Una historia de saqueos y lucha
Stella Calloni / La Fogata
Con apenas 14 meses de gobierno, la administración de Gonzalo Sánchez de Lozada -quien con sólo 22 por ciento de los votos llegó al poder al lograr, mediante maniobras en el Parlamento, una coalición para derrotar al líder campesino Evo Morales- se convirtió en una de las más impopulares de América Latina.
Las muertes que propiciaron su renuncia no fueron, sin embargo, únicamente el saldo que dejó la represión desde hace un mes, al estallar las protestas de la llamada guerra del gas. Los bolivianos recuerdan las "matanzas de febrero" pasado, que dejaron una treintena de fallecimientos, entre otros episodios de represión.
Otra guerra fue la del agua. En 2000, la unión de la población de Cochabamba, el Movimiento al Socialismo (MAS) y la Coordinadora del Agua se alzó para recuperar el servicio de agua potable, controlado por la estadunidense Bechtel, gracias a una de las tantas y escandalosas privatizaciones en Bolivia, principalmente durante la primera presidencia de Sánchez de Lozada. Esta guerra también costó muertos, heridos y detenidos. Las matanzas de febrero pasado fueron resultado de las protestas contra los impuestos a los salarios.
Pero a diferencia de la guerra del agua, la del gas se convirtió en una gesta nacional, la cual unió inclusive a sectores antes enfrentados. El negocio únicamente beneficia a las petroleras, gracias a la actual legislación, que favorece sus intereses. Según expertos, en la región productora de gas, por ejemplo, apenas quedarían unos 40 millones de dólares de ganacia de un negocio de cientos de millones.
La lucha comenzó para pedir que el gas sea industrializado en Bolivia y exportado para dejar ganancias al país. Tras más de 80 muertos, Sánchez de Lozada anunció la noche del miércoles pasado un referendo consultivo sobre el tema, pero no precisó si era de carácter obligatorio o vinculante.
Pero si hubo momentos en que el diálogo era posible, después de casi 200 muertos al comienzo de este año y unos 60 durante el pasado fin de semana en la represión en El Alto, ya no. Los dirigentes opositores replicaron que difícilmente se podía dialogar con un mandatario a quien organismos humanitarios buscan denunciar ante instancias internacionales por las consecuencias de la represión. Además, en el oficialismo muchos tomaron distancia de Sánchez de Lozada para no ser cómplices en la represión ni quedar enganchados en su caída.
Ni la brutalidad de la represión ni los muertos, detenidos y heridos lograron detener la insurrección popular. El pueblo boliviano tiene, en este sentido, una larga historia y una constante frustración, que ahora es -como señalan dirigentes- cuestión de sobrevivencia.
El 19 de septiembre pasado más de 150 mil bolivianos, encabezados por el MAS, en un llamado unitario, se movilizaron en todo el país para pedir que el gobierno convocara a un referendo sobre el tema del gas y para saber la posición que iba a asumir Bolivia ante el Area de Libre Comercio de las Américas, impulsada por Washington.
La respuesta de Sánchez de Lozada llegó el día 20 con el asesinato de siete personas en Warisata, lo cual recrudeció los bloqueos de rutas y las marchas, especialmente en el departamento de La Paz, sede del Ejecutivo. Los acontecimientos se fueron precipitando con el llamado a huelga de la Central Obrera de Bolivia y la puesta en marcha de una coordinadora popular, que une a los principales movimientos sociales, a la Central Unica de Trabajadores Campesinos y el MAS.
Otra vez la respuesta gubernamental fue la represión el 12 de octubre, fecha de gran simbolismo, pues las fuerzas militares invadieron a sangre y fuego El Alto.
"El gobierno no dejó espacio para el diálogo sobre tanta muerte", explicaron las directivas opositoras.
En un país en el que 2 millones de personas -la cuarta de la población- son víctimas de la hambruna, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, nadie puede seguir esperando. ¿Cuántos bolivianos más tendrán que morir por las guerras desatadas por intereses extranjeros? Una leyenda que circulaba en tiempos de la Colonia española decía que con la plata que los conquistadores sacaron de Potosí podía construirse un puente que uniera a América con Europa. Esto simbolizó el destino del pueblo boliviano, el cual habita una de las zonas más altas del mundo, con grandes riquezas mineras, a las que estuvo ligada su tragedia y lucha.
Las familias del estaño, las dueñas de Bolivia, como la Patiño, Aramayo y otras, llamadas La Rosca, marcaron a fuego un tiempo este país. Ellos, los políticos bajo su control y los militares en función de esos poderes e intereses, manejaron la vida republicana moderna. Fueron los grandes salitrales de Antofagasta y los recursos petroleros los que llevaron al imperio británico a inspirar la cruel guerra del Pacífico, de Chile contra Perú y Bolivia entre 1879 y 1883, cuando este último país perdió su salida al mar. Asimismo, estos intereses llevaron a la guerra del Chaco (1932-1935) entre dos pueblos pobres y hermanos: Paraguay y Bolivia.
Si algo faltaba para el desmembramiento, que ya se había planteado desde la Colonia, hubo una cesión de tierras amazónicas a Brasil en 1904.
A estas guerras y divisiones sucedieron levantamientos, uno tras otro, hasta la insurrección popular que llevó al poder en 1952 al Movimiento Nacionalista Revolucionario. El actual partido muy poco tiene que ver con lo que fue ese proyecto revolucionario, que nacionalizó las minas de estaño, impuso el voto universal y comenzó una reforma agraria.
Pero poco a poco la mano externa fue tiñendo de conspiraciones y divisiones el proceso, hasta llevar al derrocamiento de Víctor Paz Estensoro en 1964, el mismo año del golpe contra Joao Goulart en Brasil. El espíritu de la revolución regresó con miles de bolivianos en las calles, con la presencia efímera del general Juan José Torres, entre 1970 y 1971. Washington ya aceptó que actuó para derrocar a aquel presidente mediante un golpe cruento que le permitió colocar en el poder a una de sus figuras clave para el tablero de las dictaduras del cono sur: el general Hugo Bánzer.
Bánzer, a su vez, fue depuesto por el general Juan Pereda Asbrún, en 1978, para impedir la llegada al gobierno de Hernán Siles Suazo, a quien le arrebataron mediante un fraude su triunfo electoral. Pero ya el 24 de noviembre de ese año el general David Padilla Arancibia remplazó a Pereda Asbrún. Así se llegó a la sucesión de golpes, contragolpes, gobiernos militares, los narcos en el poder consentidos por Estados Unidos y retornos democráticos a medias, siempre castrados por la impunidad.
En estos tiempos, ante los planes de entregar el gas, uno de los pocos recursos que le quedan al país, casi 30 por ciento de la población está desnutrida. La pobreza alcanza en algunos lugares a 80 por ciento de la gente y el retraso en el crecimiento afecta a más de 25 por ciento de los niños. Estas son las cifras conservadoras.
Cada hora 20 bolivianos caen en las garras de la pobreza y unos siete en la indigencia. La población que vive en ciudades capitales y provinciales sobrevive con menos de 80 centavos de dólar al día. En el área rural, poco más de la mitad de la población sobrevive con menos de 60 centavos de dólar al día. En total más de 3 millones de bolivianos están en esta situación, sin el ingreso suficiente para costearse una canasta mínima de alimentos, señalan informes.
En el país más pobre de Sudamérica, la población se alzó contra un negocio: el del gas, que reportaría anualmente más de mil 300 millones de dólares a las petroleras y unos 70 millones de dólares a las arcas bolivianas. Otro saqueo violento que se arrastra desde hace siglos desató la rebelión.