ABC EL ministro de defensa francés -o «galo», como diría un periodista-, Mme. Alliot-Marie, al rechazar que Francia entre en la guerra de Irak al margen de la ONU, arguía: «Un ataque unilateral que no sea por consenso de la legalidad internacional es pernicioso, porque amenaza crear un sentimiento de injusticia». Al tener por indeseable la «unilateralidad» en razón del consiguiente «sentimiento de injusticia», no advertía lo mucho más indeseable que sería, en su efecto general, lo que ella aprueba: si la decisión surgiese de un «consenso de la legalidad internacional», o sea de los 15 miembros del Consejo de Seguridad, la legitimación suscitaría, aplicando los términos de la propia Alliot-Marie, «un sentimiento de justicia». Dejando al margen la cuestión de facto de la dudosa o hasta extremadamente sospechosa libertad de cada uno de los 15 miembros, es decir, concediendo la ficción de iure de una total equipolencia de esas 15 libertades, el que la legitimación de la guerra contra Irak emanada por consenso de los 15 miembros de un organismo que es, incuestionablemente, de derecho positivo produjese efectivamente «un sentimiento de justicia» supondría nada menos que coronar virtualmente tal legitimación con la sacralidad de un veredicto de «derecho natural».
Intentaré razonar mis aprensiones remitiéndome a una norma jurídica ejemplar del judaismo post- exílico que siento no poder decir si pertenece a una jurisprudencia establecida en el Talmud ni cuál ha sido su alcance en el espacio y en el tiempo: el reo que resultara condenado por unanimidad de los jurados debía ser inmediatamente absuelto y puesto en libertad. Tan sólo conjeturas sabría hacer en torno al «sentimiento de justicia» que podía estar tras esta norma. Tal vez sentían que la ausencia de una voz, siquiera fuese la de un único vocal, que enunciase la palabra favorable al reo desvanecía, como difuminado por la niebla, el sentido inequívoco de una sentencia de condena, un poco al modo en que no hay palabra que mantenga firme su significado sin la copresencia del significado de la palabra opuesta. O acaso les parecía que la unanimidad equivalía a reducir la pluralidad de voces del jurado a una sola voz. Y esto sugeriría la posibilidad de la que la norma naciese de un motivo racionalmente elaborado desde la teodicea: tal como en la Torá podría atestiguar la recurrente fórmula de autoridad de los profetas:
«Así dice Yavé», o bien «Palabra de Yavé», sólo Yavé tenía una sola voz; los siervos de Yavé que osaran hacer valer un veredicto de condena por unanimidad incurrirían en anatema, por usurparle ese supremo privilegio.
No encuentro temerario considerar la pretensión de un universalismo en el campo del derecho como algo formalmente equivalente a lo que es válido en una teodicea monoteista ni deducir de ello que cualquier intento de fundar un universalismo jurídico confutaría toda posible distinción entre el derecho positivo y esa otra siempre hipotética, al par que irrenunciable, instancia que llamamos «derecho natural». La tentación de un universalismo en el derecho debería producir un temor equivalente al que para el judaismo, en su admirable norma anulatoria de la unanimidad, era, si mi interpretación es acertada, temor de Dios. ¡Tan terrible como la ira del Dios del Sinaí sería la victoria de esa impostura del universalismo! Quiero decir que si, como me temo, ese «sentimiento de justicia» que la legitimación de la guerra contra Irak emanada por consenso de una instancia de derecho positivo como el Consejo de Seguridad adquiriese realmente una aureola de «derecho natural», la ONU mostraría no ser más que una miserable oficina dedicada al suministro de coartadas, como a manera de máscaras antigás, para la protección de la buena conciencia de los hombres y pueblos. Puesto que, aunque parezca paradójico, he aquí que el «unilateralismo» americano resulta ser mucho más universalista -por serlo de modo explícitamente consciente y manifiesto- de cuanto pueda serlo el que creo tendencialmente incoado en un dictamen por consenso como el que parece merecer la confianza de Mme. Alliot-Marie precisamente en la función de antídoto del «unilateralismo». Para ilustrar las pretensones de universalismo de los americanos bastará algún pasaje del manifiesto doctrinal de la intelectualidad americana a raíz del bombardeo de Afganistán: «Los fundadores de los EE.UU. en la tradición de la ley natural, así como en la afirmación religiosa fundamental de que todos los hombres han sido creados a imagen de Dios consecuencia inmediata es la convicción de que hay verdades morales universales -que los fundadores de nuestra nación llamaron «leyes de la Naturaleza y del Dios de la naturaleza»- que conciernen, como tales, a todo ser humano Ninguna otra nación a lo largo de la Historia ha forjado de manera más explícita su propia identidad -su Constitución, sus textos fundacionales y hasta la imagen que tiene de sí misma- sobre la base de los valores humanos universales».
Los que, con la hoy ya gigantesca acumulación de hierro y fuego, todavía dicen «la posible guerra» demuestran una ignorancia estrepitosa sobre lo que es el honor patriótico-guerrero; ya lo decía don Jacinto Batalla y Valbellido: «cuanto se dice Apunten ya está dicho Fuego». Incluso si Saddam «les madrugara», como diría un mejicano, abandonando el poder por sorpesa, entrarán en Irak, si bien lamentarían inmensamente que fuese antes de una, aunque breve como un Blitz, imponentemente estruendosa, aplastante y anonadadora demostración de potencia guerrera, sin olvidar, por supuesto, las performances, pues no desatenderían en modo alguno el fin colateral de experimentación de su ultimísima novedad en bombarderos, como en Afganistán o en Panamá. Pero ¿por qué el «no podemos esperar indefinidamente»? Motivos del gobierno podrán ser el petróleo o Israel; su fin creo, como Chomsky, que es la hegemonía. Pero ahí no están las prisas; están en los motivos del electorado -que son otros-, factor imprescindible para poder hacer la guerra: no hay que dejar que se enfríe el patriotismo exacerbado -y atizado- hasta el delirio desde el ultraje de los dos rascacielos iguales, una ocasión de oro -Carpe diem!- para el GOP, en orden a su fin de estauir la hegemonía, que sólo se consagra, como en Pidna, con una gran victoria.
Ciertas semi-respuestas de Inocencio Arias -representante de España en la ONU, y ahora ya en el Consejo de Seguridad- suscitan algunas dudas sobre si no tenderá a unirse al criterio de los que se diría que parecen haber encontrado el gran remedio para impedir, o exorcizar, el tan temido «unilateralismo» americano, remedio que consiste en el solapado y astutísimo recurso de rebozar o encapsular con un consenso unánime de los otros 14 miembros del Consejo lo que diga o desdiga Negroponte. La fórmula, inspirada en la conseja americana: «if you can´t beat them, join them», aguachinaría a la vez, por otra parte, las indudablemente buenas intenciones de Mme. Michèle Alliot-Marie. Pero aun más detestable me parece el declarado propósito aznarí de incorporar incondicionalmente al emberlusconamiento anglorromano una nación entera.