Justo ahora, cuando se cuentan por decenas los muertos como saldo de la brutal represión a jornadas de protesta a las que se han integrado miles de haitianos en reclamo de una parte de lo que les ha sido negado, es preciso mirar hacia Haití, la tierra que fue escenario de la primera revolución que convirtió a negros y mulatos esclavos en habitantes de una república. El segundo centenario del nacimiento del surgimiento de la primera república de América Latina, plantea algunas interrogantes: ¿Con qué derecho las grandes potencias usan en su favor los recursos naturales del planeta? ¿Con qué derecho convierten en deudores perennes a pueblos que conquistan espacios de autodeterminación? ¿Con qué derecho aplican hoy un proyecto de recolonización? ¿Con qué derecho fomentan el autoritarismo impidiendo que las mayorías alcancen lo que en justicia les pertenece?
Estrategas y servidores del orden imperialista mundial presentan hoy a Haití como muestra viviente del fracaso de un proyecto libertario, pero en realidad, la fiesta por el aniversario número 200 de la independencia de Haití es el mejor motivo para el encuentro de los hombres y mujeres amantes de la libertad y la más auténtica razón para proclamar que un esquema de dominación sólo puede sustentar un orden ilegítimo.
En Haití, en los inicios de la década pasada, el mundo pudo ver cómo la alianza del poder imperialista con grupos oligárquicos y militares ligados al tráfico de estupefacientes torció el rumbo de un proyecto de liberación en ciernes.
La obra se completó años después, haciendo de quien encarnó el liderazgo comprometido con el pueblo un servidor del proyecto imperialista y presentando luego la intervención estadounidense como solución y no como parte del viejo problema.
Desde finales del año 1994, cuando el ex sacerdote Jean Bertrand Aristide fue llevado de regreso a Haití escoltado por las tropas interventoras yanquis, el ejercicio ilegítimo del poder ha pasado por el uso de figuras opacas como el ex presidente René Preval y por las desnaturalizadas elecciones que han favorecido al propio Aristide. Con un liderazgo desgastado, Aristide ejerce la opresión que se comprometió a eliminar.
La ocupación, que fue aplaudida por las mayorías porque con ella retornaba el líder con mayor arraigo popular del siglo XX, fue un recurso para excluir al pueblo del quehacer político. Consolidó la ruptura entre la llamada "clase política" y el pueblo. Dividió el protagonismo político entre un gobierno encabezado por un jurado sustentador de los planes de la Administración Clinton y una oposición que veía a las tropas yanquis como aliadas, pero que se había distanciado de Aristide y esperaba que la llegada a la Casa Blanca y al dominio del Congreso en Estados Unidos del Partido Republicano impulsaría un cambio en las posiciones de mando en Haití.
En este momento, las agencias internacionales de prensa y el escenario dominado por la Organización de Estados Americanos (OEA) y los gobiernos entreguistas, presentan el panorama político de Haití dividido entre la oposición electoral y los partidarios de Aristide, ambos grupos unidos a sectores del neoduvalierismo y del desaparecido Ejército.
Sin embargo, el nivel de las manifestaciones callejeras, la naturaleza de las acciones de masas y el renovado interés de las potencias imperialistas que siempre estuvieron tras la desviación del curso de todo proceso de liberación, confirma las informaciones existentes en el sentido de que otros tipos de organización y otros objetivos políticos guían las protestas.
Los representantes de Francia, como es el caso del escritor Regis Debray, quien hace muchos años renegó de su condición de izquierdista y está al servicio del mal llamado nuevo orden, visitan Haití como centro de interés de esa gran potencia y realizan consultas con el gobierno dominicano en su calidad de servidor del proyecto imperialista.
Las solicitudes de ayuda en los foros internacionales por parte de Hipólito Mejía, de Leonel Fernández y del propio Balaguer, quien en Punta del Este en 1967 pidió apoyo para el desarrollo económico de los dos países de la Isla de Santo Domingo, complementan la farsa montada por las grandes potencias alrededor del tema haitiano.
Leonel Fernández, Hipólito Mejía y Joaquín Balaguer han sido presidentes entreguistas que han hecho al orden imperialista el servicio que los estrategas les han requerido, y han buscado además fórmulas inmediatistas para reducir la inmigración. Por eso piden a la mal llamada comunidad internacional que tome en sus manos la dirección del Estado en la otra parte de la isla y que contribuyan a disminuir el flujo.
Los dos que están vivos en este momento, Hipólito y Leonel, no tienen reparos en unirse al coro de Debray, que tiene como voces permanentes en la zona a James Foley y a Thierry Burkard, embajadores de Estados Unidos y de Francia en Haití, y a Hans Hertell y Jean Claude Moyret, sus homólogos aquí.
Ese coro sigue el camino marcado por viejos ideólogos del dominio imperial, que presentan a Haití como la tierra que albergó a una antigua colonia próspera y hoy es asiento de una de las repúblicas más pobres del mundo.
El tratamiento de la distribución del ingreso y la riqueza, la condición del ser humano y su papel en el aparato productivo ellos lo quieren detener en el punto en que la concentración de la propiedad en pocas manos sea vista como natural. ¡Mentirosos! La responsabilidad del capitalismo cruel (contra la prédica del Papa Juan Pablo II y la demagogia de los mal llamados políticos de la tercera vía, es la única forma de capitalismo que existe) en la condición de esclavitud de las mayorías durante la antigua colonia, como en la pobreza que las ha caracterizado durante la actual república, es un tema que quieren dejar de lado quienes hoy presentan la soberanía como desfasado concepto y la autodeterminación de los pueblos como proyecto inviable.
La Francia capitalista que ayer extrajo recursos a caudales del pedazo de isla que arrebató a España, hoy, en el marco del rearme europeo y de la defensa de su posición en un orden imperialista en que el poder estadounidense afianza su hegemonía, refuerza la defensa de sus intereses en la pobre república.
El reclamo de Aristide de que esa república sea resarcida por el cobro ilegítimo que por su independencia impuso el gobierno francés hace 200 años, ha de ser sustituido por el auténtico reclamo de que se detenga el proceso de recolonización.
En el siglo XIX, negros y mulatos de la colonia de Saint Domingue se enfrentaron al dominio de una potencia capitalista que los mantenía en condición de esclavos. Hoy, más de 6 mil millones de personas de todas las razas están llamadas a construir un orden distinto, a arrebatar a la oligarquía mundial petrolera, armamentista y saqueadora los recursos que usurpa.
La realidad habrá de seguir alimentando las utopías, y el más alto grito de apego a la libertad es la conmemoración del segundo centenario del hecho que encendió la antorcha de la esperanza al inicio del siglo XIX.
La politiquería del gobierno que hoy oprime a las mayorías en Haití no será la beneficiaria de esta celebración, que en sí misma sirve para invocar a la legitimidad y a la justicia. Es una fiesta antiimpierialista, un grito por la redención. No muere la gloria ni agoniza la esperanza, millones de hombres y mujeres las mantienen vigentes. ¿Está claro?