El aymara que conoció el español en 1534 El cuadro inicial de un lugar con mucha vegetación acabó
transformado en una pintura de fuego, muerte y cenizas. |
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Paulino Esteban, constructor de balsas de totora, mira el Titicaca. |
Vista del lago Titicaca, desde la localidad de Huatajata. |
Era enero de 1534. Las recuas de llamas huían despavoridas ante el galope de los caballos. Había llegado la primera comitiva española que pisaba las tierras del Titicaca. El antropólogo Oswaldo Rivera explica que la sumatoria del imperio Inca habitaba en esa área. Rodeando las aguas vivían 42 grupos humanos que provenían de todos los rincones del Tahuantinsuyo. Habían llegado a ese lugar por disposición del Inca que buscaba sentar presencia en lo que siempre fue considerado territorio sagrado. Los niños de piel morena y pómulos prominentes crecían entre juegos, animales y madres que tejían. Cuando ya eran jóvenes, ayudaban a sus padres en los cultivos. El historiador David Guisbert asegura que dos años antes, en 1532,
los conquistadores habían logrado ingresar a tierra boliviana por
Asunción del Paraguay. Habrían recorrido Chuquisaca y Tarija
tras las huellas del "señor blanco". Una leyenda era toda su guía
en ese peregrinaje, que tenía por objetivo la codiciada plata. Los viajeros se alojaban en ayllus o comunidades. Entre charla y charla conocían a las jóvenes. Después se las llevaban a su pueblo, donde se celebraba la unión con toda la comunidad. Tiempo después, la pareja debía regresar al pueblo de la mujer para legitimar ese enlace con la comunidad de la que ella provenía. Era necesario. Rivera destaca el profundo espíritu comunitario de los aymaras. No existía el individualismo. Cuando una pareja empezaba a formar su familia, la comunidad le proporcionaba una especie de capital para poder salir adelante. El Jilakata les indicaba a los recién juntados en qué sector podían cultivar. Los regalos de bodas de la comunidad eran llamas, semillas y otros animales. Meses después, si tenían un hijo varón, ¡algarabía!, la recompensa era un topo de terreno; pero si nacía mujer, se les daba medio topo. Más que una medida exacta, el topo era el tamaño dispuesto por el Jilakata de acuerdo a cuán trabajador era el hombre o cuán flojo. A este último se le daba menos tierra para cultivar. La reciprocidad era ley: "Tú me ayudas hoy, yo te ayudo mañana". Por eso, cuando los recién unidos querían levantar su casa, los familiares y vecinos les ayudaban. Era una verdadera fiesta. Los invitados llevaban papas y oca, y la pareja preparaba alimentos para agasajar a sus visitantes. Cuando el primer sol de la mañana asomaba tibio, las mujeres encendían el fogón con ramas y estiércol de llama. Los hombres, a veces con la ayuda de los niños, ponían el primer tepe, un amasijo de barro, arcilla y paja que hoy es más conocido como adobe. Los empíricos arquitectos daban así forma a una construcción circular de unos tres metros de diámetro, para proteger a sus habitantes de las lluvias y el frío. |
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1. Vaso tiwanacota de cerámica. Tiwanaku. (724 - 1200 d.C.). Museo de metales preciosos. |
2. Keru ceremonial con la figura de un puma. Tiwanaku (374- 724 d.C.) Museo de arqueología. |
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3. Choca o ave que anida en los totorales. Tiwanaku. (724- 1200 d.C.). Museo de arqueología. |
4. Figura de plata que representa a una llama. Cultura inca. (1500 d.C.). Museo de metales preciosos. |
Agricultura La que se impuso fue la papa. Había más de 100 variedades, de diversos colores y sabores. |
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5. Vaso de cerámica con un rostro masculino. Tiwanaku. (374- 724 d.C.). Museo de arqueología. |
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El tubérculo conquistó a los extranjeros, que la enviaron
en barco a Europa en pequeñas cantidades, a un comienzo, y luego
en grandes amarros hasta España, Francia y más tarde a Rusia
y Polonia. Hoy, platos considerados típicos del Viejo Mundo tienen
a la papa como base de preparación. El hombre araba la tierra. "Nunca usó el ganado para la agricultura". Rivera sostiene que se empleaba el arado tirapié para dar vuelta a grandes bloques de tierra: 20 varones se colocaban en fila y sus mujeres, al frente. Ellas destrozaban los bloques menores que salían. Así era el altiplano de 1534. Entre los aymaras del Collasuyo el trabajo había sido clasificado de acuerdo al sexo. El varón construía los canales y su compañera cocinaba. Si un hombre se asomaba a la cocina, era visto como maricón, como aún sucede hoy. Es la palabra de Roberto Mamani, antropólogo que se desarrolló en Irpa Chico, una comunidad al norte de Potosí. En esos tiempos, especialmente en época de cosecha, toda la familia
se levantaba tan temprano que incluso le madrugaba al sol. Ni los niños
se salvaban del trabajo, porque desde pequeños tenían la
responsabilidad de cuidar a las llamas recién nacidas o de espantar
a los pájaros de las cosechas. "Nunca hubo niñez para los
aymaras", dice Mamani. Si no estaban cuidando rumiantes, aprendían
con sus abuelos a moldear la arcilla y a tejer. También escuchaban
historias. A través de la tradición oral, los viejos transmitían
así las costumbres y tradiciones de su cultura a sus descendientes.
