Bolivia revive la sustancia anímica de una nueva revolución latinoamericana
Bolivia vive una revolución. Las protestas se proponen tumbar al gobierno neoliberal. La lucha contra la tentativa -una más- de entregar la explotación y la exportación del gas boliviano a las trasnacionales aglutina todas las ofensas, agravios y despojos que los sucesivos gobiernos han inferido al pueblo boliviano.
Los insurrectos del campo y de la ciudad exigen la renuncia del presidente.
Este se niega, sostenido abiertamente por Washington, el ejército represor y los sectores empresariales bolivianos más ligados a las finanzas internacionales. Son los tres pilares del mando neoliberal en Bolivia.
A similitud del movimiento popular en Argentina en diciembre de 2001, las protestas exigen que Gonzalo Sánchez de Lozada se vaya. A diferencia de Argentina, no piden «que se vayan todos», sin otro punto de unión. Las exigencias de renuncia convergen en la demanda de una Asamblea Constituyente y un gobierno provisional para convocarla: es decir, de otra república y otro gobierno.
Como en Argentina ayer, nadie tiene hoy en Bolivia legitimidad para hablar en nombre de todo el movimiento. Pero, en cambio, en el país andino los diversos sectores sociales en rebelión han logrado conservar una fuerte estructuración territorial y sectorial, formas de organización y de lucha hechas cultura, viejos saberes insurreccionales de los bolivianos.
Bolivia, desde los tiempos de la Colonia, tiene tradiciones de insurrecciones indígenas, campesinas y mineras, y de una gran revolución popular radical en el siglo XX, la revolución de abril de 1952, cuando los mineros armados y el pueblo de La Paz asaltaron los cuarteles, destrozaron al ejército y repusieron en el gobierno al presidente nacionalista cuya elección había sido desconocida, Víctor Paz Estenssoro.
El movimiento revolucionario que hoy sacude Bolivia está cubriendo todo el país y tiene focos indígenas, mineros, urbanos y populares diferentes. Su rabia y su fiereza para enfrentar al ejército, recoger los propios muertos y volver a la carga es propia de un pueblo en revolución, donde se ha acumulado en décadas y en siglos una cultura insurreccional, en la cual todo el mundo sabe qué hacer en los enfrentamientos porque ese saber viene de los padres, de los abuelos y de los bisabuelos, propios y ajenos. Las abuelas bolivianas indígenas, jóvenes abuelas casi todas, aparecen en las fotos dando aliento y piedras a nietos e hijos, para que las disparen con sus hondas. La honda, arma antigua de las insurrecciones indígenas en la Colonia, es la misma que hoy lanza las piedras o los cartuchos de dinamita contra el ejército. A manejar una honda se aprende en la experiencia del trabajo y en la vida de labrador, pastor o minero.
Lo que están haciendo en estos días las ciudades y los barrios de El Alto, La Paz, Oruro, Cochabamba y las comunidades aimaras del Altiplano no se improvisa ni se trasmite por una proclama o un manifiesto. Se sabe por experiencia, es la amarga herencia de una patria amarga desde hace muchas generaciones de oprimidos, excluidos y humillados que en sus comunidades, en sus barrios y en sus centros mineros conservaron el honor y el respeto de sí mismos y de sus pares contra el racismo atroz de señores, gobernantes y políticos urbanos. Ese respeto de sí mismos hoy se desborda en una rabia y un arrojo que son la sustancia anímica de esta nueva revolución latinoamericana, esta insurrección de estos tiempos en que, según dijeron, globalización y neoliberalismo habían acabado con la era de las revoluciones.
Una revolución no es una fiesta. Es un sacrificio obligado y amargo. Nadie va a ella por propia voluntad, sino porque ya no queda otra. Hoy, globalización capitalista y neoliberalismo financiero, que habían prometido la paz y el paraíso, están resultando ser, más bien, la matriz donde se engendran otras revoluciones con sujetos nuevos. En este creciente y violento desorden mundial cuyos puntos focales están en EEUU, esta nueva revolución boliviana recupera un orden insurreccional y unas costumbres probadas y pulidas a través de los tiempos.
El lunes 13, mientras los indígenas aimaras del Altiplano se aprestaban a marchar en orden de combate sobre La Paz, en todo el centro de esa capital se produjeron enfrentamientos entre el pueblo rebelde y los militares. Al anochecer llegó noticia, por las radios populares, de que el ejército se aprestaba a tomar ese sector. Los rebeldes se replegaron en orden, dejaron calles y plazas céntricas y levantaron sus barricadas en los accesos a los barrios pobres de las alturas de la ciudad. Eludieron, pues, el choque. A la madrugada del 14 los tanques retomaron el control de las calles desiertas.
Ese martes, miles de mineros de Huanuni -el centro donde en 1944 se fundó la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, eje obrero de la revolución de 1952 y de las décadas siguientes- marcharon sobre la ciudad de Oruro y, junto con el pueblo, ocuparon el centro de esta ciudad capital de los mineros y se preparaban a converger sobre La Paz. El 13 de octubre las comerciantes de los mercados de Oruro habían partido desde la parroquia de la Virgen del Socavón, bajo la lluvia y el frío del Altiplano, a ocupar poblaciones vecinas y a marchar a La Paz.
