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Latinoamérica

Otro presidente que no escuchó a nadie

Por Mercedes López San Miguel

Otra vez la incapacidad de escucha de un presidente se ha puesto de manifiesto, y otra vez la embajada de Estados Unidos estuvo detrás del trono de Gonzalo Sánchez de Lozada. En septiembre comenzaron los reclamos sociales y las movilizaciones para intentar preservar uno de los recursos naturales de Bolivia, que se vio amenazado. El gas fue la chispa que encendió la llama. La disputa por frenar el proyecto de venta de gas a Estados Unidos y México a través de Chile y/o Perú. Se entiende: por cada cinco dólares que ingresan por el gas, cuatro y medio se quedan en las empresas extranjeras. Pero en la raíz estuvo el enojo profundo contra Estados Unidos y su guerra contra el cultivo tradicional –y más redituable– de los campesinos indígenas: la hoja de coca.
Sánchez de Lozada encarnaba un desenfadado clientelismo hacia Washington y sus políticas librecambistas. Hace tres años era el propio "Goni", como lo llaman, el que le pedía la dimisión al hoy difunto Hugo Banzer. Un año y medio después de asumir en una votación en la que el líder cocalero Evo Morales le pisó los talones, Lozada cavó su propia ilegitimidad. Llegó al gobierno con menos del 23 por ciento del voto y gracias a una Constitución que delega en el Congreso la facultad de elegir al presidente, cuando los candidatos no obtienen la mayoría absoluta. Ya había sido presidente entre 1993-97 y con sus políticas no hizo nada por mejorar la pobreza y el desempleo de su país, sino todo lo contrario. Por ejemplo, llevó adelante la llamada "capitalización" de empresas –50 por ciento de venta a capitales extranjeros, 50 en forma de acciones–, una privatización a la boliviana. La figura de Lozada estuvo vinculada a las trasnacionales y así a la expresión extranjera.
Con la última masacre –se contabilizan más de 80 muertos en los 32 días de ebullición–, su poder político entró en una cuenta regresiva. Las fuerzas armadas le fueron leales –ya en febrero habían protagonizado otra represión–, y siguieron la orden de reprimir, amedrentar. Pero provocaron más ira, y más protesta. Los militares, puestos a operar en condición de policías, causaron un baño de sangre. Y llegaron tarde los lamentos de Sánchez de Lozada por los caídos que "le quitaban el sueño", según dijo a la cadena CNN en su español que suena a outsider, al "gringo" como lo identifica la oposición.
Veinticuatro horas antes de su renuncia, seguía mostrando la ceguera de otros gobernantes que tuvieron un fracaso similar: se obstinó en afirmar que "una minoría" organizó un "golpe narcosindical". Las calles atestadas de gente y la multitudinaria concentración en La Paz en la víspera a su dimisión permitían otra lectura. También resultó tardío su llamado a la conciliación acerca de una consulta por el asunto del gas y la revisión de la Ley de Hidrocarburos. Las manifestaciones espontáneas de todos los sectores, campesinos, indígenas, artistas, maestros le señalaban que el camino que había emprendido no tenía ya retorno posible, ni admisible. Su vicepresidente le quitaba el apoyo.
Sánchez de Lozada se convirtió en el cuarto mandatario de América latina que fue obligado a dejar el poder por la presión popular, en los últimos seis años. El argentino Fernando de la Rúa en diciembre de 2001, el peruano Alberto Fujimori en 2000 y el ecuatoriano Abdalá Bucaram en 1997 son los otros tres gobernantes que debieron dejar el sillón presidencial en fuga, cuando las crisis económicas asfixiaban a los actores sociales, a la vez impulsados por el "que se vaya".