Internacional
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23 de junio del 2003
Jugar con Nafta
Naomi Klein
Página 12
De chica no entendía por qué mis padres, mis hermanos y yo vivíamos en Montreal mientras el resto de mi familia -abuelos, tías, tíos y primos- estaba esparcido por los Estados Unidos. Durante los largos viajes en auto para ir a visitar a mis parientes en Nueva Jersey y Pennsylvania, mi familia hablaba de la guerra en Vietnam y de los miles de militantes pacifistas como nosotros que a fines de los años sesenta habían huido a Canadá. Me contaban que el gobierno canadiense no sólo se había mantenido neutral durante el conflicto sino que ofrecía refugio a los ciudadanos norteamericanos que se negaban a tomar parte de una guerra que consideraban injusta. Ridiculizados como "rebeldes al orden", eran recibidos del otro lado de la frontera como objetores de conciencia. Mi familia decidió emigrar a Canadá antes de que yo naciera, pero estas historias románticas me dejaron en la mente una idea fija cuando todavía era demasiado joven para reflexionar sobre ello: Canadá tenía una relación con el mundo radicalmente diferente de la de Estados Unidos. Y no obstante las semejanzas exteriores y la proximidad geográfica, era un país inspirado en valores más humanos y de orientación menos intervencionista. En fin, creíamos estar en un país soberano.
Desde entonces, busqué -sin éxito- elementos que sostuvieran esta convicción infantil (o pueril, como dirían algunos). Hasta la guerra con Irak, cuando la política exterior canadiense se apartó de la norteamericana como nunca antes había sucedido desde la época de la guerra de Vietnam. Pero, como en los años sesenta, la posición de Canadá sobre la invasión a Irak tampoco estuvo exenta de hipocresías. Enviamos 31 soldados al Golfo para dar apoyo a militares ingleses y americanos, y estuvimos presentes en la región con tres buques de guerra para sostener, como precisó el primer ministro Jean Chrétien, la "guerra contra el terrorismo", no la guerra contra Irak. Aun cuando la primera fue oficialmente lanzada como continuación de esta última (una demostración de que nunca logramos estar al día con las modas).
De todos modos, es indiscutible que, después de haber seguido a Estados Unidos por décadas en toda gran campaña militar, Canadá no sostuvo esta guerra. "Si comenzamos a cambiar los regímenes, ¿dónde terminaremos?", se preguntó Chrétien. Tan significativa como ésta fue la posición asumida por el presidente mexicano Vicente Fox. A pesar de todas sus cautelas, también él declaró abiertamente: "Nosotros estamos en contra de la guerra". Estos tibios, prudentes y hasta ambiguos rechazos aparecen particularmente espectaculares frente a los discursos políticos altisonantes que recorrenEuropa, China y gran parte del mundo árabe. Y sin embargo, las decisiones de Canadá y México representan seguramente un desafío mucho mayor para las excesivas ambiciones del imperio americano que cualquier ruidosa protesta llegada de ultramar.
Después de todo, que los países árabes y europeos se enfrenten a Estados Unidos es algo que se da casi por descontado. Pero, ¿qué decir de Canadá y México, dos Estados bastante más que amigos y aliados estratégicos? En ambos casos, se trata de dos países satélite, dos extensiones, al sur y al norte, del patio de la casa de Estados Unidos. El primero provee energía a bajo costo; el segundo, mano de obra a buen precio. Y los dos son parte del Nafta, el área de libre comercio de Norteamérica. Esto es lo que vuelve tan importante el hecho de que ambos hayan tenido una posición contraria a la de Estados Unidos durante la guerra, aunque no hayan querido llamar demasiado la atención.
Los imperios necesitan colonias para sobrevivir, es decir, países tan dependientes desde el punto de vista económico y tan inferiores en el plano militar que vuelven inconcebible cualquier iniciativa autónoma de su parte. El gran éxito del Nafta fue justamente reforzar estos temores y esta dependencia en los países vecinos a los Estados Unidos, que son además sus principales socios comerciales. Los números hablan por sí solos: el 86 por ciento de las exportaciones de Canadá y el 88 por ciento de las de México se dirigen a Estados Unidos, que, si cerrara las fronteras, en represalia pondría inmediatamente en crisis a ambas economías.
