Latinoamérica
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31 de enero de 2003
Otra guerra es posible
Octavio Rodríguez Araujo
La Jornada
Se acepta, generalmente, que las izquierdas se distinguen por su tendencia al igualitarismo, y las derechas por su necesidad de mantener las desigualdades y, si les es posible, aumentarlas como resultado de una ley inobjetable del capitalismo: la creciente concentración de la riqueza. Atenuar las desigualdades quiere decir distribución de la riqueza, disminuir la brecha ente los más ricos y los más pobres.
Si las afirmaciones anteriores son correctas, entonces Lula es un gobernante de izquierda, aunque para algunos (y para mí) sea de esa izquierda que suele ser calificada como moderada --menos moderada, por cierto, que la socialdemocracia de los últimos años. En el III Foro Social Mundial, en Porto Alegre, el presidente brasileño dijo: "Mi sueño es cumplir con la reforma agraria. Mi sueño es contar con una escuela pública eficiente. Con una universidad que no sea un privilegio para tan sólo el 8 por ciento de la población sino un derecho para todos. Sueño con que no muera nadie frente a ningún hospital público por falta de atención médica. Sueño con una sociedad más justa, más libre e igualitaria en la que la riqueza se distribuya con mayor equidad". Y en absoluta congruencia con lo anterior, en el Foro Económico Mundial, en la ciudad suiza de Davos, propuso "crear un fondo internacional para combatir la miseria, el hambre y la pobreza en los países del tercer mundo".
Con ambos discursos, el de Porto Alegre y el de Davos, Lula se ha ganado un lugar en el liderazgo mundial del Tercer mundo, lo cual le obliga a una gran responsabilidad y a buscar coherencia entre lo que dice y lo que haga. Cierto es que hay anarquistas (como los "Confiteros sin Fronteras" que le aventaron un pastel al presidente del brasileño Partido de los Trabajadores y cuyo manifiesto reproduce La Haine (El Odio) en internet) que consideran que Lula no los representa en Davos, pero no menos cierto es que los latinoamericanos y los asiáticos y africanos en general, los pueblos de estos países, habrán de ponderar positivamente que en los foros mundiales del poder haya una voz que les recuerde que con hambre, miseria y enfermedades el mundo no será de nadie, ni siquiera de esos poderosos.
Los mexicanos sabemos, por experiencia propia, la diferencia entre quienes halagan al gobierno de Estados Unidos y quienes, sin romper las formas, se enfrentan a él y a sus políticas expansionistas. Apreciamos, por lo mismo, que un gobernante de América Latina, en la cueva de los leones, no se pliegue a los deseos de los neoimperialistas encabezados por Bush. Lula no está solo, a pesar de los pasteleros anarquistas que no se sienten representados por él.
El mundo creado por los gobernantes, empresarios e ideólogos reunidos en Davos (ahora con una excepción), es un mundo que testifica, inobjetablemente, que la concentración de la riqueza ha producido más pobreza y desigualdades incluso en los países desarrollados. La Oficina del Censo de Estados Unidos ha reconocido recientemente que el ingreso familiar ha disminuido del año 2000 al siguiente y que en ese mismo periodo la pobreza aumentó en 1.3 millones de personas. Y estamos hablando del país más rico y poderoso del mundo. Otras estadísticas, como las del Banco Mundial, revelan que de 110 países considerados 65 presentan menores desigualdades sociales y económicas que Estados Unidos. Y no sólo se trata de países como Austria o Suecia, sino también de Africa y Asia como Argelia, Costa de Marfil, Timor Oriental o la India, para sólo mencionar algunos. No es el caso, ciertamente, de los países de América Latina, en general muy por encima del promedio mundial en coeficientes de concentración o desigualdad.
La guerra mundial contra el hambre, contra la pobreza y contra las desigualdades no es un planteamiento retórico del presidente brasileño. Es la prioridad número uno si se quieren evitar otras guerras y una mayor destrucción del planeta. Las derechas que gobiernan casi todo el mundo deberían entenderlo. Sus políticas tendentes a aumentar las desigualdades, favoreciendo a los empresarios que, por la naturaleza de su actividad, no suelen tener conciencia social, deben ser modificadas. Como esto será muy difícil, puesto que se trata de una forma propia de las derechas de ejercer el poder, la alternativa más evidente es que los pueblos elijan gobernantes de izquierda que se unan a esta guerra contra el hambre, la miseria y la desigualdad. No aventemos pasteles a la cara de los políticos, luchemos por tener gobiernos que nos representen, por gobiernos de vocación igualitaria. Otra guerra es posible.