Mas, la ceremonia tenía un sentido de agradecimiento. La llama, con su aspecto que delata su parentesco con los camellos, daba a los aymaras lana, alimento y transporte. Hasta su excremento era utilizado; cuando se secaba servía como combustible para cocinar. Lo único que no se usaba de ella para el consumo era la leche, destinada a las crías del animal. Además, no era costumbre tomar este lácteo en los andes. No era parte de la cultura. El calcio, tan necesario en la alimentación, se sacaba de la cal viva que las madres hacían hervir cuando preparaban la quinua. Generalmente, el animal moría de viejo. Sus dueños se despedían de él y luego lo hacían charque. Esa era una de las pocas veces en la que los indígenas comían carne. La llama también era querida porque era considerada un mensajero
entre la existencia terrena y la otra, que los aymaras creían que
había después de la muerte. Antes de sacrificar al animal,
le encargaban que comunique a un determinado fallecido ciertos mensajes. Hasta para eso era útil el animal que puede pasar días sin agua. Aunque no es capaz de llevar más de 20 kilos, los aymaras se daban formas para conformar caravanas de llamas con una serie de productos agrícolas en el lomo, que eran intercambiados en otras zonas. Hay quien dice que incluso llegaban al mar. Aunque era el animal más apreciado, las familias criaban perros
e incluso alguna vez habían intentado domesticar avestruces andinos.
En la altiplanicie habitaban también el guanaco, la vicuña,
el ciervo, la perdiz, el pato y la alpaca... sin contar con los conejos
y ratones de campo adentro. Como para otros antiguos pueblos del mundo, la naturaleza era una especie de prolongación del cuerpo del aymara. Si tenían lo que necesitaban era porque la madre tierra se los había dado. En agradecimiento, le hacían ofrendas. En las creencias, el Sol tenía el papel del principio y fin del mundo. Tenía a su lado a la Luna, su hermana y mujer al mismo tiempo. Las estrellas, las servidoras. El Inca, el hijo de éste. Y el rayo, una maldición. Esos personajes no se movían en un tiempo lineal, más bien, el de ellos era un tiempo cíclico. Uno de sus mitos cuenta que en los albores de la civilización gobernaron la oscuridad y el caos. Pero en las entrañas de la tierra había hombres que rogaban a Wiracocha que permitiera salir al Sol. Cuando esto ocurrió, llegó el tiempo del florecimiento, el que la gente vivía allá por 1500, antes de los españoles. Las premoniciones de los más viejos decían que aquella felicidad no duraría para siempre. Vendrían momentos de dolor y así fue con la conquista. El habitante originario vio morir a sus hijos en la mita y a sus hijas, violadas. Fue testigo del ocaso de su pueblo. Actualmente los aymaras piensan que algún día volverán a ver el Sol, cuando el mundo nuevamente pise con sus pies y no esté de cabeza como hoy. ¿Y el oriente boliviano? En las tierras bajas existía una diversidad de etnias. No había grandes ciudades y las casas estaban hechas entonces de madera. La gente se dedicaba a producir yuca, pero sobre todo a la caza. Claro, los españoles no vieron las llanuras de Moxos en Beni, ni cómo se elevaba el nivel del suelo para prevenir las inundaciones. Cuando llegaron a Chiquitos se asombraron por la cantidad de personas. Creían que los territorios orientales, selváticos y vírgenes debían ser "educados" para evitar que cercaran a la populosa ciudad de Asunción. Por eso enviaron a los evangelizadores. Pero el clima y la ferocidad de los pueblos minaron a los españoles.Todo lo contrario a lo que ocurrió en las tierras altas. Aquel altiplano, descrito por el antropólogo Mauricio Mamani lleno de arbustos, desapareció con la conquista. El cuadro se tiñó de fuego y cenizas. La vegetación fue tomada por los españoles como fuente de energía y las plantas fueron a dar a los inmensos hornos de Potosí. La meseta quedó desnuda, describe Julio César Velásquez, del Museo de Arqueología. Eso es cuanto los estudiosos han podido reconstruir hasta ahora de lo que fue el altiplano a la hora de la conquista, una pintura en la que aún faltan muchos detalles que aún deberán ser estudiados porque cada investigador tiene una parte del rompecabezas del que aún faltan piezas por encontrar, armar y explicar... |
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1. Figura de plata que representa una vivienda incaica (1500 d.C). Museo de metales preciosos. |
2. Cerámica de rostro masculino con bigotes
y barba. (1500 d.C.). |
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3. Una pareja de zorros andinos. Figura de bronce. Tiwanaku (724-1200 d.C.). Museo de arqueología. |
4. Cerámica con rostro masculino en relieve. Cultura inca. 1500 d.C. Museo de metales preciosos. |