con su declarada voluntad de paz y con el sacrificio que muchos de sus miembros han brindado a esta causa- sería que ella se pronuncie en favor de la creación en Colombia de una Comisión de verdad y justicia con amplias competencias y poderes, así como, por los procesos judiciales que permitan la sanción de los delitos que se han cometido en la guerra que ha devastado nuestra sociedad. Esta sería una contribución fundamental a la búsqueda de la reconciliación y a la reafirmación de la voluntad inequívoca de la Iglesia para que las masacres, las desapariciones, los secuestros, la tortura y el desplazamiento forzado no vuelvan a repetirse jamás.
* Investigador en Ciencias Humanas y defensor de derechos humanos