EE.UU.: espían bibliotecas y librerías
Marina Aizen.
Clarin
Puede ser El Manifiesto Comunista, la historia del islam o un simple tratado de química. Cualquiera que en los Estados Unidos solicite un libro que las autoridades consideren medio raro en una biblioteca pública o privada, corre el riesgo de tener a un agente del FBI tocando el timbre de su casa. Gracias al Acta Patriótica, una compleja ley aprobada luego de la euforia de los atentados del 11 de setiembre de 2001, el gobierno tiene poderes absolutos para saber lo que todo el mundo lee.
Los bibliotecarios y las organizaciones civiles de Estados Unidos están alarmados, pues la sensación de que el gobierno de George W. Bush está acabando con la libertad de expresión, lo que incluye la libertad de informarse, no es chiste. Sin embargo, mientras los estadounidenses miran la guerra de Irak por televisión, no hay debate público sobre el tema. Y así, la gente sigue concurriendo a las bibliotecas, sin saber que "El Gran Hermano" puede estar espiando.
Seis meses después del ataque contra el World Trade Center y el Pentágono, el Congreso aprobó el Acta Patriótica, casi sin oposición parlamentaria, con el objetivo de prevenir nuevas actividades terroristas en los Estados Unidos. Algunas organizaciones civiles protestaron, pero muy pocas repararon entonces en una oscura sección de la ley, la cláusula 215, que le da poderes al FBI para pedir a cualquier biblioteca o librería del país la lista de los libros que la gente solicita o compra.
Un detalle: ni las bibliotecas ni los libreros pueden informar a sus clientes que la policía federal está investigando sus hábitos de lectura. Si lo hacen, pueden ir presos.
Antes de la aprobación de esta ley, el FBI o cualquier organismo investigador necesitaba aprobación de un juez para obtener registros de lectura. Además, debía enmarcar el pedido dentro de una causa criminal. Por ejemplo, el juez Kenn Starr, que investigó el escándalo del sex-gate que involucraba al presidente Bill Clinton, armó una batahola nacional cuando le ordenó a una librería del barrio de Dupont Circle, en Washington, que le diera los títulos de los libros que había comprado la ex becaria de la Casa Blanca, Monica Lewinsky.
Pero ahora el FBI puede realizar todo ese trámite en perfecto secreto, evitando un escándalo impresentable en la opinión pública.
La Asociación de Bibliotecarios de los Estados Unidos, que tiene 64 mil miembros, aprobó recientemente una resolución llamando al Acta Patriótica un "peligro a los derechos constitucionales y a los derechos de privacidad de los usuarios de las bibliotecas".
La organización también urgió al Capitolio a cambiar la ley, pero hasta ahora, sólo un congresista, Bernie Sanders, el único miembro independiente de la Cámara de Representantes, se ha ocupado seriamente del asunto.
La biblioteca de Santa Cruz, California, es la entidad que se tomó más a pecho las amenazas del Acta Patriótica, a pesar de que el FBI no le solicitó -al menos hasta ahora- la lista de libros de sus lectores. Todos los días, sus empleados reparten a todos sus usuarios volantes que dicen que esta ley "prohíbe a los trabajadores de las bibliotecas informarle a usted si los agentes federales han obtenido sus récords. Cualquier pregunta sobre esta política, debe dirigirse al Procurador General de Justicia, John Ashcroft, Departamento de Justicia, Washington, D.C., código postal 20530".
La misma biblioteca destruye cotidianamente todos los registros de sus clientes, para que no le pueda entregar al FBI ninguna información, en caso de que la solicite.
Otra biblioteca de Killington, Vermont, le advierte a sus usuarios "Lo sentimos mucho. Debido a preocupaciones de seguridad nacional, estamos en condiciones de decirle que sus hábitos de navegación de Internet, sus passwords o los contenidos de sus e-mail están siendo monitoreados por los agentes federales. Por favor, actúe apropiadamente".
El gobierno no parece demasiado consternado por las consecuencias que la ley puede traer a la libertad de expresión o el derecho a la privacidad. Por lo menos, esto es lo que se desprende de una carta enviada por el número dos del departamento de Justicia, a un senador del estado de Vermont. Quienes compran o toman prestados libros en una biblioteca simplemente "asumen riesgos de que una entidad le pueda dar a otra la información", decía la misiva.