Estas son apenas descripciones, instantáneas, momentos puntuales reveladores de una situación general de insurrección popular. En este movimiento convergen diversas tradiciones de vida y de combate: aimara, quechua, urbana, minera, cocaleros, trasportistas, artesanos, comerciantes pobres y una incontable multitud de jóvenes a quienes nada, salvo pobreza y desempleo, les ofrece la Bolivia amarga de estos tiempos.
Esa convergencia de estados de ánimo, formas organizativas y visiones políticas diferentes puede leerse en los últimas declaraciones del Movimiento al Socialismo (MAS, encabezado por el dirigente cocalero Evo Morales), y del movimiento aimara, dirigido por el Mallku Felipe Quispe.
Ambos, Morales y Quispe, son hoy diputados.
El documento del MAS, que exige la renuncia del presidente y una Asamblea Constituyente, habla de «la gente», «la so-ciedad civil», «un proyecto de nación», «una democracia incluyente», en lenguaje afín al de las direcciones políticas y partidarias urbanas, lenguaje no ajeno al que en México circula en los mismos ámbitos. El manifiesto de la Confederación Sindical Unica de Campesinos de Bolivia habla en nombre de las «comunidades aimaras» y de los «comunarios», se dirige a los «hermanos y hermanas del gran Kollasuyu y del mundo» invocando «la voz del pueblo de cara morena», y también exige la renuncia del presidente. Pero no habla, como el otro, de Constituyente ni de «refundar la democracia». Es un grito de furia antigua contra la humillación, el racismo, el despojo y la explotación, que termina invocando las figuras de Tupaj Ka-tari y Bartolina Sisa, símbolos de la gran insurrección aimara anticolonial de 1781 que sublevó al Altiplano y puso sitio a la ciudad de La Paz, rebelión después ahogada en sangre por el ejército colonial español.
Son dos insurgencias convergentes en la defensa del gas, en el odio a las fuerzas represoras y en la renuncia del presidente, aunque diferentes en su lenguaje, en sus objetivos sociales y en su dinámica interna. Es natural que quienes se reconocen en uno de estos manifiestos encuentren ajeno y extraño el lenguaje y el espíritu del otro. Son enlaces posibles entre ambos movimientos la rebelión minera y sus organizaciones, el pueblo indígena urbano de El Alto, los barrios pobres de La Paz, de Oruro, de Cochabamba y de otros centros urbanos.
Hasta ahora esta insurrección parece jugar su suerte no sólo a la increíble voluntad de sacrificio de los insurrectos sino también al logro de una dirección, si no única, al menos unificada en algunos objetivos comunes.
Existen los elementos y las exigencias de abajo para que ésta sobrevenga.
Pero al ser los agravios tan antiguos y diversos, no es sencillo reconocerse unos a otros entre el polvo, la sangre, el ruido y la furia de los enfrentamientos con el enemigo que a todos reprime.
De esta convergencia insurreccional, sin embargo, parece depender el destino de esta revolución de los indígenas, los campesinos, los mineros, los trabajadores, los puesteros de los mercados, los pobres, los estudiantes, los vecinos, los empleados y los desempleados de Bolivia contra un aparato represivo que sigue matando sin piedad y sin medida. -
La nueva poblacion indigena urbana
Otro testimonio desde El Alto: «Ayer vimos imágenes de jóvenos alteños en la Plaza San Francisco enfrentándose con los policías, lanzando piedras con sus hondas. El Alto, donde se concentra la represión y de donde ha emergido la insurgencia, es una ciudad aimara de composición cultural y demográfica muy campesina. Vivimos otra rebelión aimara, con notables coincidencias en sus formas de lucha con los movimientos del pasado; las fuerzas insurgentes ya no son sólo del campo, sino que también están concentrados en esa ciudad medio campesina donde radica la nueva población indígena urbana de los últimos treinta años».
Y uno más: «En el último censo, más del 60% de la gente se autoidentificó como indígena. Muchos de ellos ya no viven en el campo, y muchos ni siquiera hablan aimara. Son jóvenes en gran parte, azotados por la gran pobreza en los barrios marginales. La cultura que tienen es de una profunda raíz aimara, y eso se expresa políticamente en estos momentos: la honda es un símbolo». Las bases vecinales lideran la revuelta «No hay liderazgos fuertes y, por otro lado, sí fuertes impulsos desde las bases. En estos días han sido los barrios de El Alto, cada uno por su cuenta, que se han levantado contra el gobierno para pedir la cabeza del Gobierno. Las bases vecinales -una forma social de raíz política entre sindicato obrero y comunidad aimara- están con tremenda bronca. Son ellos quienes reivindican los intereses nacionales en torno al gas, y los que han recibido el mayor impacto de la represión por el hecho de ser vistos como `pobres indios´ cuyas vidas no se contabilizan como las de gente de las `clases decentes´ de La Paz.
fuente: Gara (diario vasco)