Teniendo bien presente todo esto, John Ibbiston se enfrentó durante la guerra a la audacia de los parlamentarios canadienses que habían osado poner en discusión la legitimidad del ataque de Bush a Irak: "Si ustedes fueran de esos millones de canadienses cuyo puesto de trabajo depende del libre comercio de bienes y servicios con Estados Unidos, estarían furiosos". En otras palabras, dejemos que los europeos tengan sus nobles ideas sobre el derecho internacional, y pensemos en cambio en las piezas de repuesto para autos que debemos entregar just-in-time.
Sin embargo, a pesar de la extrema dependencia económica de estos dos países y de sus temores ante posibles represalias, la aplastante mayoría de canadienses y mexicanos respaldó su oposición a la guerra de sus respectivos gobiernos. Pero este coraje no nació de la nada: es la afirmación de una autonomía ganada, aun cuando la administración Bush parece a veces olvidarlo. Después del 11 de septiembre, los Estados Unidos dejaron improvisamente de lado los planes para legalizar la situación de millones de mexicanos sin documentos que trabajan sin ningún tipo de protección en territorio norteamericano: un feo golpe que dañó seriamente la popularidad del presidente Fox en su tierra. Y en lugar de facilitar el paso de los mexicanos a través de su frontera, dificultaron aún más el ingreso de los canadienses. De hecho, quienes nacen en estos países a los que Washington considera una amenaza deben sortear humillantes trámites para entrar en los Estados Unidos, obligados a dejar registro de sus rostros y sus huellas digitales.
Pero el coraje de Canadá y México se explica también con el hecho de que resulta más fácil poner en peligro los acuerdos de "libre comercio" después de haber comprobado que, defraudando muchas promesas, siguen siendo siempre mal vistos. Durante la guerra, el Washington Post comprobó que si bien el volumen de intercambio de México se triplicó a partir de la entrada en vigor del Nafta, la pobreza se extendió de forma dramática, con 19 millones de mexicanos reducidos a peores condiciones que las existentes veinte años atrás.
Y ahora, después que México y Canadá decidieron asumir una posición independiente con relación a la guerra en Irak, lo más sorprendente es que no pasó absolutamente nada. No hubo ni una represalia ni una reacción violenta, apenas una nota de lamento por parte del embajador norteamericano en Canadá. Probablemente en Washington estaban tan furiososcon los franceses que no nos hicieron caso. Y ahí está la verdadera importancia de la posición de México y Canadá. Todos los imperios, incluso los más poderosos, tienen un punto débil: la arrogancia del poder esconde su dependencia con los colonizados en todo tipo de rubro, desde la mano de obra hasta las bases militares en sus territorios. Si algunos países buscan oponer su resistencia aisladamente, en el caso de México y Canadá es evidente que se trata de dos países no sólo dependientes sino también indispensables. En forma separada, pueden ser más o menos obviados. Unidos, en cambio, eso resulta mucho más difícil. Juntos representan el 36 por ciento del mercado de exportaciones de Estados Unidos. Proveen además el 36 por ciento de las necesidades energéticas de Estados Unidos y el 26 por ciento de la demanda petrolífera. Y a pesar de que sus gobernantes piensen de otra forma, los Estados Unidos no son una isla. Comparten 12 mil kilómetros de frontera con Canadá y México, que no pueden proteger sin la ayuda de esos mismos vecinos. Quizá nadie había pensado que estas cifras se podían sumar.
En realidad, el Nafta nunca fue un acuerdo trilateral sino más bien una combinación de dos acuerdos bilaterales: uno entre Estados Unidos y Canadá, el otro con México. Esta situación está comenzando a cambiar en tanto es cada vez más evidente que si Estados Unidos puede comportarse como una isla que no depende de nadie, en realidad vive en medio de otros dos países. En el exterior, los norteamericanos pueden incluso afirmarse con la fuerza de las armas, pero en su propia casa se encuentran automáticamente rodeados. Así, mientras Europa teme la gestación de un nuevo imperialismo, en Norteamérica estamos asistiendo, curiosamente, al proceso contrario: es decir, a la sorprendente vulnerabilidad de una superpotencia, tanto más dependiente cuanto más peligrosa. Es posible que Estados Unidos pueda prescindir de las Naciones Unidas, y probablemente de Francia. Pero así como no podrá aislarse del resto del mundo, tampoco logrará proteger económica y físicamente a su población sin la ayuda de México y Canadá. Esto tendrá seguramente consecuencias de largo alcance, porque no pueden existir superpotencias imperiales sin colonias leales.